Testimonio de vida por la oración

Quiero por este medio, dar un testimonio de vida por la oración.

Resulta que hace año y medio cumplí diez años en la empresa donde trabajaba y me sacaron. De allí salí con una hernia discal y varias vértebras atrofiadas, la cadera descuadrada e igualmente la pelvis.

Se pensaba que era tan sólo cosa de nervios. En fin, me vieron muy buenos médicos y llegaron a la conclusión de que el remedio era la operación, porque las terapias tan sólo me iban a enseñar a convivir con el problema.

Cuando el neurocirujano me explicó, le contesté, que yo tenía el mejor de los médicos. Él replicó -¿cuál?- Y yo le dije: -Dios, yo sé que Él puede curarme y que no tengo necesidad de operación-.

Empecé a levantarme a las cinco de la mañana a rezar el rosario y con la Biblia abierta en los salmos, colocaba la mano y con cada decena del rosario, leía un salmo, con la seguridad de obtener la sanación.

Una noche me acosté reclamándole a Dios por qué no me había concedido un esposo, ya que he rechazado todo hombre que sea casado. Le dije: -Creo Señor, que tú no quieres eso para mi ¿verdad?-

Pues bien, en sueños, Él puso el mundo a mis pies y me mostraba como lo destruía con llamas de fuego. ¡Era impresionante! Me decía: -Mira, por el adulterio… mira, por las hechicerías…- era tan impresionante, que yo le pregunté si era yo o mi familia y que debía hacer. Él seguía destruyendo y me dijo: -Ora y repara-. Como yo no entendía en ese momento, le dije: -Señor, haz tu voluntad-. Me arrodillé con la frente en el suelo y la mano de Dios con la que estaba quemando al mundo, esa misma mano pasó por mi columna y me oprimió en la cadera. Me desperté sudando. Lloraba del susto, pero no entendía. Le rogué que me dejara dormir y que al otro día yo buscaría la explicación.

Así que me levanté y fui a la eucaristía y hablé con el sacerdote, quien me explicó que el Señor quería que yo orara por todos los que comenten adulterio y acuden a la hechicería.

Después de esa noche tenía terapia y además cita con el neurocirujano. Ellos, después de revisarme, no podían entender dónde estaba la gran hernia que antes habían descubierto. Como no se convencían, me enviaron a medicina nuclear y después de otras tantas radiografías, el médico exclamó: -Definitivamente aquí hubo una mano milagrosa-. Sí -le contesté yo- la mano de Dios. El médico me dijo: -Le creo, porque no era posible que se desapareciera con tan sólo unas terapias-.

Esto, hermanos en la fe, muestra que la fe mueve montañas. En este momento, le pido a Dios me conceda una fe semejante, para esperar me dispense un buen trabajo y un buen esposo.

Mil gracias por sus oraciones y que Jesús y Maria los sigan bendiciendo.

-Elsa Maria-

Jesús es el médico del cuerpo y del alma… míralo en Lucas 5, 17-26

Un viaje a La Mancha

El domingo de Resurrección de 1991 hice un viaje desde Pamplona a La Mancha para visitar a mis padres. Aprovechaba un par de días entre el fin de la Semana Santa, siempre ocupada para un sacerdote, y la vuelta a las clases de ética y moral que impartía a los alumnos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra. Yo vivía entonces en uno de los alojamientos universitarios del Colegio Mayor Belagua, conocido como “Torre I”. Es uno de los dos edificios gemelos que se levantan junto al edificio Central de la Universidad.

Salí de casa después de comer y pasé a recoger a Pedro Rodríguez, decano de la Facultad de Teología, que viajaba a Madrid por otros motivos. Habíamos quedado en salir pronto: la carretera posiblemente estaría complicada por el regreso multitudinario a Madrid después de las vacaciones de Semana Santa. El coche en el que íbamos era un Clio granate recién estrenado que le había regalado su padre a Pipo, secretario de Torre I. Iba muy bien.

En Medinaceli paramos con intención de tomar algo: el bar estaba bastante concurrido y coincidimos con varios alumnos de la Facultad de Teología, que también estaban de viaje. Saludaron alegremente a don Pedro, su decano. En diez minutos o poco más merendamos y continuamos el trayecto.

A medida que nos aproximábamos a Madrid el tráfico fue haciéndose cada vez más lento por la excesiva circulación. Más que escuchar música o la radio charlábamos –yo con interés por aprender de un sacerdote docto y experto– de nuestras ocupaciones respectivas: él como decano y yo como capellán de la Escuela de Arquitectura y de un Colegio Mayor femenino. Recordamos viejos tiempos, cuando coincidimos en el mismo centro del Opus Dei y me introdujo en la afición que, desde entonces, compartimos: las setas. Me considero discípulo aventajado de Pedro Rodríguez, aunque sólo sea en esta materia.

Llegamos a Madrid ya de noche y dejé a Pedro junto a la casa de su madre. Seguí para Ciudad Real y fui directamente a la granja donde vivían mis padres, muy cerca de la capital. Pedro les llamaría desde Madrid para que no se preocuparan por la hora. Me gustaba la granja casi tanto como a mi padre. Allí nacimos los tres primeros hermanos, cuando casi sólo había unos gallineros y estaban sin plantar los miles de almendros que hay en la actualidad. Luego han ido construyendo alrededor y hoy ya no tendría sentido decir, como antes, que “vamos al campo”, cuando vamos a la granja.

Pasé casi todo el día siguiente con ellos. Traté de aprovechar intensamente aquellas pocas horas haciéndoles compañía. Ya estaban acostumbrados a estas visitas relámpago desde mi época de estudiante de medicina en Madrid. Siendo el mayor de los hijos, fui el primero en irme de casa. Con el paso de los años todos habíamos crecido –yo tenía entonces treinta y ocho años–, vivíamos en diversas ciudades y mis padres seguían en la casa de siempre, que era para una familia numerosa. Ahora íbamos pasando periódicamente por la granja los ocho hermanos; solos o acompañados de hijos y cónyuge, según los casos. Charlé con mis padres sobre todo de nosotros, de la familia: ya no se complicaba mi padre con proyectos agrícolas o ganaderos, que hubieran dado mucha materia de conversación en otro tiempo.

A última hora me despedí hasta la próxima ocasión y me marché al centro de la Obra de Ciudad Real para dormir. Sin embargo, acariciaba la idea de darles una sorpresa a la mañana siguiente antes de emprender la vuelta.

Pudo ser, porque quedé con mi hermano Jose –me interesaba verlo– para comer a la entrada de Madrid. Así que volví a la granja por la mañana, después de la Misa. Aquella fue la última Misa que celebré solo.

Tras la comida con mi hermano emprendí el viaje de regreso a Pamplona. Eludiendo Madrid, seguí hacia el norte. En Medinaceli recordé la breve parada de dos días antes. Y, salvo alguna vaguísima imagen de obras en la calzada, sin ninguna relación con el accidente, no recuerdo nada más del viaje. Mis recuerdos saltan de un punto indeterminado de la carretera a una cama en la Clínica Universitaria.

Según me contaron después, me salí de la carretera a unos cincuenta kilómetros de Pamplona, seguramente a causa del sueño. El automóvil atravesó la valla de la autopista y arrolló tres pequeños árboles.

Despertar en la Unidad

Las primeras semanas después del accidente me encontraba como inmerso en una especie de nebulosa mental a consecuencia del traumatismo. Aunque podía razonar, reconocer rostros y responder a las preguntas que me hacían, me faltaba agilidad para relacionar lo que iba sucediendo. Además, durante aquellos primeros días de hospitalización, todo era novedad.

Por el alto nivel de mi lesión tenía afectada la respiración. Esto complicaba mucho las cosas. En la operación tuvieron que hacerme una traqueotomía y casi no podía hablar. En los primeros momentos no tenía garantizada una respiración suficiente y necesitaba un respirador conectado al traqueostoma, el orificio de la traqueotomía que tenía en el cuello. La apertura del traqueostoma se matenía por una cánula metálica introducida en el cuello que cambiaban a diario. Por ese orificio aspiraban secreciones cuando era necesario. Lo más importante era asegurar la respiración. Todo lo demás resultaba secundario, podía esperar, pero de la respiración dependía continuamente mi vida. Disponían de todos los medios, pero les faltaba la experiencia propia de centros especializados, como el Hospital de Parapléjicos de Toledo, por ejemplo. Según me contaron después, se plantearon la posibilidad de llevarme a ese centro.

Me resultaba muy difícil aclararme de lo que sucedía a mi alrededor, de lo que entre unos y otros se traían entre manos conmigo. Desde la cama veía que de cuando en cuando se acercaban, comentaban algo, manipulaban los tubos sin dar mayores explicaciones. Y así iban pasando los días, afortunadamente, porque enseguida comprendí que no estaba garantizada mi supervivencia y, mientras pasaran los días, era señal de que se estabilizaba la situación. Por esto, prescindir de algo como el respirador, por ejemplo, era un acontecimiento casi festivo. Cuando, a ratos, me desconectaban el aparato tenía la impresión de lograr una victoria y protestaba, en cambio –al menos por dentro–, si me parecía que ya era hora de apagarlo y no lo hacían.

