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Homilía de Fr. Nelson Medina, O.P.
El águila, la gallina y las cumbres.
Homilía v012003a, predicada en 19981201, con 19 min. y 57 seg. 
Transcripción:
El corazón humano, maltratado por las frustraciones y por los desengaños, se convierte de águila en gallina. Los ideales que iban altos ya se contentan solamente con unos maicitos con que se deje la vida en paz en el corral y con que dejen poner los huevos en paz. El alma humana es un águila. El alma humana fue creada por Dios para lo grande, para lo alto, para lo santo, para lo más bello. Pero, a escobazos, esta águila se ha vuelto una gallina. Y por eso esta águila metida en un corral se contenta o quiere contentarse con su ración de maíz. Pero claro, como hay algo en su sangre que le recuerda que es un águila, entonces, si no puede lograr la proeza de alcanzar las cumbres, entonces intenta lograr la proeza de repletarse de maíz. Y entonces come y come y come maíz hasta volverse una gallina repleta. Y así, echada a un borde del corral, durmiendo su indigestión de maíz, se le olvida que es un águila. Así es el ser humano. Esas indigestiones de las cosas de esta tierra son la prueba de que estamos hechos para los cielos. Cómo es que una persona, por ejemplo, se entra en el camino del alcohol, de la droga, de la plata, del poder, y come y come poder y poder, así acabe con todo, así destruya la familia, así le dé un ataque, así se muera. Pero come y come hasta indigestarse. Esa gallina obesa repleta de maíz, echada en un borde del corral, teniendo pesadillas en su indigestión. ¿Ese es el ser humano? Ese es el ser humano cuando está metido en ese corral. Esa indigestión, ¿qué está mostrando? Que hay un hambre, un hambre infinita. Pero no era hambre de más maíz, era hambre de aire nuevo. Era hambre de altura, era hambre de cumbre. Era hambre de lo grande y de lo santo. Por eso, cuando nos encontremos con una persona que está envuelta en su vicio, acordémonos de la gallina y del águila y pensemos que todas esas personas, de pronto algunos de nosotros, de alguna manera o no sé. Todas esas personas, que también somos nosotros en medio de las porquerías que hacemos o que dejamos que se cometan en nuestro corazón, lo que estamos es proclamando, manifestando que fuimos hechos para las cumbres. En un día determinado, es posible que, por entre los huecos de la reja del corral, esta gallina pueda ver a un águila volando. Y resulta que esta gallina no es tal gallina, sino es un águila metida a escobazos en un corral. Entonces esta águila metida a escobazos y convertida en gallina indigesta. Mira por la reja y ve pasar un águila. Es posible que se acuerde de lo que ella estaba llamada a hacer. Es posible que se acuerde. Esas águilas que vemos pasar así por los huecos del corral que más o menos se parecen. Esas. Esas águilas que vemos pasar son los santos. Esos son los santos, ¿no? Uno ve pasar los santos. Que vuelan derechito hacia Dios. Y uno dice: Oiga, yo estoy hecho como para esa misma vida. Yo fui creado para esa misma vida. Y en ese momento uno como que despierta de su engaño, de su pesadilla, de su indigestión. Esa es la cualidad que tienen las vidas de los santos, es la cualidad que tiene también la palabra de los profetas cuando dice, por ejemplo, Isaías aquí, este cuadro maravilloso que nos describe ese cuadro de paz: habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos, y un muchacho pequeño los pastoreará. Ese cuadro de paz idílica, ese cuadro bellísimo de paz descrito tomando como símbolo los animales y la naturaleza. Ese cuadro, esa palabra del profeta, es como el águila que vemos a través de nuestro corral. Y decimos: sí, eso es lo que yo quisiera, eso es lo que hay en mi alma, ese es mi estilo. Para eso fui creado. Y entonces brotan de nuevo en el corazón anhelos muy profundos. Yo creo que este tiempo de Adviento es como un tiempo de despertar. Yo lo comparo con un despertar. Es despertarse de la indigestión en que hemos vivido por las cosas de esta