Esta es tu casa!

Homilía de Fr. Nelson Medina, O.P.

Juan fue fiel a su misión, a su vocación y a su Cristo.

Homilía aa03002a, predicada en 19981213, con 23 min. y 25 seg.

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Transcripción:

¡Muy amados hermanos!

Hay una palabra que se repite en las lecturas que hoy hemos proclamado, la palabra ?desierto?. El profeta Isaías empieza diciéndonos, "se alegrará el desierto"; y cuenta una cantidad de milagros que van a pasar. A la vista de este profeta maravilloso, el desierto empieza a florecer y se llega a convertir en un jardín exuberante que con sus flores alegra, y con sus frutos alimenta, un desierto que florece. Y en el Evangelio se nos ha presentado también ese desierto como el lugar de predicación de Juan, el lugar del anuncio de la conversión, el lugar en el que se cumple la profecía.

Jesús dice que Juan Bautista es más que un profeta, y tiene desde luego, razón. Porque en Juan el Bautista no solo hubo profecía, sino cumplimiento de la profecía. A nosotros nos parece imposible que en un desierto pueda nacer una flor. Así también era imposible que en la incredulidad de Israel pudiera surgir Juan el Bautista. Él fue como una flor imposible en medio del desierto, Juan el Bautista fue como un milagro que Dios hizo ante la vista del pueblo.

Juan el Bautista llevaba una vida inverosímil. Desde que yo era niño, me ha llamado la atención la vida de Juan Bautista, porque ahí se cuenta que Juan Bautista se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre; -y yo me acuerdo, que yo de niño pensaba-, pero ¿Qué se le puede comer a un saltamontes? ¡Que asco! de saltamontes y de miel silvestre. Llevaba como vestido una piel de camello amarrada a la cintura. Ese vestido de Juan y esa comida de Juan son imposibles. Pero están indicando también que Juan nada le pidió y nada le recibió a la ciudad. No se vistió como se visten en la ciudad, él se vistió con una piel de camello; no le pidió a la ciudad que le diera telas, ni que le diera modas, ni que le diera dinero; tomó una piel de camello y no le pidió a la ciudad que le diera alimentos preparados, sino que él buscó en los riscos, buscó en las grietas de las peñas, dependiendo solo de Dios. Buscó algo para masticar, algo que pudiera alimentarle. Y así de las abejas recibió miel; algo encontró que comerle a esos saltamontes de los desiertos de Judea; agua del manantial, una piel de camello. ¿Qué quiere decir esta vida tan extraña de Juan? Quiere decir que Juan no recibió nada, escogió no recibir nada de la ciudad, nada del pueblo, nada de la gente.

Y solo quiso recibir y solo quiso depender de Dios. Y se fue al desierto a depender solamente de Dios. A no depender de nadie. ¡Admirable vida!, increíble vida, inaudita vida. Y esta vida de Juan se convirtió así como en la flor que nace en el desierto; las flores que nacen en nuestros jardines podemos decir que se deben a nuestros esfuerzos y por la calidad de las flores; se elogia al jardinero. Pero la flor que nace en el desierto la hizo salir Dios, la hizo crecer, Dios, la alimentó, Dios, la vistió de belleza, Dios, y en cierto sentido sólo Dios la mira.

Así. Juan quiso ser no solo un profeta, sino el cumplimiento de una profecía, y dejó a su padre, y dejó a su madre, y se fue como un loco, se fue al desierto a no deberle nada a nadie, a depender solamente de Dios, a alimentarse de Dios, a beber de Dios, a comer de Dios. -Una vida extrañísima-, una vida rarísima, un desierto que florece, un imposible realizado. Este es Juan el Bautista.

Podemos suponer que una persona que abandonó tan completamente todas las cosas por buscar solamente a Dios, Dios le comunicó sus secretos. Precisamente una de las señales del amor es arriesgar cosas por el amado, arriesgar cosas, arriesgar, qué sé yo, la tranquilidad, la paz, el dinero; en cierto sentido, amar supone siempre apostar. Y esto lo saben bien especialmente quienes han celebrado matrimonio. Por más que se conozcan, el matrimonio supone siempre como una especie de salto en el vacío, como una especie de apuesta. Amar hasta llegar a casarse es amar hasta el grado de mirar a los ojos a la otra persona y decirle estoy dispuesto, estoy dispuesta a apostar por ti, voy a apostar por ti, voy a correr el riesgo por ti, voy a jugar mi futuro por ti. Amar significa apostar.