Pero mientras desaparecían unas cosas, aparecían otras. Enseguida empezaron a visitarme los médicos, que intentaban determinar el grado de afectación medular. Me decían:

–Trate de mover el brazo con todas sus fuerzas.

Yo no movía nada, pero me animaban:

–Muy bien.

Luego me pasaban cualquier objeto por la piel o me presionaban a diversos niveles.

–¿Dónde le toco ahora?… ¿Y ahora?

Vinieron varias veces. Se ve que no era fácil determinar con exactitud en los primeros momentos el nivel funcional de la lesión. Quizá mantenían la esperanza de que pudiera recuperar algo más de movilidad, aunque fuera poco.

Ignacio Alberola, internista, y la doctora Purificación de Castro eran quienes me seguían más de cerca. Ignacio, como director médico de la Clínica, había hablado con mis padres cuando llegaron, mostrándoles con franqueza lo delicado de mi situación.

–Las próximas horas de su hijo son críticas –les dijo.

Mis padres me acompañaron con todo su cariño durante un mes aproximadamente. Hubieran estado más tiempo, pero les insistí en que se volvieran a Ciudad Real. Ellos eran de la Obra antes que yo: rezaban mucho por mí y estaba seguro de su paz interior, aunque sufrieran muchísimo al conocer la realidad de mi estado.

Una de las primeras cosas que le pregunté a la doctora fue cuál era el nivel de mi lesión. Saber que tenía una lesión C-4 o C-5 no me servía de mucho, salvo para satisfacer mi curiosidad. Además de sacerdote, soy médico, pero mis conocimientos de neurología no son muy fuertes y no me hacía cargo de las consecuencias de esta lesión por el simple dato técnico. Ya sabía, además, que a duras penas movía la cabeza y poco más. A duras penas porque estaba bastante inmovilizado con un complejo sistema metálico que pretendía mantener en su sitio los fragmentos de las vértebras fracturadas.

Algunas veces las visitas me resultaban incómodas, porque debía esforzarme en hablar, recordar o atender y me cansaba pronto. Era casi peor cuando no pasaban junto a la cama y se quedaban fuera de la UCI –por no molestar– mirando por una ventana, tratando de hablarme desde un teléfono. No conseguía oír nada y me resultaba incomodísimo mirar hacia la ventana por el sistema que me bloqueaba el cuello.

Sabía que los médicos estaban al tanto de cada uno de mis avances y de cómo iba respondiendo en los sucesivos intentos por conseguir que mi atención clínica fuera más sencilla. Pero yo entonces los veía distantes, menos familiares. Al menos, más distantes de lo que estaba Conchita. Era, por ejemplo, mi aliada en el empeño por abandonar la UCI, frente a una supuesta resistencia prudente de los doctores. Y me hablaba de la tercera planta de la Clínica como del verdadero trampolín hacia la normalidad.

Rehabilitación

Fue seguramente en alguna de las primeras sesiones con Francisco o quizás con Milagros cuando noté que llevaba en la muñeca un escapulario: alguien lo había colocado ahí, quizá cuando me operaron, sustituyendo a la medalla–escapulario que siempre he llevado y que resultaba improcedente en esos momentos por la traqueotomía.

En estas estábamos: yo me quejaba a Conchita porque me sentía incomprendido. Hasta que un día me dijo que ella misma me iba a quitar la sonda. No me lo creía. Nunca se había ocupado personalmente de lo que correspondía a las enfermeras de planta. Pero fue tirando poco a poco del tubo, hasta que salió todo por mi nariz. No se trata de que glose ahora la impresión de libertad que sentí, pero no es difícil imaginarse que cuando no se puede hacer casi nada, la más pequeña atadura resulta esclavizante. Por un momento pensé que había tomado la iniciativa por su cuenta al margen del médico y me hizo gracia lo que eso podía tener de pilla rebeldía por complacerme. Pero enseguida comprendí que estaba en un ambiente profesionalmente serio y que no se hacían las cosas ni por capricho ni sólo por agradar.

Según se consolidaba favorablemente mi estado clínico, las visitas de Conchita se hicieron más esporádicas. Venía sólo a saludar, pues ya había aprendido yo a manejarme en aquel ambiente. Habían desaparecido las tensiones e inseguridades de los primeros momentos y, además, contaba con la presencia diaria de la doctora de Castro a su regreso de América. Aquellas últimas visitas no tenían nada que ver con las de la UCI. Fueron una manifestación de que el trato entre personas que se aprecian no es algo interesante sólo si es útil. Pasó el tiempo –pocos meses– y Conchita dejó Pamplona para trabajar en una clínica que se estaba poniendo en funcionamiento en Italia: allí trasplantará lo que hizo aquí conmigo.

El ser cada vez más consciente de mi situación se plasmaba también en que me veía sobreviviendo, pero con una vida tan frágil que se podía romper en cualquier momento, a pesar de las muchas y continuas precauciones. Sin planteármelo expresamente, en el fondo pensaba que podía morirme con cualquier complicación. Incluso que hablar de salir de la Clínica era un deseo bueno, sí; pero, como se dice a veces, sólo real en teoría. Los obstáculos entre la 340 y la calle eran tantos, que volver al mundo ni se me pasaba por la cabeza. Quiero decir, que no lo pensaba. Lo deseaba muchísimo, pero comprendía que no valía la pena contar los innumerables pasos que me separaban de la calle.

Mi verdadera esperanza apuntaba y apunta a la Eternidad, por supuesto; pero también a lo que se traían entre manos médicos y enfermeras. De modo que me iba limitando a salir del paso de los distintos contratiempos que surgían y a procurar alcanzar los objetivos que me planteaban. En la práctica, una vez asegurado lo importante –la orientación de mi vida hacia el destino eterno en Dios–, lo cotidiano le quitaba dramatismo a los profundos planteamientos existenciales. La tercera estaba, además, llena de sorpresas y objetivos por alcanzar.

En la UCI no me tenía que preocupar de beber. La hidratación estaba asegurada con la sonda nasogástrica, pero ya no la tenía y la bebida era más necesaria si cabe que la comida sólida. Me costaba muchísimo beber y era muy necesario para evitar las infecciones de orina.

Los cambios posturales para evitar erosiones en la piel fueron otro inconveniente, otra molestia que tuve que asumir en la tercera. Hasta entonces parece que me había dado igual cómo me pusieran, ahora en cambio me sentía bastante mejor boca arriba. Intentaba estar casi siempre así. En el fondo pensaba que lo de los cambios posturales, que tanto había oído, no era tan importante y que bastantes incomodidades tenía ya como para incorporar otra. El tiempo me demostró que estaba muy equivocado.

Además de con los ratos de oración y la comunión que, como en la UCI me traían todos los días, continuaba con las demás prácticas de piedad que acostumbro a hacer, como el rezo del Santo Rosario, la lectura meditada de un pasaje de la Escritura o de algún otro libro… Tenía claro que rezar es siempre lo más importante. Concretamente, para mí, esas normas de piedad que me garantizan cada día el trato personal con el Señor. Varias veces hubo Misa en la habitación.

Ya le había pedido a Mons. Alvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei, poder concelebrar en mis peculiares condiciones. Y, a medida que me iba encontrando más seguro sentado, esperaba con impaciencia el momento de poder consagrar otra vez. Se me hacía raro un día sin Misa. Y no me acostumbré en los dos meses que me faltó. La espera fue breve, pero aquellas pocas Misas en la tercera fueron inapreciables cuando no convenía aún que me desplazara en la silla hasta el oratorio de la Clínica.

Aparte del sistema con el que me alimentaba a través de la nariz –el que me quitó Conchita–, me traje también de la UCI una férula en el cuello que seguía inmovilizándome tras la operación. Había que esperar a que se unieran de nuevo los fragmentos de las vértebras rotas. Entonces me quitarían aquel aparato.

Llevé el collarín poco tiempo, pues los huesos fueron consolidándose bien y pude prescindir muy pronto de la sujeción. Fue como si me hubieran soltado las cadenas después de dos meses. Yo mismo me admiraba de sentirme tan bien sólo por tener el cuello libre. Estuve disfrutando un buen rato, gozando con la experiencia de mover otra vez la cabeza; eso sí, poquito y despacio al principio. Era el primer logro visible de normalización y ya soñaba con otros que, seguramente, acabarían dándome la agilidad que necesitaba para ejercitar mi sacerdocio como antes.

Seguía muy en contacto con mis padres, que estaban al tanto de mi evolución favorable desde Ciudad Real. Tras la tranquilidad de verme animado y progresando, comprendieron que les aguardaba una temporada de viajes periódicos a Pamplona, aunque fueran breves. Era preferible esto a permanecer mucho tiempo conmigo: a su edad los veía incómodos fuera de casa. En estos viajes frecuentes casi siempre venían con alguno de mis hermanos. Además, se marchaban tranquilos, pues me veían muy bien acompañado en todo momento por otros de la Obra.

Al poco de dejar la UCI me sorprendió con una pregunta, no formulada explícitamente, en una de aquellas frecuentes conversaciones que mantenía con ella y que eran parte fundamentalísima del tratamiento. La doctora quería asegurarse de que yo estaba interesado de verdad en seguir adelante, y que a la vez era consciente de la gran dificultad que me iba a suponer el intento de recuperar al máximo mi actividad como persona y como sacerdote.