tierra. Es despertarse de los engaños en que nos ha metido el mundo y es como recobrar el sentido. ¿Para qué fui creado? ¿Cuál era mi vida? El objetivo del Adviento es que uno pueda volver a sentir ansia, hambre y sed de Dios, del plan de Dios, de la voluntad de Dios, del poder de Dios. Que uno pueda volver a sentir esa hambre que está sepultada bajo toneladas de frustraciones, de dolores. Yo me pongo a pensar, por ejemplo, en mi propio caso, que es el que tengo más cerca. Me pongo a pensar en mi vida y digo: Bueno, fui creado para ser santo, pero yo me siento muy lejos de eso. A mí me cuesta trabajo imaginarme santo en Dios. Me cuesta trabajo eso. A mí me cuesta trabajo creer que algunas de mis malas costumbres, de mis pecados, realmente vayan a ser vencidos. Me cuesta trabajo. Significa que me he convertido en un animal rastrero, que no soy un águila, sino soy un animal rastrero. Por lo menos las gallinas corren, corren, corren por todo el corral. Pero hay otros que casi me parece que no somos gallinas, sino como topos allá metidos. A mí me cuesta trabajo eso. Yo reviso mi conciencia. Reviso mi conciencia al predicar estas palabras ante ustedes. Y yo digo: Me cuesta trabajo. Me cuesta trabajo creer que yo voy a ser completamente libre. Y yo sé que estas palabras que estoy diciendo son casi un pecado. Son casi una falta de esperanza. Pero las digo no por escandalizar o por desedificar, sino las digo, pues, para que se comprenda cuánta necesidad tengo para que me ayuden. Y por si acaso hay otra persona que sienta algo semejante, pues que sepa que ya somos por lo menos dos. A mí me cuesta trabajo eso y yo he visto las obras de Dios. He visto obras como no creí que las fuera a ver; he visto que Dios, en su bondad, me hizo sacerdote. El milagro más grande del universo. Creo que se puede hablar así. El milagro de la Eucaristía sucede todos los días con rarísimas excepciones. Sucede ante mis ojos y en mis manos. He visto vidas que han cambiado. He visto gente que se ha convertido. Veo la eficacia de los sacramentos. Descubro que la palabra es eficaz, que la palabra hace su obra. Y si fuéramos a hablar de otras cosas, yo también he visto milagros. Milagros sucedidos ante una oración hecha por mí. Yo he visto esas cosas. Pero todas esas cosas yo las he visto como suceder a través de mí. He visto también el amor que Dios me tiene a mí, la paciencia. Infinitas pruebas tengo de su providencia, de su misericordia. Pero hay algo como en el centro, como en la nuez del alma, que le hace sentir a uno que uno ha sido, sin embargo, rebelde, que uno se ha resistido. Nuestro Padre Santo Domingo se confesaba con muchísima frecuencia: cada dos días, cada día, cada tres días, se confesaba con muchísima frecuencia y todos los indicios que tenemos es que jamás cometió pecado mortal. Yo me confieso con frecuencia y miro mi conciencia y digo: Realmente no es por devoción que yo me confieso, sino porque realmente lo necesito y lo necesito mucho. Entonces, al empezar este Adviento, estamos apenas comenzando el Adviento, yo hago como una revisión de mi vida y digo: Me cuesta trabajo creer que Dios pueda como quebrantar esa nuez dura del centro de mi alma y pueda llegar a convertirme real y total y absolutamente en un siervo suyo. Me cuesta trabajo eso. Entonces, ¿qué hace la Iglesia conmigo? Me pone delante la palabra de estos profetas, me pone este salmo, que es una letanía de deseos, los deseos de que reine el verdadero Rey, que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Que rija a tu pueblo con justicia, tus humildes con rectitud, que domine de mar a mar. Yo a veces me comparo como con un terreno, en ese terreno en el que quería reinar este rey, y yo quisiera como poder decirle este salmo a Dios considerando que yo soy su reino. Como pidiéndole a Él que Él reine en mí completamente. Que no queden pedazos por fuera. Que Él someta hasta el último rincón del alma. Que Él sea verdaderamente mi Señor, que yo no tenga que ruborizarme. Lo que pasa es que nosotros, los que somos un