Pues bien, Juan Bautista apostó y no apostó poco, lo apostó todo por Dios; porque fue tal su radicalidad, diríamos, una radicalidad demencial que, repito, no quiso recibirle a su gente, a su raza, a su pueblo y a su ciudad; no quiso recibirle nada, ni el vestido, ni la comida, como quien dice: -No les debo nada, todo se lo debo a Dios- Dios tuvo que haberle comunicado muchos secretos a esta alma enamorada, a esta alma incandescente de Juan Bautista. Juan Bautista lo abandonó todo, Juan Bautista lo apostó todo por Dios.

Y en las soledades heladas de ese desierto, sin poder arroparse con su piel de camello, solo como un loco en medio de ese peladero, en medio del frío y de la noche. Juan no tiene otra hoguera, no tiene otro fuego que la oración de su corazón. Tiene el reto increíble de calentar su cuerpo y de darle sentido a su vida solo con una lámpara que arde en su corazón, la esperanza, la esperanza en Dios, la confianza en Dios.

Y Juan, empieza a orar, y pasa noches en oración y suplica a Dios; por ese Dios al que ha amado tanto que, lo ha perdido todo por Él, por ese Dios por el que ha apostado todas las cosas hasta no formar un hogar, hasta no constituir ningún trabajo, ninguna empresa; no tiene más trabajo, ni más empresa, ni más hogar que Dios y la Palabra de Dios. Y este Juan, allá en el desierto, ora...

Y un día, Dios rompió también su desierto. Porque es que Dios estaba como en desierto, Dios estaba callado y ese desierto del silencio de Dios es tan duro para el corazón humano, Dios estaba callado, Dios llevaba siglos callado. Los libros de los Macabeos nos dicen que la profecía se había acabado en Israel, y el libro de Daniel nos cuenta esa oración tan triste de Azarías: "Ya no vemos nuestros signos, ni hay profeta" -La profecía se había acabado-. Dios estaba en desierto. Dios se quedaba en silencio y Juan quería que Dios le hablara. Dios no podía seguir callado. Juan en cierto sentido, si me permiten esta expresión, Juan quiso obligar a Dios a que hablara, y por eso, temblando de frío en su piel de camello, de noche a oscuras, con frío, en ese desierto, en ese despoblado, no tiene otra lámpara que su fé y su oración. Y ahí le está rogando a Dios. "Habla, habla, dime, habla" La súplica de Juan fue escuchada? Juan recibió una respuesta de Dios, Dios le respondió: -Sí, viene el Mesías, viene la salvación, se acerca la salvación- Y le dio una señal.

Podemos pensar que fue la vez, en que Dios le habló más claramente, le dijo -Vé y predica, diles que laven sus pecados, que está pronta la redención, que está a las puertas la salvación- Y entonces Juan se fue a la orilla del Jordán. Y ya que parecía un loco, pues empezó a hablar como un loco, a vociferar y a gritar y a decirle a la gente "Arrepentíos, Dios va a venir. Me ha hablado, le he escuchado en la noche, en el silencio y en el frío, me ha hablado, se ha apiadado de mí y me regaló una palabra, Él va a Reinar, se acerca y va a Reinar"

Estas palabras y estos mensajes suelen producir incredulidad. Pero Juan tenía tanta sinceridad en la mirada, tenía tanta verdad en sus palabras, tenía tanta honradez en su corazón... Es que se le veía que no tenía otro amor que el amor de Dios y la gente empezó a creerle. Día tras día, Juan seguía predicando. "-Dejen el pecado, abandonen sus pecados, aprendan la justicia-".

Se fue a predicar al Jordán, porque junto al Jordán el pueblo había hecho alianza siglos atrás. Y ya que había roto la alianza junto al Jordán, en ese Jordán, quería Juan que el pueblo se humillara y acogiera de nuevo a Dios.

Y por las noches, después de sus predicaciones, Juan se iba de nuevo a su desierto. Siguió sin recibirle ropa a nadie, siguió sin recibirle dinero ni alimento a nadie; no probó una gota de vino, solo bebía el agua del torrente, sólo comía lo que Dios le diera entre las peñas del desierto, porque él quería que su palabra fuera solamente la Palabra de Dios.