Mi reacción fue de sorpresa. Aunque no me había preguntado nunca a mí mismo si estaba dispuesto a lo que fuera por continuar en la misma trayectoria que mantenía antes del accidente, no tenía ninguna duda al respecto. No se me había ocurrido pensar en la posibilidad de cambiar de actitud, en cuanto al sentido de mi vida, por no poder moverme. Me parecía que teniendo la cabeza bien y deseándolo, podía seguir siendo en lo fundamental el mismo de antes, si ponía de mi parte lo que pudiera en cada momento. Estaba totalmente convencido de que las cosas no habían cambiado tanto como para no seguir intentando ser –como debía– el mejor hombre posible.

También antes, para ser buena persona –en mi caso, un buen sacerdote– debía poner de mi parte lo que buenamente pudiera en cada momento: intentarlo de verdad, y no en el sentido flojo de esta expresión. En bastantes ratos de silencio durante el día y, sobre todo, de noche, había tenido tiempo suficiente para pensar en mi vida: en la que ya había vivido y en la que podría vivir a partir de las nuevas circunstancias, de las que iba haciéndome cargo cada vez más en esos días.

Reconocía que, antes, me esforzaba con frecuencia en mis quehaceres, pero sólo hasta cierto punto. No me daba igual, desde luego: me acusaba la conciencia y me arrepentía –concretamente en la confesión– de no haber puesto todo de mi parte en esto o en lo otro. Pero, incluso si mis propósitos de mejora no eran eficaces y reincidía en lo mismo, mi vida continuaba sin llamativos sobresaltos. No notaba demasiado la falta de empeño, porque con un poco de habilidad lograba salir del paso de mis propias chapuzas y vivir alegremente a pesar de reconocerme chapucero.

Ahora, perdida la agilidad, todo sería más complejo en la práctica. Una vida soportable sin más, además de molesta, me iba a resultar mucho más costosa. No contemplaba la mayoría de las dificultades que me esperaban, ni tampoco en detalle los esfuerzos que debería poner en el futuro. Pero, aunque no supiera en qué iba a consistir la dificultad de seguir adelante, tampoco me sentía hundido porque me esperase una existencia penosa, pues contaba con Dios para lo que, según su providencia, me fuera deparando la vida.

Se trataba, en todo caso, de una aclaración imprescindible para saber a qué atenerse: saber qué pretendía conseguir, con qué medios contaba y hasta qué punto estaba empeñado en lograrlo. Yo sólo conocía entonces mi propia experiencia y cómo me imaginaba el futuro desde ella. No había caído todavía en la cuenta de que otros, en mi situación, no se tomaban las cosas tan pacíficamente, y que por eso, por ejemplo, en algunos hospitales especializados en pacientes como yo han tenido que colocar rejas en las ventanas para impedir suicidios. Con el tiempo me han ido llegando noticias concretas de personas que no están dispuestas a hacer lo que pueden por vivir del modo más digno posible, al comprender que tendrán que sufrir el resto de sus días en un estado que consideran deplorable.

La vuelta al trabajo

No era difícil organizarse, contando con la dificultad, fácilmente subsanable, de que alguien debía pasarme las páginas del libro según iba leyendo. Porque intenté, con relativo éxito, varios sistemas para pasar yo mismo las páginas sin emplear las manos, pero en definitiva no era tanto problema pedirle a quien me acompañaba –siempre estaba con alguien– que me pasara la página. Esto era más infalible y también más sencillo que los demás sistemas que probé. He de reconocer aquí mi falta de constancia y mi comodidad. Después, al utilizar el ordenador superé casi todos los problemas para leer y también para escribir.

Aquel trabajo, aparte del valor que tenía en sí mismo, me servía como tratamiento rehabilitador de mi actividad intelectual, bastante deteriorada en las semanas anteriores por el traumatismo y la falta de ejercicio mental. Llevaba ya dos meses apartado de las tareas propias de mi trabajo, pensando lo mínimo, lo imprescindible para mantener una conversación superficial. El ritmo natural de la Clínica me llevaría, si no lo evitaba, a dejar de lado mi mundo de antes, el que me estaba esperando ya fuera de aquellas cuatro paredes.

Por fortuna, mi médico era un médico de personas, de seres con espíritu. Y así como vigilaba los resultados de los análisis que llegaban del laboratorio, seguía también de cerca el ritmo de mi cabeza y la eficacia de mis horas de trabajo. Expresamente me advirtió que volver a una actividad como la de antes no me iba a resultar sencillo. No sabría decir si fue fácil o no, ni si ya trabajo como en otros tiempos, pero lo que es evidente es que su fortaleza y su intransigencia en los momentos de rebeldía que tuve, han contribuido de forma decisiva a mi saludable estado actual.

Veía con gran claridad que en el futuro debería cuidar al máximo mi formación intelectual que es, en cierta medida, el fundamento de mi labor de sacerdote. Además de mi vida de oración, necesito estudiar mucho –más que antes–, para que nadie incurra en el defecto de acercarse a mí porque despierto compasión o por mi original aspecto. Sé que ese interés sólo se mantendría mientras durara la novedad. Aparte de que siento una poderosa impresión de normalidad a pesar de las ruedas. Unicamente pretendo convencer con la fuerza de la gracia de Dios, con mi vida y con argumentos intelectuales que, de ordinario, se adquieren sólo con estudio constante y con trabajo.

Lea completo este hermoso testimonio:

http://www.fluvium.org/textos/documentacion/slm1.htm

¿Por qué me convertí al catolicismo?

Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema de “por qué soy católico” es muy distinto del problema de “por qué me convertí al catolicismo”. Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo después… Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario.

La “confirmación” de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruída para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.

¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.

A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.

El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión pública se volvió contra él, clasificando como “Kensitite Press” a los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.

Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.

En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento”. Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: “¡Qué maravillosamente dicho!” Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.

En el segundo caso, alguien del diario “Daily News” (entonces yo mismo era todavía alguien del “Daily News”), como ejemplo típico del “formulismo muerto” de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: “¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia”.

Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O’Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del “Daily News”.

Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.

Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo manchesteriano.

Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial impresión.

Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los “intermezzos” de un Lucrecio o de un Lucano.

No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las menosprecian.

Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los votos y las profesiones más altas y “menos razonables” —por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.

Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado lo superior es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al “nonsense”, a la insensatez.

Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento “realmente existente” hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.

Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el contrario, la más exaltación por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue:

Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas. Ahora bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años. Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tibet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo —podría decirse en su excusa—. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día.

G. K. Chesterton

Tampoco hoy he bebido

Un alcohólico nos evangeliza.

Queridisimos Amigos de mi Alma: Que El Señor les Bendiga a Todos. Deseo de forma especial, a todos los Amigos que en estos momentos sufran por cualquier motivo, que El Señor y Su Santisima Madre, les lleven de Sus Manos.

Quisiera hablarles hoy un poco de mi. De mi trayectoria personal. De mi Espiritualidad, lo que en las Reuniones de Ultreya, llamamos “El Rollo”. Así que como si estuviese delante de mis muchos Amigos de mi Alma, Cursillistas muchos de Ellos, con humildad por una parte, y desde mis Sentimientos, a Ustedes me dirijo y les relato “mi rollo”.

Me llamo Juan Francisco; tengo 47 años de edad; estoy casado y de nuestro Matrimonio, tenemos dos Hijos. Nací en una Familia de clase media; mi Padre era empleado de una entidad bancaria; mi Madre, las cosas del Hogar. Somos seis Hermanos. Una Familia “edificante y humilde”, sencilla y Catolica, Donde fuimos haciéndonos personas, y para mi, Ejemplo Vivo de lo que una Sagrada Familia da de sí misma. Ibamos desde pequeños todos a Misa. Se rezaba el Rosario en Casa. Y ya desde joven, me sentí predispuesto a participar en el entorno de las Cosas del Señor. Como consecuencia de la enfermedad de mi Padre, me tuve que poner a trabajar ya a los 16 años, pues lo pasamos muy mal entonces en Casa, dejando los Estudios de la Mañana, para hacerlos de Noche. Alli, en la Clase de Religión, conocí a quien después fue mi Director Espiritual durante Años, Don Santiago Diaz Peñate, Consilario que era entonces de Acción Católica. Con él, comence a frecuentar las Maravillas del Sagrario y de la Eucaristia, en las Juventudes de Acción Católica. Fueron nueve años continuados del encuentro con El Señor en los Ejercicios Espirituales; en Reuniones de Grupos de Vida, en ir formándome como hombre de Cristo en la Vida Ordinaria; Yo diría que fue “La Base” de mi Vida misma. Entonces ya trabajaba en lo que durante el resto de mis días, ha sido mi profesión: la Consultoría de Empresas,”actividad” que hoy representa mi medio de Vida. Participé también con Grupos de Jóvenes, y en otras actividades de la Iglesia, en las que me sentía de verdad “enrriquecido y grato a los Ojos del Señor”.

