Los
Profetas
Fr. Nelson Medina F., O.P.
1. PROFUNDOS VINCULOS DEL PROFETA CON SU PUEBLO
Nuestra idea más común sobre
los profetas los hace próximos a los vaticinadores y por ello mismo lejanos al
común de los mortales. Su conocimiento, arcano y a menudo `sibilino' ‑se
piensa‑, está más bien alejado de lo que podría resultar accesible y
comprensible para el resto de su pueblo. Y por si fuera poco, su modo de vida,
lleno de acciones simbólicas más o menos misteriosas, los aparta con frecuencia
de la rutina diaria de las demás personas.
Pero por otra parte, hoy más
que antes somos conscientes de otros aspectos menos conocidos y más relevantes
de los profetas y de sus profecías. Hoy sabemos que su mensaje se dirige en
primer lugar a los circunstantes, a sus oyentes, y que más que una declaración
de hechos ineluctables es una interpelación para la conversión, para la vuelta
a Dios. Hemos aprendido también que el modo concreto de inspiración es distinto
en los diversos profetas y en los distintos momentos de su vida. No solo lo
extraordinario y sobrenatural es ocasión para la profecía: también la olla que
Jeremías vio volcarse de norte a sur (Jer 1, 13), o la plaga de langostas de
donde toma pie Joel para sus palabras (Jl 1,1 ‑ 2,11).
Esta imagen, más clara, y
acaso más balanceada, de la vida y la misión de los profetas, tiene un contexto
social y cultural que por otra parte nos resulta hoy también más conocido. La
cronología y la geografía han situado mejor a los profetas en relación con los
reyes, las leyes y los conflictos que los rodearon. Así, por cierto, se ha
allanado el camino para las breves reflexiones que ofrecemos a continuación, en
torno a los vínculos profundos, significativos e irremplazables que unen a los
profetas con su pueblo.
Aquellas palabras del
Segundo Cántico del Siervo : "[Oídme, islas, atended, pueblos lejanos!
Yahveh desde el seno materno me llamó; desde las entrañas recordó mi
nombre" (Is 49, 1), palabras que el profeta dice de sí mismo, aunque luego
se digan en figura de otros, expresan bien la indisoluble unión entre
llamamiento y elección. El profeta no lo es por propia elección, sino por haber
sido elegido y llamado: la llamada es como la traducción, en el tiempo, de una
elección que tiene algo de eterno: "Antes de formarte yo en el seno
materno, te conocía" (Jer 1, 5), dice el Señor a Jeremías.
Ahora bien, llamamiento ya
dice referencia a dos por lo menos: el que llama y el llamado, es decir, Dios y
su profeta. Pero, desde otro punto, el de dónde y el hacia dónde de ese llamado
tienen también su importancia. Un ejemplo significativo es la vocación de Amós,
que así respondió a Amasías, sacerdote de Betel: "Yo no soy profeta ni
hijo de profeta, sino un pastor y cultivador de sicómoros. Pero Yahveh me tomó
de detrás del rebaño, y me dijo: `Ve y profetiza a mi pueblo Israel' " (Am
7, 14‑15). El contexto, pues, de Amós era su rebaño y sus sicómoros: ese
es su de dónde. El lugar de su profetizar, Israel, y en concreto, Betel: tal es
su para donde.
Aunque siempre es cierto que
"el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene
ni a dónde va" (Jn 3, 8), también es verdad que Dios sabe bien lo que
quiere hacer con su pueblo, y que de algún modo se lo hace saber a sus
profetas: "A ti te puse en mi pueblo por instigador sagaz para que
examinaras y probaras su conducta", dice Yahveh a Jeremías (6, 27). Y
corrobora Amós: "No, no hace nada el Señor Yahveh sin revelar su secreto a
sus siervos los profetas" (Am 3, 7).