Yo creo que no he conocido otra persona tan obsesionada con la Palabra de Dios como Juan el Bautista. Realmente él quería que su palabra, que cada palabra suya fuera una Palabra de Dios. En otra noche o en otro día, Juan estaba orando y le decía a Dios -Estoy predicando el arrepentimiento, estoy predicando el perdón-. Yo sé que ya viene la salvación; ¿Pero cómo sabré cuándo llegue?; cuándo llegue, ¿cómo voy a saber? Y entonces Dios le habló por lo menos por segunda vez, Dios le habló a Juan el Bautista y le dio esta señal, que hizo llorar de gozo al Bautista. "Tú estás bautizando con agua. Te voy a acercar al Mesías, el Salvador va a venir, va a estar cerca de ti, te lo voy a acercar, Él no va a bautizar con agua como tú, Él va a bautizar con Espíritu Santo." -Él tiene no solo la fuerza de hacer que la gente reconozca el pecado, sino que puede transformar al pecador con el Espíritu Santo-. En síntesis, Dios le dijo: -Cuando veas que el Espíritu Santo baja sobre uno de los que se va a bautizar, sabrás que ese es el que bautiza con Espíritu Santo y con fuego-.

Juan se llenó de gozo por esta esperanza y volvió a su río a seguir gritando, a acabar la voz en gritos de conversión, a decirle a todos, que dejaran el pecado que estaba cerca la salvación. Y ya eran multitudes venidas de todas partes las que acudían a ver a este extraño profeta, a este hombre que no le recibió nada a nadie porque quería depender solamente de Dios.

Un día, un día, llegó Jesús, el de Nazaret, entre esas multitudes que venían a reconocer -Somos un pueblo de pecadores- Entre esa multitud aparece Jesús y Juan, que había afinado su oído, que tenía una capacidad de discernimiento, como solo la tienen los santos ermitaños, los que saben oír, oír, oír en medio de la noche el susurro de Dios. Juan, que tenía la mirada escrutadora del que sabe descubrir en medio de la noche el lucerito que anuncia a Dios.

Juan, que tenía la mirada y el oído preparados, supo que ese que venía ahí, ese era el santo. Ese era, esa era la razón de todas sus esperanzas. Esa era la razón de todas sus luchas. Esa era la razón de todos sus desvelos. Juan supo que ese era el Mesías y se acercó Jesús a él; Juan le dijo que: -no se sentía capaz de bautizarle- porque entendió que ese era el que traía el don del Espíritu. -Eres tú el que tiene que bautizarme a mí-, como diciéndole -Yo sé denunciar los pecados, pero no tengo poder de perdonarlos, yo sé declarar los males, háblanos tú de los bienes-. Yo sé dónde están las heridas, pero ¿Quién sabe de la medicina? y sin embargo, Jesús le dice: "Cumplamos lo que está dispuesto, cumplamos toda justicia., llevemos a plenitud la justicia-." Estas extrañas palabras de Jesucristo, parecen significar que Jesús se hace solidario con toda esa masa arrepentida de pecadores. Y entonces Juan derrama el agua sobre Jesucristo.

Jesús en ese momento es el embajador de toda la humanidad arrepentida, Jesús se humilla en las aguas del Jordán, no por sus pecados, que no los tiene, sino por los pecados de su pueblo. Y Juan tuvo ese día la experiencia maravillosa, la más grande tal vez de su vida... Una paloma que no se sabe de dónde vino, apareció en los cielos y este animalito, esquivo por naturaleza, fue descendiendo hasta posarse en Jesucristo, señal inequívoca del Espíritu Santo. Juan entendió que tenían sentido, que tenían razón de ser sus renuncias, su penitencia brutal, su soledad terrible, sus noches heladas, su silencio, su nada; se había encontrado llena, por el amor de su alma, la salvación de Dios en Jesucristo.

Cuando luego Jesús empezó a bautizar en otra parte, los discípulos de Juan le dijeron -Hey aquél que tú bautizaste ahora está bautizando-, Juan sonrió y les dijo: -Miren, Él tiene que crecer y yo tengo que disminuir.-

Luego Juan fue apresado, apresado por decirle la verdad al rey Herodes, que estaba viviendo en adulterio. A la gente no le gusta que le denuncien sus adulterios. Juan fue metido a la mazmorra y en este momento sucede el evangelio que hemos escuchado hoy. Oyó hablar de las obras de Jesús y no sabemos si fue que a Juan le entró duda, si en esa mazmorra más fría que el desierto, injusta lo que, no era el desierto, llena de odio, lo que no tenía el desierto; no sabemos si en esa mazmorra peor que el desierto, Juan llegó a dudar y necesitaba encontrar una respuesta última.