Algo ocurrió en mi, para que yo “abandonase” el movimiento, y con ello, el que me alejase de una vida de piedad y de entereza en torno a una vida sana, modelo para mis padres, mis Hermanos y mi trabajo. Fue, el frecuentar a amigos que lejos de vivir una vida decorosa, pasaban sus horas en las esquinas del Barrio, ninguno de los cuales tenía un aliciente o una conducta en la que yo pudiese fijar mi mirada y aprender de ellos, pero así fue, que me aleje de la Eucaristía diaria, y también de la Santísima Madre Iglesia. Allí comenzó mi vida en torno al alcohol. Mi mala vida.

Luego, en el transcurso de unos cuantos años, ¡cuanto me pesan; cuanto me duelen!, alterné la frescura del dinero, pues conseguí establecerme por mi cuenta y pasar a mejor fortuna, y con ello, otros nuevos “amigos” “prendidos de mi”, sobre todo en horas de la noche, cuando terminaba de trabajar en mi despacho, buscando quitarme de stress del día, ¡hundiéndome y metiendo la cabeza en el disparate y en cosas “para las que no estaba preparado”. Vinieron las juergas, el juego, mucho alcohol y muchísimo desgaste personal, pero sobre todo, espiritual. Me hice un alcohólico: ¡la dura respuesta del pecado a mi vida¡. Y con ello, muchísimo sufrimiento personal, pero especialmente familiar. Casi pierdo a mi familia. Mi esposa y mis hijos casi no me hablaban.

Un día, la Gracia del Señor, “una vez más” hizo Su aparicion en mi Vida. Buscaba “algo”. No sabía por donde buscarlo, pero sabía que aqui estaba, en el tiempo que me tocaba vivir. Alguien “apareció” y me hablo del Cursillo de Cristiandad. animado e ilusionado, después de muchos años, acudí a este Encuentro con El Señor. “Fue Maravilloso”. Llore ante El Sagrario durante el Cursillo, “a solas con El Señor”, y desde aquel día, mi vida de nuevo comenzó a tomar de la Gracia del Espíritu Santo “el Sabor a la Vida”.

Ya en el cuarto día, acudí durante meses a las Ultreyas. Luego, deje de ir, unas veces por un motivo, otras por otro. Así comencé nuevamente a alejarme de una Gracia, la de Dios, que de no conversarla y frecuentarla día a día, se aleja también de uno mismo. También entonces me refugié en la bebida, “cuando me faltaba la vida misma” y con ello, la soledad, el sufrimiento otra vez y la angustia.

Fue en El Año Jubilar. En El Año 2000, que El Señor me abrió de nuevo Su Corazon y yo “acepté” disciplinar todo mi Ser, en busca de ser, o tratar de ser al menos, un buen hombre; alguien capaz de vivir en la ilusion, la ternura y la esperanza. Ingresé en una Comunidad mundialmente conocida de Alcohólicos, y aquí sigo y aquí estaré, si Dios lo quiere asi, por el resto de mis días. ¡Pero en ello¡ “algo” ha sucedido también: Mi Vida Espiritual, de nuevo, comenzó a resurgir; a brillar en mi corazón, en mi alma, en todos mis quehaceres; en la pulcritud de mis actos; en la honestidad de mi relación con Dios.

Tampoco hoy he bebido. Tambien hoy he hablado con El Señor. Mi cuarto día continúa. No soy ejemplo para nadie, pero “alguien puede haber” que pueda tomar de mi conducta, ¡lo que no hay que hacer¡ “cuando se deja a Dios en la cuneta”.

Vivo muy feliz. A todos los quiero con todo mi Corazon: Amigos de mi Alma.

Gracias por leerme.

Juan Francisco.

El mundo ya ha soportado suficiente comunismo para toda la eternidad

La Razón (España)

Ján Korec, cardenal de Nitra (Eslovaquia), estuvo doce años en prisión por su fe.

Me recibe en su señero palacete episcopal, un entramado de estrechos y sinuosos pasillos, cámaras y habitaciones que se adaptan al abrupto peñasco sobre el que está construido, configurando “el edificio más antiguo de Eslovaquia”, según me revela. Todo en Nitra es antiguo y señorial, solemne y ceremonioso. “Ésta es la diócesis más vieja de Europa central y del este, entre Munich y Siberia”, continúa relatando. El cardenal Korec habla desde la experiencia de sus años de cárcel: “Dios nos libre del comunismo”.

Monseñor Korec estuvo en la cárcel con 200 curas y seis obispos

Álex Navajas – Nitra (Eslovaquia).-

Ordenado cabello níveo corona la cabeza, y sus manos episcopales, que han conocido más el trabajo de la fábrica que el de las cosas de Dios, se mueven con energía al compás de sus palabras.

¬Usted ha escrito un libro que lleva un título significativo: “La noche de los bárbaros”, en el que se refiere a la época del comunismo en su país, la antigua Checoslovaquia. Supongo que para una población mayoritariamente católica no sería fácil vivir en esos años

¬No, ciertamente. Yo estuve doce años en prisión, hasta 1960, por ser sacerdote. Pasé muchas noches encerrado en un sótano, completamente a oscuras. Conocí a cerca de 200 curas y seis obispos en la cárcel. Dos de ellos fueron condenados a cadena perpetua, acusados de ser “espías vaticanos”, y otro, monseñor Ján Vojtassák, a 24 años de prisión cuando ya tenía 72. Pero no perdía el buen humor. Recuerdo que bromeaba: “Después de mi muerte dejarán mi cadáver en la celda para acabar de cumplir la pena”. Y, efectivamente, murió en prisión. Yo le conocí cuando ya llevaba diez años encarcelado, y Juan Pablo II le va a beatificar próximamente.

Iglesias demolidas

¬¿Qué ocurrió mientras tanto con todas las iglesias y seminarios, y con sus fieles?

¬Casi todos los edificios fueron destruidos o abandonados, y los seminaristas, dispersados. En 1989, cuando cayó el comunismo, nos los devolvieron, pero a nosotros nos ha tocado reconstruir los edificios y la vida espiritual de la gente. En este sentido ha sido fundamental el apoyo de asociaciones como “Ayuda a la Iglesia Necesitada”. Gracias a ella, sólo en mi diócesis hemos podido reconstruir 85 iglesias y el seminario.

¬Cuando cumplió su condena, ¿pudo volver a su parroquia?

¬No. A partir de 1960 comencé a trabajar en una fábrica. Durante los 40 años de opresión comunista, la policía espiaba a todos los grupos cristianos sospechosos. Durante siete años tuve que hablar en voz baja en mi propia casa.

¬¿Era ya obispo durante sus años de trabajos forzados?

¬Sí. El Papa me había nombrado obispo “in pectore” en 1951, mientras estaba en la cárcel. Apenas tenía 27 años, y era el obispo más joven del mundo. El año pasado, de hecho, cumplí mis cincuenta años como prelado, algo a lo que llegan pocos obispos.

La Iglesia ha sobrevivido

¬El comunismo cayó de golpe a la vez que el muro de Berlín. Sin embargo, en Europa occidental aún quedan quienes coquetean con la “ideología roja» o se convierten en «comunistas reciclados», adoptando nuevas formas pero manteniendo las mismas ideas

¬Que Dios libre a cualquier país del comunismo. El mundo ya ha soportado suficiente para toda la eternidad. Esta locura ha provocado cien millones de muertos desde Moscú hasta Corea del Norte. Bastaba una firma de Stalin, como de hecho ocurrió varias veces, para fusilar a 240.000 personas de golpe. Pero fíjese: todo estaba en manos de los comunistas y ha caído. Sin embargo, una vez más, la Iglesia ha sobrevivido. Aún así, los comunistas siguen estando en todos lados ocultos bajo el disfraz de “demócratas”.

¬Y que Dios libre también al mundo del capitalismo salvaje, que no ha producido quizás muertos, pero sí esclavos y una erosión salvaje de la fe, mucho mayor que la que se ha producido en los países ex comunistas.

¬Es cierto. Los comunistas no veían al hombre, sino a un trozo de materia. En ese sentido se parecen a los liberales ateos, que predican la misma idea del hombre que los comunistas. Eso se ve, por ejemplo, en los documentos de constitución de Europa: no hay una sola mención de Dios. Ésos son los liberales: quieren hacer una Europa sin Dios, y eso es horrible.

¬Excelencia; el próximo Papa, ¿también vendrá del Este?

¬¿Eso sólo lo sabe el Señor!

Soy feliz, soy Amiga

Amo a la gente que vive a mi alrededor.

Amo la alegría y por eso la encuentro junto a mí.

Amo la amistad y por eso recojo las estrellas y mi vida es una delicia.

No tengo nada y puedo disfrutar de todo.

¡Hay tanto que recibir mirando las cosas pequeñas

y la gente sencilla y buena!

¡Hay así tantas sorpresas y milagros que descubrir

con los ojos abiertos o cerrados!

En cada cosa existe escondido un recuerdo del paraíso perdido.

Ser capaces de advertirlo es lo que constituye el arte de vivir.

Sé que no es fácil tocar el cielo, pero sé con mayor certeza

que resulta imposible si el cielo no entra en mí.

El cielo debe empezar en la tierra, dondequiera que los hombres sean amigos y donde la bondad se pueda transmitir de mano en mano, aliada a la alegría.

Si cuando trato de amar, el amor que ofrezco se hace visible y sobre todo recìproco, es que manifiesto a Jesùs.

Vivir es una aventura apasionante, con Dios y con los hombres, en un mundo de luces y tinieblas.

