¿Por qué se dispara en EE.UU. el número de niños que
padecen el síndrome de Asperger y autismo?
1 de mayo, 2002
Actualizado:
8:21 PM hora de Nueva York (0021 GMT)
Por MADELEINE NASH
(TIME) -- Tommy Barrett es un niño con ojos de ensueño que
vive con sus padres, sus hermanos gemelos, dos gatos y una tortuga en San Jose
(California). Le gustan las matemáticas, las ciencias y los videojuegos. Conoce
como nadie los juguetes animorfos y transformistas. "Son como coches y
trenes y animales que se transforman en robots o personas. ¡Me encantan!",
exclama emocionado.
Y a veces esto es motivo de problemas. Durante una
temporada, la fascinación de Tommy por sus juguetes era tan fuerte que cuando
no los tenía cerca fingía que él era un juguete, y de camión pasaba robot y
luego a gatito. Lo hacía en el centro comercial, el patio del colegio e incluso
en clase. A su madre, Pam, y a sus profesores esta pantomima repetitiva les
parecía graciosa pero perturbadora.
También delataba otros síntomas preocupantes. Pam Barrett
recuerda que a los 3 años Tommy hablaba con cierta fluidez y se expresaba bien,
pero no parecía comprender que en la conversación debe haber reciprocidad y,
curiosamente, evitaba mirar a la cara a la gente.
Cuando Tommy cumplió 8 años, sus padres descubrieron por fin
cuál era su mal. Un psiquiatra les informó de que su hijo tan inteligente
padecía una forma leve de autismo conocida como el síndrome de Asperger. Y a
pesar de que los niños con este síndrome responden bien a la terapia, para los
Barrett aquella noticia fue un golpe casi insoportable.
La causa de ello es que apenas dos años antes, Pam y su
esposo Chris, director de operaciones de una compañía de software, se habían
enterado de que los hermanos gemelos de Tommy, Jason y Danny, eran del todo
autistas. Aunque al nacer parecían normales, los gemelos apenas habían
aprendido a decir unas cuantas palabras antes de adentrarse en su mundo
secreto, perdiendo todo lo que acaban de aprender. En lugar de entretenerse con
sus juguetes, los rompían; en lugar de hablar, emitían sonidos extraños y daban
gritos.
La angustia de Pam y Chris Barrett les resultará familiar a
decenas de miles de familias de todo el mundo. Los casos de autismo y
trastornos relacionados con él, como el síndrome de Asperger, han experimentado
un crecimiento explosivo repentino y nadie sabe por qué. Mientras muchos
expertos creen que este aumento se debe a un mayor número de diagnósticos,
otros están convencidos de que se trata de una tendencia real, al menos en
parte, y por lo tanto motivo de seria preocupación.
En California, donde residen los Barrett, el número de niños
autistas que necesita asistencia social se ha cuadruplicado en los últimos 15
años, pasando de menos de 4.000 en 1987 a casi 18.000 en la actualidad. No hace
mucho tiempo, el autismo se consideraba una enfermedad poco corriente y
afectaba tan solo a un niño entre 10.000. Ahora, en cambio, los investigadores
creen que por lo menos un niño de 10 años, e incluso de menor edad, entre 150
puede sufrir autismo o un trastorno derivado de la enfermedad. El problema
médico del autismo es cinco veces superior al del síndrome de Down y tres veces
más frecuente que la diabetes juvenil.
No es de extrañar que los padres acudan en masa a las
consultas de psicólogos y psiquiatras en busca de remedios. Los sistemas
escolares están destinando presupuestos especiales para la investigación del
autismo, un campo que hace cinco años parecía atascado en las aguas estancadas
de la neurociencia. En la actualidad, decenas de científicos se esfuerzan por
identificar los genes asociados al autismo. El mes pasado, en una serie de
artículos publicados en Molecular Psychiatry, científicos de Estados Unidos,
Gran Bretaña, Italia y Francia informaban que están haciendo verdaderos
avances.