poco morenos, no se nos nota casi. Pero yo me ruborizo cuando digo que Jesús es mi Señor, porque hay muchas cosas en las que yo no obro como siervo suyo. Entonces leo este salmo y digo: Vea que en los días en que Cristo reine en mí, florezca la justicia. Que haya paz hasta que falte la luna. Esa paz estable que no tengo. Que domine de mar a mar. Eso es todo. Toda la tierra. Sobre todo lo que yo soy. Que se apiade del pobre y del indigente. Y que salve la vida de este pobre. Que su nombre sea eterno. Que él sea la bendición de todos los pueblos. Bueno, para eso es el Adviento. Es como una enseñanza, cierto, para este día. Para eso es el Adviento, para que uno haga estas reflexiones. A mí se me ocurren estas; de pronto a ustedes se les pueden ocurrir otras, quizá mejores, para que uno piense cómo está viviendo su vida y su vocación, para que uno vea pasar los santos, para que uno vea pasar la fuerza del Espíritu, para que uno vea pasar la palabra de los profetas y pueda sentirse dichoso, como dijo el Evangelio, dichoso por lo que ve. Un día un padre hacía una meditación tan bonita sobre ese evangelio que hemos escuchado hoy, eso de dichosos vuestros ojos que ven. Y decía algo como esto: Fíjese usted que el rey David nunca fue a misa. Fíjese usted que el profeta Jeremías nunca se pudo confesar. Fíjese usted que ni Rut, ni Esther, ni Judit pudieron postrarse en adoración al Santísimo Sacramento. Fíjese usted que el profeta Daniel no tenía una imagen tan bella del amor de Dios como tenemos nosotros en el rostro de María. Fíjese usted que el profeta Ezequiel jamás pudo invocar la sangre de Jesucristo y saber que esa sangre había brotado por su perdón. A mí me avergüenza tanto eso. Esos hombres y muchos otros. Hablemos de un Moisés o de tantos otros. Esos hombres, dice la carta a los Hebreos, eran tales que la tierra no era digna de ellos, y ellos no tuvieron un Cristo a quien invocar con la certeza de que ya había muerto por ellos. Todo estaba como en la bruma, como en la esperanza, como en el futuro. Y yo digo: Y nosotros que tenemos a este Jesús, que podemos recordar el testamento de su amor, mirándole en los crucifijos. Nosotros, que tenemos su divina palabra, sus enseñanzas, el testimonio de los mártires, los libros de grandes doctores y maestros y teólogos, nosotros, que tenemos los sacramentos, que continuamente oramos aquí al pie del altar, que nos está enseñando cuál es el camino de nuestra propia salvación. Nosotros somos dichosos, somos dichosos porque tenemos todas esas cosas. Pero ¡qué responsabilidad tan grande! También la nuestra. ¡Qué responsabilidad tan grande! ¡Qué grande haber oído de Dios! ¡Qué grande saber que se ha manifestado completamente en Jesús! No es cierto que cuando uno piensa en estas cosas, uno dice como esa estrofilla que se repetía mucho hace algunos años: Loco debo ser, pues no soy santo; loco debo ser, pues no soy santo. ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando conmigo? ¿Por qué se me van los días, las semanas? Otra vez Adviento. Ya se aproxima la Navidad. Otro año más. ¿Qué está pasando conmigo? ¿Qué es de mi vida? ¿Qué pasa conmigo? Y entonces, entre los regaños y los consuelos, entre los aguijones y las caricias que nos da el Espíritu Santo con estas palabras, pues uno se va despertando porque nosotros somos como los niños chiquitos a los que las mamás los despiertan primero con cariño: Juanito. Juanito. Pero como Juanito no reacciona: Juan Pérez, se le hizo tarde, levántese. Y entonces ya el niño ahí como que reacciona. ¡Qué vergüenza que seamos así con Dios! Pero bueno. Entre aguijones y caricias, entre regaños y consuelos. Que Dios nos encuentre despiertos, que vuelva a despertarse y amanecer en nosotros el anhelo de lo grande, de lo santo y de lo bello. Porque nosotros no somos gallinas indigestas. Nosotros no fuimos creados para eso. Nosotros fuimos creados para las cumbres en donde Dios habita, en donde cantan los ángeles, en donde moran los santos.

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