No quiero ser un héroe, ni un mártir, sino una mujer que recoge las flores olvidadas y se ríe de los grandes de la tierra que se apoyan en el poder y la riqueza.

Amo a la alegría y por eso la encuentro junto a mí

COMO NO GOZAR DE LA AMISTAD SIENDO “AMIGA” ANTE TODO.

Sentir a Dios

Fr. Nelson Medina, O.P.

Hay varios momentos densos de la presencia divina. No es algo que uno pueda programar, pues como dice en varios lugares Dios Padre a Santa Catalina de Siena, no debemos “poner leyes al Espíritu Santo”. Pero es algo que sucede. Y cada vez que sucede nos transforma, nos hace distintos.

Cuando tenía diez años recuerdo que el profesor de matemáticas decidió que yo quedaba eximido de presentar el examen final del curso porque ese año me había ido muy bien en la materia. Como consecuencia, salí del salón mientras mis compañeros hacían sus exámenes. Y pensé: “¿qué hago en este tiempo?” Se me ocurrió rezar. Sentía que tenía que darle gracias a Dios porque de veras me parecía un regalo lo que me había sucedido. Y empecé a decir el Padre Nuestro. Lágrimas asomaron a mis ojos porque sentí que DE VERAS Dios es papá, Dios da regalos, Dios mira la vida de uno, así uno sea tan pequeñito como un niño de diez años.

En mi vida, la presencia de Dios se ha dejado sentir muchas veces en el contexto de la Renovación Carismática. Recuerdo el inmenso grupo de oración “Tierra Nueva” en el salón “Justicia y Alabanza” del Minuto de Dios. Las voces se unían, los corazones ardían, los brazos se levantaban aclamando con júbilo indescriptible al Rey de Reyes y Señor de Señores… Es una escena que además he podido vivir en muchas otras ocasiones y muchos otros lugares, por misericordia de Dios. En el Congreso para Hombres que organizó la “Juventud Renovada en el Espíritu Santo” en Pomona, California, en el 2002, fue impresionante ver a Dios rompiendo barreras, prejuicios, “machismos” infantiles y rostros duros con los que nosotros los hombres solemos ocultar nuestra debilidad o necesidad de amor. Y recientemente en el IX Congreso de Sanación de Familias organizado por la Asociación María Santificadora vimos el poder de Dios reconciliando familias y quebrantando corazones…!

Un modo especial de la presencia divina es la suavidad y potencia de amor que brota del Corazón de la Virgen María. Como muchos católicos no se me facilita mucho rezar el Santo Rosario, pero ello no ha sido un obstáculo para descubrir, en el Rosario y fuera de él, cuánto nos ama la Virgen. Dicen que Ella dijo en Medjugorie: “Si supierais cuánto os amo, lloraríais de alegría”. Creo que es verdad. Dios le ha concedido a María ser la GRAN SEÑAL de su gracia, pues Ella es la “Llena de Gracia” como la llamó el Arcángel Gabriel en la Anunciación. Enamorarse de María es prendarse del esplendor de Dios.

Una experiencia aparte es la que todos o casi todos hemos vivido en la CONFESIÓN. ¡Cosa más maravillosa, ver a Dios ocuparse con piedad y ternura de quien menos la merece! Ese gozo de ser perdonado es tan grande y nos deja palpar tanto a Dios que yo a veces temo que cree adicción. Y más de una vez he sentido genuina tristeza de pensar que los protestantes renuncian a esos gozos y a esas ternuras de Cristo por una supuesta “fidelidad” a la Palabra de Dios (¿?).

Y junto a la confesión, desde luego, la SANTÍSIMA EUCARISTÍA. No siempre uno como sacerdote siente ruido de alas de ángeles cuando celebra la Santa Misa, pero, con una vez que se sienta, es capaz de sobrecoger el alma y de confirmar la fe en el corazón de un modo que no cabe expresar en palabras. En el V Congreso “Palabra Viva” de Kejaritomene viví algo singular en este sentido. Hicimos la procesión de adoración al Santísimo Sacramento con la SANGRE del Señor: un cáliz con la Sangre, protegido debidamente con una película transparente. Mientras íbamos en la procesión, un niño de unos cinco o seis años se acerca y se queda mirando arrobado el caliz que yo sostenía en alto. Entonces, movido por una inspiración muy fuerte, bajé el caliz hasta la altura de la mirada del niño, que se quedó mirando extasiado el brillo de la Sangre de Cristo; después de unos segundos levantó los ojos y con una levísima sonrisa me dijo todo lo que un cristiano puede decir a un sacerdote: GRACIAS.

Olga Clemencia – Un testimonio Personal

Conocí a Olga Clemencia en el final de sus días. Desde el primer momento me dijo: “sé que me voy a morir”, y también, con un cariño muy grande: “quería conocerlo antes de irme, porque muchas veces lo oí por la radio, y me sirvió”.

Olga Clemencia tenía cáncer. Ya lo había vencido una vez, pero él, como fiera herida, había retornado con mayor fuerza y se dejaba sentir adentro del cuerpo de Olga. Pudimos hablar varias veces, gracias a Dios, incluso unas horas antes de mi viaje Bogotá-Dublín. ¡Cómo le agradezco al Señor que me haya permitido estar ahí, y hacer presencia, y aprender tantas cosas… esas que sólo se ven a plena luz cuando las luces de esta tierra anuncian su final!

Olga Clemencia tenía un temperamento profundo, intelectual, con una marca de severidad, aunque también con ese deleite que conocen los que saborean cada pizca de verdad que les da el camino. Por eso, en los días finales de su peregrinar hasta el umbral de la muerte, hizo su propio camino, como queriendo descubrir por sí misma la razón de cada cosa, de cada oración y de cada sacramento. Tuve oportunidad de administrarle el sacramento de la confesión y pude ver cómo hasta el último día quiso ser siempre más discípula que dueña de la verdad… de cualquier verdad.

Unos pocos días antes de morir me escribió un e-mail:

Apreciado Fray Nelson:

Espero se encuentre bien. Yo, aquí, dando, recibiendo muchas cosas que no por la enfermedad quedan truncas.

Fray Nelson: acepté ésto, acepté la enfermedad, acepté la voluntad de Dios. Este estado me llena de tranquilidad, y es difícil alcanzar este estado.

Fray Nelson: creo que pronto seré libre para estar con Dios, lo cual me regocija y me da alegría.

Agradecería su pronta contestación. Gracias, su hermana en el Señor,

Olga Clemencia Giraldo Talero

Bendito Dios que pude responder su mensaje. Mis palabras fueron breves, como breve tendrá que ser esta despedida, porque Olga se nos fue ayer. Se nos adelantó a la Casa del Padre. Entonces le dije, y ahora le digo:

GRACIAS por acordarte de mí. GRACIAS por la confianza que me has dado. GRACIAS por el testimonio de fe y de entereza que siempre encontré en tí.

Un abrazo!!!

Nunca me ha abandonado Dios, y menos ahora

Ante la enfermedad:

Éste es el testimonio, impresionante y lleno de esperanza, de un hombre joven, casado y padre de un hijo adoptado. Enfermo de cáncer, sigue confiando en el inmenso amor y sabiduría de Dios. Éstas son sus palabras:

Me llamo Alfonso Cervantes Pavón y tengo 40 años de edad. Estoy casado con Isabel Oviedo y llevamos 14 años de matrimonio. Hace un año y medio adoptamos a un niño pequeño. Dios, en el vínculo matrimonial, no nos había concedido hasta ese momento ninguno. Ya está cercano a los tres años de edad (los cumple el 18 de julio). Se llama Ángel (ciertamente es un ángel para nosotros) y padece retraso psicomotor, como consecuencia de una encefalopatía prenatal. Quiero contar, a través de estas líneas, mi experiencia de cómo el Señor ha acontecido en mi vida. Lo conocí hace ya muchos años, cuando empecé este Camino de gestación en la fe que es el Camino Neocatecumenal. En la Iglesia, Él se ha revelado como un Padre que me cuida, guía mi vida y me ofrece diariamente la salvación y el perdón de mis pecados. En el entorno familiar, he tenido los problemas típicos de convivencia de todos los matrimonios, pero siempre con el perdón del Señor como respuesta a nuestras debilidades. En el aspecto laboral, he alternado tiempos de trabajo como albañil, tubero, operario en la construcción de barcos…, pasando también por momentos de desempleo.

Especialmente significativos, aquellos tiempos que vienen a mi memoria ahora de forma especial. Trabajaba por aquel entonces como operario en la construcción de un barco. Inesperadamente, y sin estar éste finalizado, sufrí un despido que, ciertamente, no esperaba. Aquellas fechas, mi parroquia, mi segunda casa necesitaba mano de obra para finalizar la fase de construcción de los salones de Catequesis. El complejo parroquial se ha terminado a base de donaciones y de personas que han trabajado sin recibir ninguna compensación material a cambio. En contra, espiritualmente, todos los que hemos echado alguna peonada hemos recibido bendiciones de Dios, el ciento por uno, porque Dios nos ha bendecido con la fe, algo que hoy se me revela más valioso que todo aquello que la sociedad me puede ofrecer, incluía la salud.