Mientras tanto, los equipos de investigación se han lanzado
a crear modelos animales para el autismo usando ratones mutantes. Están
empezando a estudiar factores medioambientales que podrían contribuir al
desarrollo del autismo y a resonancias mágneticas para investigar en lo más
profundo de los cerebros autistas. Como resultado, los científicos están
adquiriendo nuevos conocimientos sobre este desconcertante trastorno y ya han
comenzado a elaborar nuevas hipótesis sobre por qué las personas afectadas
desarrollan una inteligencia tan distinta a la nuestra y, en algunos aspectos
relevantes, tan similar al mismo tiempo.
Origen genético del autismo
Leo Kanner, psiquiatra del hospital Johns Hopkins,
diagnosticó por primera vez el autismo en 1943, y posteriormente en 1944, lo
hizo el pediatra austriaco Hans Asperger. Kanner aplicó el término a niños que
eran socialmente introvertidos y tenían dificultades para aprender a hablar,
pero poseían un coeficiente intelectual que excluía el diagnóstico de
retrasados mentales. Asperger, por su parte, aplicó el término a niños con
problemas de integración social, que desarrollaban obsesiones extrañas y que a
la vez hablaban sin dificultad y parecían bastante inteligentes. Asperger
observó que esta perturbación se transmitía de manera asombrosa a los miembros
de una misma familia, pasando a veces directamente de padres a hijos. En los
estudios de Kanner también había indicios de que los genes podrían ser un
elemento clave en el autismo.
Pero por aquel entonces la investigación del autismo tomó un
mal rumbo. Las agudas observaciones de Asperger fueron eclipsadas por el caos
de la posguerra en Europa y la de Kanner quedaron silenciadas por las teorías
de Freud. Los niños no nacían autistas, insistían los expertos, sino que se
volvían así porque sus progenitores, especialmente sus madres, eran frías y
poco cariñosas con ellos.
Sin embargo, en 1981 la doctora Lorna Wing, una psiquiatra
británica, publicó un estudio muy influyente que reavivó el interés sobre el
trabajo de Asperger. Wing observó que el trastorno descubierto por Asperger
parecía ser en muchos aspectos una variante del autismo de Kanner, con el que
compartía muchas cosas en común, pero también mantenía algunas diferencias.
Como resultado, los investigadores creen ahora que Asperger y Kanner
describieron dos caras de un trastorno muy complejo y variable, que tiene su
origen en un caleidoscopio de rasgos codificados en el genoma humano. Los
investigadores también reconocieron que el autismo agudo no va siempre
acompañado de una gran capacidad intelectual compensatoria y que, de hecho, es
más probable que sus características sean unas deficiencias devastadoras y el
retraso mental.
Tal vez el hallazgo más interesante que los científicos han
llevado a cabo hasta la fecha es que los componentes del autismo, más que el
autismo mismo, son hereditarios. Por lo tanto, aunque las personas
profundamente autistas rara vez se casan y tienen hijos, los investigadores han
observado que a menudo un pariente cercano padece algún trastorno de este tipo.
Una hermana puede presentar un comportamiento extraño y repetitivo o ser
extremadamente tímida; un hermano puede tener dificultades al hablar o
problemas de integración social perceptibles. De forma similar, si un gemelo
idéntico tiene autismo, hay una probabilidad del 60% de que el otro también lo
tenga; y un 75% más de que si uno de los gemelos no padece autismo, tenga uno
más síntomas de esta enfermedad.
¿Cuántos genes configuran el autismo? Los cálculos actuales
van desde tres hasta más de 20. Y, como indican los estudios publicados en
Molecular Psychiatry, son genes que activan tres poderosos neurotransmisores:
el glutamato, que está intimamente relacionado con el aprendizaje y la memoria,
la serotonina y el ácido gamma aminobutírico (GABA, por sus siglas en inglés),
que tiene que ver con el comportamiento obsesivo-compulsivo, la ansiedad y la
depresión.