Pero hay otros intérpretes de la Biblia que tienen otra explicación que a mí me parece más bella. No es que Juan hubiera dudado, sino que los discípulos de Juan le tenían una admiración tan grande que seguían pegados a él, a pesar de que él ya no podía predicar, a pesar de que ya nada podía ofrecer, a pesar de que ya no podía bautizar y estaba allá en esa mazmorra. Los discípulos seguían adheridos a él y Juan, que se había desprendido de las ropas de esta tierra y se había vestido de camello? Juan, que había dejado los alimentos de esta tierra para alimentarse solamente de lo que Dios le diera, Juan, que nada recibió de esta tierra, no quería irse a la tumba con un vestido de discípulos; -me atrevo yo a decir-, como se dice, de Cristo, -amándolos hasta el extremo, los mandó a que fueran donde Jesús, los mandó, porque amaba a sus discípulos y los mandó porque amaba a Jesús-.

Los mandó para que estos que habían sido discípulos de Juan, ya no fueran más discípulos suyos, sino que fueran discípulos de Jesucristo. Y este es el cuadro maravilloso con el que se encontraron los discípulos... Llegaron donde Jesús y vieron que los ciegos recobraban la vista, que los sordos oían, que los mudos cantaban, que toda profecía se cumplía, que los pobres se llenaban de gozo por la predicación de la Buena Noticia.

En este día yo creo que Juan mandó preguntar esto. Mandó preguntar esto porque quería entregar lo último y lo único que la vida le había dado, él no tenía ni ropa, ni alimento, ni casa, ni trabajo, ni esposa, ni hijos, nada tenía; lo único que tenía era un puñado de discípulos, pues amó tanto a Cristo, que le entregó hasta su último puñado de discípulos. Amor incalculable, amor desgarrador, amor gigantesco de Juan, que regaló hasta lo último, hasta sus discípulos, hasta su última compañía, y se quedó solo.

Se quedó solo en esa cárcel. Se quedó solo en esa mazmorra, allí donde no llegaba ni la luz del sol que él había conocido en los desiertos. Un día, Juan fue juzgado, juzgado, sin jurado, juzgado sin juicio y juzgado sin juez, y fue declarado culpable; y llegó el verdugo a decapitarle. Ya lo había entregado todo. Había dado hasta sus discípulos. Ahora solo le quedaba su propia vida. El verdugo se acercó a él y de un tajo certero le quitó la cabeza; así Juan entregó lo último que le había quedado, la vida. Esa vida que él entregó como un testimonio y como un adelanto de ese otro inmenso, de ese verdadero inmenso, el Mesías que venía tras de Juan. Juan ofreció su vida. Juan derramó su sangre, y esa vida ofrecida de Juan fue su final en esta tierra.

Pero estoy yo, cierto, estoy convencido, como todos ustedes, hermanos, cuando ese corazón dejó de palpitar en las tinieblas de esta tierra, empezó a resonar en las alturas del cielo. Juan es el gran maestro en este tiempo de espera, que se llama el Adviento.

Me he detenido y he querido dibujar ante ustedes lo mejor que he podido la figura de Juan el Bautista, porque él es el maestro de lo que significa esperar a Jesús. Prendarse de Jesús. Amar a Jesús. Dar todo por Jesús.

Que la intercesión poderosa de Juan el Bautista nos acompañe en esta tarde, que incendie nuestros corazones en anhelos y en hambre de Dios, que nosotros como él, sepamos frenar al mundo y decirle ¡Nó!, -tú no, tú no vas a tener poder sobre mí, porque mi Señor es Jesucristo-, hasta el último latido de su corazón Juan fue fiel a su misión, a su vocación y a su Cristo.

Que este mismo Espíritu venga sobre el pueblo cristiano. Que nosotros sepamos reconocer a nuestro Señor. Que nosotros recibamos de Él los tesoros de la gracia y que Dios pueda acogernos y abrazarnos, como abrazó a Juan después de que rindió su jornada.

Bendito Dios que nos regala estos santos, Bendito Adviento que nos llena de esperanza, Bendito amor que nos hace aguardar la llegada de nuestro Salvador. El Santísimo Señor Jesucristo. Amén.

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