Para gloria de Dios

Nunca Dios me ha abandonado, y menos ahora. A principios de diciembre de 2001, acudí al médico por padecer un fuerte dolor pectoral. Con el paso de los días, observaba cómo el cuadro clínico se iba agravando, al aumentar el dolor y por la aparición de fiebre intermitente. En la tarde del día de Navidad, quedé ingresado en el Hospital Universitario Puerta del Mar de Cádiz. Querían realizarme algunas pruebas. Se pensó en la posibilidad de una hepatitis C, de una inflamación hepática, o alguna enfermedad parecida; al cabo de unos días y sin mejoría aparente, recibí el alta médica en espera de resultados de unas pruebas médicas. Fueron pasando los días y continuaba sin experimentar mejoría alguna. Una tarde del mes de febrero, tras recibir la visita del padre Emilio, el párroco de San José Artesano, y algunos miembros de mi Comunidad Neocatecumenal, mi mujer, en contra de la voluntad de los médicos, me reveló la verdad: «Tienes un cáncer de hígado», me dijo entre lágrimas. Una enfermedad de mal pronóstico, e irreversible por lo avanzado de su estado. No había solución.

En aquel momento ocurrió algo sorprendente y trascendental: tras recibir la noticia de mi enfermedad, no me asusté. El Espíritu Santo, sin duda, nos asistió a mi mujer y a mí, y nos acompañó durante aquella tarde. Experimenté una paz interior que no se puede describir ni explicar.

Con esto quiero decir que Dios realmente asiste en los momentos trascendentales de la vida. Sin duda, el Señor me paraba los pies. Van pasando lentamente los días desde mi lecho. Ya apenas me levanto. He salido de casa algunos sábados para acudir a la Eucaristía en la parroquia. Solamente incorporarme del lecho me produce el mismo cansancio que a vosotros un día entero de trabajo. Pero, como dice el salmo, El Señor está conmigo todos los días. Él me asiste en mis dolores. Hace un par de semanas me han reforzado el tratamiento contra el dolor, para tener una mejor calidad de vida. Pero realmente lo que me hace sufrir son aquellas personas cercanas a mi familia que de alguna forma se han separado de Dios, han abandonado la fe, buscan, sin duda, la felicidad en otras cosas… Ruego al Señor por ellas.

Tengo muy claro que no soy yo, es Dios quien lleva mi enfermedad. Esta situación me supera, y ha redimensionado mi vida. Personalmente, no tendría fuerzas para llevarla adelante sin su ayuda. La garantía de que Él existe es que esta fuerza que actúa en mí es espiritual. Esto no lo puede explicar ni la ciencia ni la sabiduría humana, porque esta fuerza viene de Dios.

Espero y le pido constantemente no dudar de su amor, para que no salga de mis labios la siguiente pregunta: “¿Por qué a mí?”; deseo con todo mi corazón resistir a las acechanzas del demonio, que quiere que yo juzgue a Dios. Para gloria de Dios, no lo ha conseguido. Me siento asistido por todos los que me rodean, no sólo con su presencia, sino sobre todo por medio de la oración.

Todos los días recibo a Jesucristo en la Comunión y esto me mantiene vivo, me da fuerzas para dar una palabra de ánimo a quien lo necesita. Es Dios quien viene a mí; me visita, de igual forma que visitó a la Virgen María. También siento la presencia de Ella, mi Madre del Cielo, que escondida, en lo oculto, también intercede por mí.

Sé que me muero, no sé exactamente cuándo Dios me querrá llevar, pero tengo la garantía de que la muerte es precisamente un nacer a la Vida Eterna. Es el paso necesario para llegar a la presencia del Padre. Sé que en esta vida que se acaba –y que aquellos que me visitan y no creen en Dios lamentan como si hubiera recaído sobre mí una maldición– es necesario pasar por este trance, dar el salto a lo mejor, a lo definitivo, a lo verdadero: la Vida Eterna, la presencia del Padre.

Cómo Nace un Portal Católico

ORIGEN DEL PORTAL WEB: “PORTAL DE ORACIÓN.COM”

Hace tres años me encontraba estudiando Informática Educativa con otros cuarenta compañeros en la Universidad Minuto de Dios y asistiendo a clases los días sábados. En una ocasión me di cuenta que faltaba el Padre Fernando, párroco de Útica, población de Cundinamarca. Pregunté por él y alguien allegado al grupo de estudio de él me respondió que se encontraba grave en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Girardot pues un animal le había picado. Esta picadura le había producido una enfermedad grave de muerte y le hacía rebajar diariamente las defensas personales. Los médicos estaban desconcertados porque no podían atacar el problema que lo tenía al borde de la muerte con escasos tres días de vida.

Pedí al grupo que hiciéramos un momento de oración por la sanación del amigo, Padre Fernando. Así lo hicimos todos. Esa misma noche, navegué en Internet y me conecté con la Red mundial de Oración, en la página web www.iglesia.org. de la Universidad Pontifica de Argentina. Solicité que le pidiéramos al Señor la recuperación urgente del amigo, que no se fuera a llevar a este sacerdote que se necesitaba en la parroquia para seguir con su labor pastoral, que un sacerdote no era fácil de remplazar.

A los dos días empezaron a llegarme respuestas, e-mails, de diferentes partes del mundo, incluso de Alemania, donde me decían que se unían a mis oraciones por el Padre Fernando, por su salud. Un sacerdote de Costa Rica me comentó que, a partir de ese día, se celebraría la misa de las seis de la tarde en todas las casas de su comunidad: Martha y María, diseminada en cinco continentes. Era la Iglesia en oración. ¿Se puede resistir el Señor a este clamor? ¿El que creó el oído puede ser sordo?

¡Imposible! ¡Increíble! El sábado siguiente, con gran admiración y gozo, veo al Padre Fernando ya restablecido y sentado en su silla en el salón de clases. Los médicos habían quedado perplejos, no sabían qué había pasado, cómo se había recuperado. Nosotros sí lo sabíamos. Lo que para el ser humano es imposible, para el Señor ¡todo es posible!

Esta experiencia de la efectividad y eficiencia de la oración por Internet, esta experiencia unida a muchas otras más, me impulsaron a comprometerme a abrir también en Colombia una página web que diera la facilidad de solicitar intercesión por Internet. Así se lo pedí al Señor en oración y le dije que una vez Él dispusiera las cosas, lo que era yo haría algo semejante. Este año, el 25 de agosto, la página web www.portaldeoracion.com hace realidad este sueño. Con mi hijo Rafael Eduardo, genio para hacer páginas web, y con mi esposa Gilma, emprendimos este camino para la Gloria de Dios.

Gracias a Dios, mi Hijo es Sordo

Fray Nelson:

Hace 21 años, adolorida al ver al ver a mi bebé agonizando entre la vida y la muerte, en un estado crítico, le pedí a Dios: “Señor si he de recibir un castigo por no haber sido una buena mujer, quítamelo; él no tiene la culpa de mis faltas y aceptaré eso como mi castigo”. (Creía que merecía lo más malo; mi hijo era fruto de una relación no santa).

Dios no me lo quitó, Dios me lo dejó, y no para castigarme como alguna vez gente ignorante me lo dijo: “Esta va a ser su cruz”. Dios me regaló el ángel mas bello. Juan Carlos es sordo, y después de 20 años de luchas contra pronósticos médicos, contra el rechazo de su padre, contra la falta de recursos educativos, etc. etc, hoy en día no hay momento en que no le agradezca a Dios el haberme dado un hijo sordo.

Pues bien, le diré: Juan Carlos no conoce el egoísmo, no conoce el orgullo, no conoce la falsedad, no sabe de criticar, de condenar, de pensar mal de alguien.

Es un muchacho muy bueno, sano, AUTÉNTICO, bondadoso, respetuoso, que cada día en su silencio me da unas lecciones de vida increíbles. Si hubiera sido oyente estoy segura no sería así. Se siente muy comprometido en asistir a la misa los domingos a pesar de no poder entender la palabra, pero él me dice con sus señas, que siente la presencia de Dios.

Si quiere ver un juego en la TV, él sabe que debe grabarlo, o madrugar más temprano a Misa, y no porque yo se lo haya inculcado, no soy tan buena, es porque él así lo quiere. Dios nos ha bendecido grandemente.

A veces sólo vemos lo negativo, pero tenemos que ver en todo la voluntad del Señor y la voluntad del Señor siempre es para nuestro bien.

Al rededor de Juan Carlos, durante estos 20 años de vida, no me alcanza el espacio para enumerar las bendiciones que he recibido, tras cada sufrimiento y cada dolor y caída, el Señor me ha bendecido.

Hoy en día hemos tenido la oportunidad de tener un hogar lindo, su padrastro lo adora, y tiene un trabajo donde sus compañeros y jefes lo respetan y quieren. Nada de esto ha sido fácil pero todo todo se lo debo a mi Dios.

Mi amiga, la Adicta

Fr. Nelson Medina, O.P.

Hace unos días tuve que renovar mi licencia de conducción. Un trámite relativamente sencillo que toma, sin embargo, unas dos o tres horas, si uno quiere salir de las oficinas con su flamante licencia nueva.