Sin embargo, estos genes no agotan ni mucho menos la lista
de posibilidades. Entre los sospechosos se encuentran prácticamente todos los
genes que controlan el desarrollo del cerebro y tal vez el colesterol y también
el funcionamiento del sistema inmunológico. Cristopher Stodgell, un toxicólogo
del desarrollo en la Universidad de Nueva York en Rochester, observa que el
proceso que configura el cerebro se parece a una partitura musical
increíblemente intrincada, con una orquesta compuesta por cientos de miles de
genes.
Una mente distinta
Los autistas a menudo sufren un número increíble de
problemas: distorsiones sensoriales, alergias a alimentos, problemas
gastrointestinales, depresión, trastornos obsesivos-compulsivos, epilepsia
subclínica, trastorno de déficit de atención e hiperactividad. Pero, según
creen los expertos, existe un defecto principal que comparten los pacientes a
lo largo del todo el espectro autista: tienen dificultades para ser conscientes
de que las otras personas poseen pensamientos y deseos que no son idénticos a
los suyos, algo que la mayoría de los niños normales descubren al cumplir los 4
años. En palabras de Andrew Meltzoff, psicólogo infantil de la Universidad de
Washington, a los dos años los niños, al menos los niños normales, establecen
la hipótesis de que sus padres tienen cerebros distintos, y como verdaderos
científicos, se disponen a probarlo.
Sin embargo, los niños del espectro autista, tienen una
especie de "ceguera mental", es decir, parecen pensar que lo que
ellos piensan es lo mismo que piensan todas las demás personas y lo que ellos
sienten es lo mismo que sienten todos los demás. La noción de que otras
personas (padres, compañeros, profesores) pueden ver las cosas de forma
distinta o que, por ejemplo, pueden tener motivos encubiertos o pensamientos
traicioneros, no se les ocurre en absoluto. "Pasó mucho tiempo hasta que
Tommy dijo una mentira", recuerda Pam Barrett, y cuando por fin mintió,
ella se alegró por dentro.
Meltzoff cree que el origen de esta falla puede estar en que
los niños autistas tienen problemas a la hora de imitar a los adultos. Si un
adulto se sienta con un niño normal de 18 meses y se dedica a hacer algo
interesante, como golpear un par de cubos contra el suelo o a poner caras
ridículas, normalmente el niño responde haciendo lo mismo. Pero Meltzoff y su
colega Geraldine Dawson han demostrado en una serie de experimentos en el
recreo que los niños con autismo no actúan así.
Las consecuencias pueden ser muy serias. En los primeros
años de la vida, imitar las cosas es una de las herramientas más importantes
para el aprendizaje del niño. A través de la imitación los niños aprenden a
pronunciar sus primeras palabras y a dominar el rico lenguaje de la postura
corporal y la expresión facial. De esta forma, dice Meltzoff, los niños
aprenden que los hombros caídos son equivalentes a la tristeza o el cansancio
físico y que los ojos avispados reflejan la felicidad o tal vez a la picardía.
Para los autistas, incluso los que llevan una vida muy
activa, la capacidad de interpretar el estado de ánimo de los demás les supone
un gran esfuerzo, e incluso cuando lo consiguen, la mayoría no es capaz de
detectar los mensajes más sutiles que los individuos normales transmiten
inconscientemente. "No tenía ni idea que otras personas se comunicaran
mediante sutiles movimiento de los ojos", dice la ingeniera autista Temple
Grandin, "hasta que lo leí en una revista hace cinco años".
Mala química
¿Cómo se origina el autismo? ¿Como un error en una zona del
cerebro o tal vez el tronco cerebral, que se extiende y afecta a otras? ¿O se
trata acaso de un problema muy extendido que se hace más pronunciado a medida
que el cerebro tiene
que crear y utilizar circuitos cada vez más complejos?
Cualquiera de las dos explicaciones resulta verosímil y los expertos no se
ponen de acuerdo sobre cual de las dos es más probable. Pero una cosa está
clara: desde temprana edad, los cerebros de los niños con autismo son
anatómicamente distintos, a escala tanto microscópica como macroscópica.