En efecto, la clave de explicación
de la profecía no está tanto en sus manifestaciones externas más o menos
extrañas, sino en Dios que la inspira. Y bien, todos los propósitos de Dios ‑su
plan‑ miran al bien y la salud de su pueblo, al que ha amado por encima
de todas sus infidelidades y negativas. La conclusión se sigue: la palabra del
profeta tiene su centro de gravedad en la palabra fundamental de Yahveh, esto
es, en la Alianza. Por su Alianza Dios se ha creado un pueblo; por la palabra
profética ha confirmado, ahondado y por último, en Jesús, sellado
definitivamente esa Alianza.
Hay, pues, una profundidad
en el vínculo entre el profeta y el pueblo, profundidad que tiene su raíz más
que en razones puramente étnicas o culturales (que, desde luego, tienen también
su importancia) en el designio de Dios, para quien la palabra profética es
instrumento preferido de acción en la historia.
Será conveniente agregar
algo, sin embargo, en cuanto a las implicaciones que este designio trajo para
los mismos profetas. Puestos en el papel y lugar de mediadores, recibirán como
una doble presión: de parte de Yahveh y de parte del pueblo. De Yahveh, muy
patente cuando Amós nos dice : "Ruge el león, ]quién no temerá? Habla el
Señor Yahveh, ]quién no va a profetizar?" (Am 3, 8). Del pueblo, bien visible
cuando Jeremías exclama: "Ni les debo, ni me deben, [pero todos me
maldicen!" (Jer 15, 10). Esta doble presión llevó al mismo Jeremías a
expresiones paradójicas, propias del lenguaje del amor: "Me has seducido,
Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión
cotidiana: todos me remedaban" (Jer 20, 7).
La palabra del profeta es
una señal a menudo esperada. Por eso Azarías se queja: "Ya no vemos
nuestros signos, ni hay profeta" (Dn 3, 38). Todo en los profetas,
ciertamente, es susceptible de volverse signo, parábola, enseñanza. Es así que
las acciones aparentemente triviales de Ezequiel (cortarse el cabello,
dispersar los pelos, quemar una parte, etc., cf. Ez 5, 1‑4) son señales
queridas de intento como símbolo de realidades hondamente significativas para
el pueblo. En este contexto Ezequiel se describe a sí mismo como centinela de
la casa de Israel.
Un profeta en el que estos
vínculos profeta‑pueblo adquieren toda su fuerza es Oseas. Casado con una
mujer dada a la prostitución, hace del dolor de su amor una palabra que todos
pueden entender. Ya no es simplemente que el profeta debía pertenecere a algún
pueblo, sino que el hecho de que pertenezca a Israel tiene un sentido, que la
gente advertida no dejará de percibir. Detrás de todo ello, es Yahveh quien
mueve e inspira al profeta. Así a Jeremías: "No entres ‑le diceen
casa de duelo, ni vayas a plañir, ni les consueles; pues he retirado mi paz de
este pueblo" (Jer 16, 5).
Pero no todos son signos de
desastre. Quien dio su nombre a las jeremiadas recibió de Dios un precioso
signo de esperanza. Con la compra del campo de Anatot ‑cuando el invasor
estaba ya a las puertas‑ (Jer 34) aquel profeta estaba significando de la
mejor manera cómo es firme la promesa y leal para siempre la palabra de Yahveh.
En una visión de conjunto,
conviene subrayar por lo menos dos hechos, en cuanto al alcance y significado
de los vínculos entre el profeta y su pueblo. En primer lugar, puesto que esos
vínculos se den al interior de un determinado ambiente y cultura, ello los hace
en parte opacos para los extranjeros. El jefe de la guardia, Nebuzaradán, no
debió de entender fácilmente por qué Jeremías, a quien Nabucodonosor ofrecía
por boca de su comandante irse para donde quisiera (Jer 40, 4), prefirió sin
embargo quedarse obstinadamente con el pueblo (Jer 39, 14; 40 6). Todo esto
tiene gran importancia para nosotros, que hemos sido injertados en el olivo del
judaísmo (cf. Rom 11, 17): no tenemos derecho de obviar la iniciación que nos
permita entender de la mejor manera qué quería decir el profeta con tal o cual
palabra, con tal o cual actitud.