Dos o tres horas son tiempo suficiente para entablar una buena conversación, sobre todo porque, dada la estructura del trámite en la oficina de tránsito, lo más común es que la fila que uno hace al principio se vaya repitiendo a lo largo de cada fase del proceso. Me explico: uno va recorriendo distintas etapas pero en cada etapa tiene adelante la misma persona, y atrás la misma persona.

Todo esto es una manera de introducir a Andrea. El nombre es ficticio, pero la realidad no. Tanto Andrea como yo estábamos preocupados por el tiempo que nos tomaría la diligencia completa, porque ambos queríamos terminar todo de una sola vez. Y tal vez por eso entablamos conversación con toda naturalidad.

En circunstancias así uno no suele empezar por los temas personales, pero lo cierto es que Andrea pronto brindó un retrato de sí misma: “Soy adicta”.

Se trataba de una mujer joven (cerca de 30 años), casada, sin hijos, con aspecto de profesional sin mucho dinero ni muchas necesidades.

Como era evidente mi condición de sacerdote, llegué a pensar que ella querría tal vez algún género de consejo sobre su vida o sobre dónde podría ayudarse en su recuperación, pero pronto descarté este esquema: era claro su buen estado de salud. No estaba en crisis. Su adicción no la azotaba, por lo menos no ante mis ojos.

Iniciamos, pues, un diálogo en el que alternaban mi deseo de conocimiento y su deseo de ser escuchada. Y lo que sigue es una trascripción (no grabada, desde luego) de ese intercambio.

—Soy adicta. Mi enfermedad es básicamente emocional aunque tiene un componente genético. Eso lo tiene claro la ciencia actual.

—¿Es nuevo eso de tratar las adicciones como enfermedades?

—No es nuevo, pero sí es lo único que ha traído una diferencia a nuestras vidas. Las recomendaciones morales, los castigos, las súplicas o cualquier otra cosa… todo ha demostrado ser inútil frente a la adicción. Los adictos somos expertos en manejar el mundo de los no-adictos. Podría decirse que los traemos a nuestra lógica mucho antes y mucho mejor de lo que ustedes podrían hacer con nosotros.

—¿Cómo es eso de “manejar el mundo”?

—Nosotros tenemos un conocimiento de las emociones mucho más profundo que la mayoría de las personas; hay quien ha dicho que ser adicto es un “don”, porque nos permite escrutar la vida con una profundidad que la mayor parte de la gente simplemente desconoce.

—¿Quisieras explicarte mejor?

—Yo recorrí el mundo del alcohol y el mundo de la droga. He visto cosas que usted no podría imaginar o que sólo le pueden llegar “enlatadas” o “domesticadas”, por ejemplo, a través de los relatos de otras personas. He sentido las cadenas; he conocido su poder. Me he burlado de todo y he maltratado todo, incluyendo lo que la gente consideraría más “sagrado”, como es su familia, su fama o su religión. Para mí la palabra “libertad” o la palabra “sobriedad” tienen una densidad que los demás no pueden entender. Sentirse “nivelado” es para mí una tarea; una tarea que tengo que asumir y disfrutar cada día.

—¿Cómo el programa de “sólo por hoy” de los Alcohólicos Anónimos (AA)?

—Obviamente. AA es el papá de todos los grupos de recuperación y de todas las terapias. La lógica es sencilla: mientras estés en el grupo, estás a salvo; si te sales, lo más seguro es que te caes.

—Perdón, pero ¿no es eso como otra clase de adicción, adicción a un grupo? No lo pregunto con mala intención…

—No se preocupe. Llámelo así, si le parece. El cerebro de un adicto funciona ligeramente distinto de otros cerebros. La recuperación, en el fondo, es una especie de transferencia: te van llevando de lo más autodestructivo a lo menos autodestructivo; de lo más dañino e insoportable socialmente a lo menos dañino socialmente. Uno va aprendiendo que hay unas reglas, que es posible conocer las reglas y que, en periodos controlados, uno puede seguir las reglas… y vivir bien.

—Disculpa si soy demasiado entrometido, pero ¿conociste a tu esposo en ese proceso de recuperación?

—Javier [nombre ficticio, también] y yo nos conocimos en algo relacionado pero muy distinto. Nuestros grupos nos enseñan a hablar del Ser Supremo, la Fuerza, el Trascendente, o Dios, como cada uno puede o quiere llamarlo. Lo que pasa es que uno pronto se da cuenta de que solo no va a salir. Se necesita un polo a la trascendencia; alguien a quien llamar; un espacio sagrado en el cual sumergirse y descansar. Yo iba buscando eso a través de grupos de meditación, y en uno de ellos encontré a Javier.

—Desde luego, él sabe tu historia…

—Desde luego. Y la acepta. Él es el ser más positivo del mundo. En eso nos complementamos bien. Mi ánimo es, haga de cuenta, un electrocardiograma. Todo el tiempo tengo que estar reconociendo las señales de alarma que mi organismo emocional puede empezar a darme: “¡cuidado, te estás deprimiendo!; ¡atención, histeria a la vista!; ¡crisis por llegar!”, y así sucesivamente. Javier, en cambio, es muy, muy estable. A todo le busca y le encuentra el lado positivo. Nos entendemos muy bien.

—Empezaste hablando de tu condición como una “enfermedad”. ¿Quiere decir que esa enfermedad es incurable?

—Puede decirse así. La verdad es que es un asunto como de palabras. Una persona que ríe, llora, trabaja, tiene un hogar, no le hace daño a nadie, ¿está enferma? Aparentemente no. Y en ese sentido yo no estoy enferma. Pero si necesito control de mí misma, vigilancia de mis emociones, grupos de apoyo, ¿qué soy? Tal vez una enferma en tratamiento exitoso.

A usted le serviría conocer más de esto, padre. En los grupos de recuperación yo he visto padres. No por ser sacerdotes están libres de un perfil adictivo.

—¿Es clara y nítida la diferencia entre adictos y no adictos?

—¿Sabe? Yo no creo. Casi toda persona humana tiene episodios adictivos: a una persona, a una idea, a una religión o a una emoción. La mayoría de las personas no atienden a eso porque salen relativamente con facilidad de esos episodios, o cambian tan rápida y eficazmente de objetos de atención que no se dan cuenta del peligro potencial en que se encuentran.

—Andrea, de veras: gracias por tu sinceridad y confianza.

—Gracias por decirlo. Pero no todo es confianza porque sí. Necesito recordarme a menudo qué soy y quién soy. En lo que soy, soy libre. La mamá de todas las adicciones es la fantasía… ¡Y es tan fácil mentirse!

—De nuevo, gracias. ¡Dios te bendiga!

—A usted padre, buen día.

El Boletín me ayudó a Mantenerme en la Fe

Hola Fray Nelson,

Un cariñoso saludo para usted y toda la comunidad: en Villavicencio y en “Amigos en la Fe”

Había estado en mora de enviarle este correo. Quizás no le había contestado por no tener una respuesta clara en mi mente, pero ahora trataré de responder sucintamente con todas las ideas que tengo.

¿Cómo Llegué a Nueva York?

Llegué muy bien de salud y con mucho ánimo el 11 de Febrero del año en curso, acompañada de mi hija y mi esposo, después de pedirle mucho a la Virgen Santísima por su intercesión para nuestro reencuentro familiar, después de seis meses de separación.

Llegué a esta ciudad a presentar una obra de Danza Contemporánea en un festival de Performancia Primavera 2002, al cual fui invitada, fue una experiencia muy grata en mi carrera ya que esta fue la primera vez que actué en USA., en mi primera visita a este país.

A través de una Fundación colombiana, de la cual soy miembro, obtuve permiso para poder realizar algunos artículos periodísticos en el área de la Danza Contemporánea aquí en Nueva York. (Tengo titulo de Comunicación Social). Esta es una tarea que he ido realizando poco a poco ya que también han aparecido en mi camino otros temas para tratar por ejemplo: “Qué hace un colombiano en Nueva York” (reportajes).

Como un recuento por bimestres: expectativas, temor, pánico y depresión, oración y toma de las riendas, son algunas de las palabras que pueden describir estos seis meses en esta particular ciudad.

Mi esposo, quien tiene residencia aquí, ya inició los trámites de solicitud de esta para mi hija y para mí, fue entonces el más importante de los motivos para llegar aquí. La situación laboral en Colombia no había sido la mejor para él, así que fue una decisión familiar trasladarnos a esta ciudad como lo han venido haciendo muchas familias colombianas y de muchos otros países, como lo he podido ver aquí.

Encontrar un grupo de oración no me tomó mucho tiempo, gracias a que escucho “Radio María” y siempre dan información de actividades parroquiales en el área tri-estatal, pero escogerlo sí, por aquello del desplazamiento. Pero gracias a Dios en esos momentos de depresión que tuve, siempre encontré personas que me dieron una voz de aliento, que oraron por mí y que me ayudaron a no desfallecer. Estoy asistiendo a psicoterapias, y ha sido saludable, pero sobretodo, estoy yendo al grupo de oración de mi parroquia cercana y estoy siempre pidiéndole a Dios que no me deje fallar en mis oraciones diarias.

Bueno, Fray Nelson, no sé si haya sido muy extensa, pero estas son algunas de las ideas que quería compartir con usted. Ah!, y darle también las gracias porque el Boletín de Amigos en la Fe, fue también un medio por el cual me mantuve unida a la fe, en medio de toda esa soledad que viví.