Por ejemplo, la doctora Margaret Bauman, neuróloga pediatra
de la Universidad de Harvard, hizo un análisis forense del tejido de casi 30
individuos autistas que murieron cuanto tenían entre 5 y 74 años. Entre otras
cosas, ha encontrado anormalidades sorprendentes en el llamado sistema límbico,
una zona que incluye la amígdala (el centro emocional primitivo del cerebro) y
el hipocampo (una estructura con forma de caballito de mar que es fundamental
para la memoria). El trabajo de Bauman muestra que las células son atípicamente
pequeñas y están muy juntas, comparadas con las células del sistema límbico de
las personas normales. Parecen inmaduras, comenta el psiquiatra de la
Universidad de Chicago Dr. Edwin Cook, "como si estuvieran esperando una
señal para crecer".
En el cerebelo de niños y de adultos autistas se ha
encontrado una anormalidad curiosa. Las células de Purkinje, un tipo muy
importante de células llamadas así según el fisiólogo checo que las descubrió,
son muy escasas. Y según el neurocientífico Eric Courchesne, de la Universidad
de California en San Diego, esto da una pista vital sobre qué es lo que falla
en el autismo. El cerebelo, dice Courchesne, es uno de los centros
computacionales más activos del cerebro y las células de Purkinje son elementos
críticos en su sistema de integración de datos. Sin estas células, el cerebelo
es incapaz de hacer su trabajo, es decir, recibir la información sobre el mundo
exterior, computar su significado y preparar a otras zonas del cerebro para
responder de la forma apropiada.
Hace unos meses, Courchesne reveló los resultados de un
estudio de imágenes del cerebro que le ha llevado a proponer una nueva
hipótesis muy polémica. Piensa que al nacer el cerebro de un niño autista tiene
un tamaño normal. Pero cuando cumple los 2 o 3 años de edad, los cerebros son
mucho más grandes de lo normal. Sin embargo, este crecimiento anormal no está
bien repartido. Mediante resonancias magnéticas, Courchesne y sus colegas
fueron capaces de identificar dos áreas donde este crecimiento es más
pronunciado.
Son la materia gris de la corteza cerebral, llena de
neuronas, y la materia blanca que contiene las conexiones fibrosas que se
proyectan entre la corteza cerebral y el cerebelo. Courchesne especula que tal
vez la sobrecarga de señales causada por esta proliferación de conexiones sea
la que daña las células de Purkinje y termina por matarlas. "Así
pues", dice Courchesne, "ahora nos planteamos una cuestión muy
interesante: ¿Qué provoca este crecimiento anormal? Si somos capaces de
entenderlo, podríamos ralentizar el proceso o detenerlo".
La proliferación de conexiones entre miles de millones de
neuronas es un proceso que tiene lugar en el desarrollo de todos los niños,
naturalmente. El cerebro de los niños, al contrario que las computadoras, no
llega a este mundo con sus circuitos ya conectados. Más bien deben establecer
sus circuitos como respuesta a una secuencia de experiencias y luego soldarlos
mediante la repetición de actividades neurológicas. Así pues, si la teoría de
Courchesne es correcta, la causa del autismo podría ser un proceso normal que
comienza demasiado pronto o con demasiada intensidad y acaba demasiado tarde. Y
ese proceso estaría controlado por genes.
En la actualidad, Courchesne y sus colegas están estudiando
con detenimiento ciertos genes que podrían tener relación con la enfermedad. De
particular interés son los que codifican cuatro sustancias reguladoras del
crecimiento del cerebro que se han encontrado en recién nacidos que luego
desarrollaron retraso mental o autismo. La Dra. Karin Nelson, investigadora de
los Institutos Nacionales de la Salud, y sus colegas, informaron el año pasado
que entre ellas se encuentra una molécula muy potente conocida como péptido
intestinal vasoactivo o PIV. Como su nombre indica, el PIV no solo participa en
el desarrollo del cerebro, sino también en el sistema inmunológico y en el
tracto intestinal, lo cual podría indicar que los otros trastornos que
frecuentemente acompañan al autismo no son una coincidencia.