En segundo lugar, hemos de
esperar que el desenlace de la vida de los profetas sea el momento de su
palabra definitiva. Y el hecho parece ser que, como afirma la Carta a los
Hebreos, "todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el
objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de
modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección" (Heb 11, 39‑40).
Por esto afirma el Señor Jesús: "[Dichosos los ojos que ven lo que veis!
Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis,
pero no lo vieron, y oir lo que vosotros oís, pero no lo oyeron" (Lc 10,
23). Así entendemos mejor cuánto dicen y cuánto quieren decir aquellos oráculos
finales de esperanza en la vida y obra de los profetas, y aquellas últimas y
decisivas actuaciones de los profetas. Para nosotros, esos oráculos y esas
actuaciones son como grandes señales que desde el Antiguo Testamento apuntan y
miran a Jesucristo. Jeremías en Egipto, la escuela de Isaías, la Gloria que
Ezequiel ve retornar a Jerusalén son otras tantas señales; señales que ya más
que representar presentan, entreabren una realidad nueva y una promesa mejor
para su pueblo. Y la conclusión se impone : Si ellos vivieron tan unidos a la
suerte de Israel, y si hallaron esperanza, Israel puede esperar con confianza.
De más está recordar la
libertad del Señor para dispensar su salvación. Sin embargo, una vez que ha
querido manifestarnos su economía particular para salvarnos, podemos y en
cierto modo debemos reconocer las enormes conveniencias y buenas razones que
conlleva su proceder.
La Constitución Dogmática
Dei Verbum, n. 15, nos ilustra sobre la relación entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento: El primero prefigura, prepara y profetiza el segundo. Veremos en
este aparte que de algún modo estos tres elementos se dan integralmente en la
profecía, si se la mira en su conjunto y unida a la vida del profeta, y que, en
este sentido, es irremplazable el vínculo entre el profeta y su pueblo. La cosa
es obvia en cuanto al profetizar, el anunciar proféticamente (de una manera,
pues, velada pero real). En cuanto a las otras dos dimensiones, podemos anotar
lo siguiente.
La preparación va en el
orden de las realidades, de los hechos. Pues bien, la palabra divina, vida en
sí misma, se hace acción para nosotros cuando la escuchamos. Diríamos que la
función indicativa y declarativa es solo el punto de partida: "te
conozco", dice Yahveh al llamar a Jeremías, como ya comentamos (Jer 1, 5).
Pero la gran diferencia entre Dios y los ídolos mudos, es que Dios anuncia las
cosas desde antiguo, y él mismo las lleva a cabo (cf. Is 45, 21‑23). En
este sentido la profecía entraña en sí una preparación, porque el Dios que
habla es también el que conduce la historia hacia su plenitud.
En cuanto a la
prefiguración, que se realiza por medio de varios typoi, baste decir aquí lo
que tantos autores han destacado al leer los textos proféticos a la luz de la
plena revalación de la Pascua de Jesucristo: comenzando por los Evangelistas,
la figura del profeta ‑predicador, hombre de Dios y de su pueblo, a
menudo martyr de la palabra que predica‑ es ciertamente de los tipos más
sugerentes de Cristo.
Puede servirnos de
conclusión aquello que la Iglesia cree y ora en la Cuarta Plegaria Eucarística
: "Por medio de los profetas los fuiste educando en la esperanza". La
verdad podría parecer patrimonio de los sabios, pero la esperanza requería de
una luz que fuera al mismo tiempo altísima en su fuente y próxima en su
cercanía a nosotros. Tal fue ‑y es‑ el lugar de la profecía, lugar,
en este sentido, irremplazable.
ALONSO SHÖKEL, L. y SICRE
DIAZ, J. L., Profetas: Comentario, 2 vol., Madrid, 1980.
Artículos
"Profeta"/"Profecía" de los Diccionarios Bíblicos : BAUER,
LEON‑DUFOUR, ENCICLOPEDIA DE LA BIBLIA, etc.
CONSTITUCION DOGMATICA DEI
VERBUM del Concilio Vaticano II, especialmente los nn. 14‑16.
VAUX, R. de, Les
institutions de l'Ancien Testament; de la trad. español por A. Ros:
Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona, 1976.
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