Un abrazo muy fuerte y muchas gracias por su amistad. Que Dios lo guarde y lo colme de salud y bendiciones.

Me salvé al borde del precipicio

Las confesiones de monseñor Milingo.

Publicado un libro del arzobispo «pródigo»

Se dirigió primero a Castel Gandolfo para encontrarse con Juan Pablo II. «Fue muy hermoso. No me acusó de nada. Me dijo con solemnidad: “En nombre de Cristo vuelve a la Iglesia Católica”»

ROMA, 8 septiembre 2002 (ZENIT.org).- El arzobispo Emmanuel Milingo, denuncia en su autobiografía haber sido víctima de un «complot» de la secta del reverendo coreano Sun Myung Moon, quien organizó su supuesto matrimonio con una total desconocida.

«No fui yo quien buscó al reverendo Moon en ningún caso. Fueron sus mismos discípulos», afirma un año después en el libro que ahora es publicado en Italia por las Ediciones Paulinas.

El prelado de Zambia considera, de hecho, que fue víctima de una especie de lavado de cerebro. “Más tarde, me di cuenta que había caído en una trampa”.

El arzobispo confirma al mismo tiempo informaciones que circularon durante el mes de mayo de 2001, tras el enlace organizado por la Federación de la Familia para la Paz Mundial y la Unificación: “Tenían la idea de desarrollar su presencia en África fundando una Iglesia Católica paralela”.

Monseñor Milingo ha querido confirmar las revelaciones que hace en su libro con una carta autógrafa cuya copia que aparece en el mismo. Se trata de una entrevista que “he querido conceder para que se aclare la verdad, sin zonas de sombra”, aclara.

Será publicado en los próximos días en Italia por Ediciones Paulinas con el título “El pez repescado del fango”. El diario católico Avvenire publica este domingo algunas revelaciones del mismo.

El fango es la historia de primavera y verano del año pasado que protagonizó el prelado de 72 años en Estados Unidos.

Su boda con una mujer coreana, tuvo lugar en el marco de las espectaculares ceremonias colectivas típicas del “reverendo” Moon, presunto fundador de una religión, considerado por algunos expertos en sectas como un “grupo destructivo” y que tuvo que abandonar su tierra natal por presuntos delitos.

El “casamiento” del arzobispo con la coreana Maria Sung y las idas y venidas de esta señora al Vaticano, donde llegó a decir que esperaba un hijo, luego se descubrió que ya estaba casada con otro señor italiano, fueron el espectáculo servido por el grupo pseudorreligioso en su deseo de atraer fieles católicos.

Ahora Milingo, desde una casa argentina del Movimiento de los Focolares, donde esperar volver en las próximas semanas a Italia, relata que los primeros contactos con Moon se produjeron con la esperanza de hacer de puente entre la Iglesia y la organización de la que, sin embargo, confiesa no sabe mucho.

Era el momento en el que la “exasperación” por el aislamiento que vivía en la Iglesia católica había llegado al máximo, explica. El prelado, de hecho, había sido trasladado de arzobispo de Lusaka a la Santa Sede, donde desempeñaba el cargo consultor del Consejo Pontificio para los Migrantes y los Itinerantes.

Los adeptos de Moon le impusieron el matrimonio y monseñor Milingo (que no puede decir si ha estado drogado pero tampoco lo excluye con seguridad) aceptó. “No comprendo todavía por qué tomé aquella decisión”, afirma ahora.

De los 72 días vividos con Maria Sung prefiere no hablar y dice que quedarán sólo en su memoria. Revela, sin embargo, que una vez rogó a Dios que lo hiciera morir.

Quienes propiciaron “la fuga” de Milingo de la secta fueron dos amigos italianos. En su huida, se dirigió primero a Castel Gandolfo, para encontrarse con Juan Pablo II. Fue muy hermoso. No me acusó de nada. Me dijo con solemnidad: “En nombre de Cristo, vuelve a la Iglesia Católica”, recuerda. Después de aquellos 20 minutos, afirma que se sintió en casa, de nuevo. En aquel momento comprendí todos mis errores.

Tuvo después diálogos con el arzobispo Tarsicio Bertone, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe y figura clave en todo este asunto. Luego, volvió a visitar al Papa, y tras dar las últimas explicaciones a Maria Sung, se tomó unos meses de retiro espiritual, primero en una casa a los alrededores de Roma, y luego en Argentina.

“Me salvé al borde del precipicio”, reconoce como conclusión este hijo pródigo de la Iglesia. Y ha descubierto ahora que muchos ofrecieron oraciones y sacrificios implorando a Dios por mi regreso. “No sabía que mis hermanos y hermanas de todo el mundo me amaran tanto”.

Dos Bebés en un Pesebre

Queridos hermanos en Cristo Jesús:

Hace unos días me encontré con una historia que me tocó a lo más profundo, y quisiera compartirla con ustedes.

En 1994 dos americanos respondieron una invitación que les hiciera llegar el Departamento de Educación de Rusia, para enseñar Moral y Ética en las escuelas públicas, basada en principios Bíblicos.

Debían enseñar en un gran orfanato. En el orfanato había casi 100 niños y niñas que habían sido abandonados, y dejados en manos del estado. Se acercaba la época de la Navidad. Les contaron acerca de María y José llegando a Belén, de cómo no encontraron lugar en las posadas, por lo que debieron ir a un establo, donde finalmente el niño Jesús nació y fue puesto en un pesebre.

A lo largo de la historia, los chicos y los empleados del orfanato no podían contener su asombro. Algunos estaban sentados al borde de la silla tratando de captar cada palabra. Una vez terminada la historia, les dieron a los niños tres pequeños trozos de cartón para que hicieran un tosco pesebre. A cada pequeño se le dio un cuadrito de papel cortado de unas servilletas amarillas que habían llevado consigo. En la ciudad no se podía encontrar un solo pedazo de papel de colores.

Siguiendo las instrucciones, los chicos cortaron y doblaron el papel cuidadosamente colocando las tiras como paja. Unos pequeños cuadritos de franela, cortados de un viejo camisón que una señora americana se olvidó al partir de Rusia, fueron usados para hacerle la manta al bebé. De un fieltro marrón que trajeron de los Estados Unidos, cortaron la figura de un bebé.

Mientras los huérfanos estaban atareados armando sus pesebres, caminaban entre ellos para ver si necesitaban alguna ayuda. Todo fue bien hasta que llegaron donde el pequeño Misha estaba sentado. Parecía tener unos seis años y había terminado su trabajo. Cuando miraron el pesebre quedaron sorprendidos al no ver un solo niño dentro de él, sino dos. Llamaron rápidamente al traductor para que le preguntara por qué había dos bebes en el pesebre. Misha cruzó sus brazos y observando la escena del pesebre comenzó a repetir la historia muy seriamente.

Por ser el relato de un niño que había escuchado la historia de Navidad una sola vez estaba muy bien, hasta que llegó la parte donde María ponía al bebé en el pesebre. Allí Misha empezó a inventar su propio final para la historia, dijo: “Y cuando María dejó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar para estar. Yo le dije que no tenía mamá ni papá y que no tenía un lugar para vivir. Entonces Jesús me dijo que yo podía estar allí con Él.

Le dije que no podía, porque no tenía un regalo para darle. Pero yo quería quedarme con Jesús, por eso pensé qué cosa tenía que pudiese darle a El como regalo; se me ocurrió que un buen regalo podría ser darle calor. Por eso le pregunté a Jesús: Si te doy calor, ¿ese sería un buen regalo para ti? Y Jesús me dijo: Si me das calor, ese sería el mejor regalo que jamás haya recibido. Por eso me metí dentro del pesebre y Jesús me miró y me dijo que podía quedarme allí para siempre.”

¡Estoy dispuesta a aceptar lo que el Señor quiera para mí!

Apreciado Fray Nelson:

Antes de presentarme, quiero agradecerle profundamente su homilía del pasado 12 de de Mayo de 2002 en la Iglesia de Chiquinquirá, nunca lo había escuchado, sólo lo había leído… Sus palabras tocaron mi corazón, y me alegra que Nuestro Señor se vea representado en un sacerdote como usted, que revindica fuertemente la tristeza que tenemos en nuestros corazones. Y sí, ¡Estoy dispuesta a aceptar lo que el Señor quiera para mí!

Mi nombre es María Inés Espinosa Calle, tengo 33 años, y estoy muy contenta de estar más y más cerquita de Dios. Gracias a la tenacidad de mi madre, considero que tengo unas muy buenas bases católicas. La Santísima Virgen me ha guiado hasta Nuestro Señor. Tarde he empezado a conocerlo y acercarme a Él, pero por lo menos estoy llegando….

Tuve una experiencia muy difícil hace un año y medio, cuando llevaba 1 año y 10 meses de casada, mi matrimonio se disolvió, como si nada, mi esposo se fue. Gracias a la mano de la Virgencita y de Nuestro Señor, asumo lo que pasó y les doy las gracias, porque si no hubiera vivido lo que viví, y todavía aún estoy viviendo, tal vez hubiera seguido como un agua tibia, sin tomar la determinación de aceptar que Dios es el dueño de mi vida, y que sólo a Él me debo.

¡Gracias por todo!