La idea de que podrían existir ciertos biomarcadores para el
autismo ha intrigado a muchos investigadores por una simple razón: Si se
pudieran identificar los bebés de alto riesgo, sería posible hacer un
seguimiento de los cambios neurológicos que presagian los síntomas del
comportamiento. En ese caso, tal vez en un futuro se podría llegar a intervenir
en el proceso. "Ahora mismo", dice Michael Merzenich, neurocientífico
de la Universidad de California en San Francisco, "estudiamos el autismo
cuando la catástrofe ya ha ocurrido, y vemos esta increíble variedad de cosas
que estos chicos son incapaces de hacer. Necesitamos saber cómo ocurrió
todo".
Los genes que preparan el terreno para los trastornos
autistas podrían interferir en el desarrollo del cerebro de varias maneras.
Podrían codificar mutaciones dañinas, como los responsables de enfermedades de
un solo gen, como por ejemplo, la fibrosis cística o la enfermedad de
Huntington. O también podría tratarse de variantes de genes normales que causan
problemas solamente cuando se combinan con otros genes. También podrían ser
genes que hacen vulnerable al niño cuando se enfrente a determinadas
situaciones.
Existe una teoría popular sin demostrar que culpabiliza del
autismo a los restos de mercurio de la vacuna triple vírica (contra el
sarampión, las paperas y la rubeola), que normalmente se les pone a los niños a
los 13 meses. Pero también hay otros muchos posibles culpables. Los
investigadores de la Universidad de California en Davis acaban de lanzar un
importante estudio epidemiológico que analizará los tejidos de niños autistas y
sanos en busca no sólo de residuos de mercurio, sino también de PCBs (binefilos
policlorados), benceno y otros metales pesados. Se parte de la idea de que
algunos niños podrían ser más susceptibles genéticamente que otros al daño de
estos agentes, y por tanto el estudio mediría también otras variedades
genéticas, cómo por ejemplo cómo metabolizan estos niños el colesterol y otros
lípidos.
De aquí a una década, es casi seguro que habrá formas más
efectivas de intervención terapéutica, tal vez incluso medicamentos contra el
autismo. "Los genes" como observa Cook, de la Universidad de Chicago,
"te ofrecen objetivos, y una vez conocemos los objetivos somos bastante
buenos en elaborar medicamentos".
Paradójicamente, lo que resulta horrible para los autistas
—y que afecta a los más jóvenes— es también un motivo de esperanza. Como las
conexiones neuronales de los niños se establecen mediante la experiencia, los
ejercicios mentales bien orientados tienen el potencial de marcar la diferencia.
De hecho, una de las grandes cuestiones todavía sin resolver es por qué el 25%
de los niños que parecen sufrir un autismo total se beneficia enormemente de
una terapia intensiva del habla y de técnicas de comunicación, mientras que el
75% no responde a ella. ¿Es que el cerebro de estos últimos presenta daños
irreversibles?, se pregunta Geraldine Dawson, directora del Centro del Autismo
de la Universidad de Washington. ¿O es que no se está tratando debidamente el
problema fundamental?
Cuanto más ahondan los científicos en estas cuestiones, más
les parece encontrarse delante de las piezas de un rompecabezas similar a los
segmentos interconectados de los juguetes de Tommy Barrett. Si las piezas se
montan de determinada manera, tenemos un niño sano. Si se colocan de otra, sale
un niño con autismo. Y mientras observamos a Tommy transformando un tren en un
robot o un robot en un tren, nos viene enseguida una idea. ¿Será posible que
mediante un hábil juego de manos se pueda manipular incluso los cerebros más profundamente
autistas hasta recuperarlos por completo? ¿Podría ser que un niño embelesado
por el proceso de transformación llegue a convertirse en el científico que
consiga averiguar cuál es el truco?
—Informes de Amy Bonesteel/Atlanta