¿Toda caridad es infundida directamente por Dios?

Según hemos expuesto (q.23 a.1), la caridad es cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna. Mas esta comunicación no se da en el plano de los bienes naturales, sino en el de los dones gratuitos, pues, como escribe el Apóstol, el don gratuito de Dios es la vida eterna (Rom 6,23). Por eso mismo, la caridad rebasa la capacidad de la naturaleza. Ahora bien, lo que rebasa la capacidad de la naturaleza no puede ser ni natural ni adquirido por el poder natural, ya que los efectos naturales no trascienden la capacidad de su causa. La caridad, pues, no está en nosotros ni de manera natural ni como efecto de las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, y cuya participación en nosotros es la caridad misma creada, como ya hemos dicho (q.23 a.2 ad 1). (S. Th., II-II, q.24, a.2, resp.)


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¿Puede crecer el amor de caridad en una persona?

La caridad en la presente vida puede recibir aumento. Somos, en efecto, viadores porque caminamos hacia Dios, último fin de nuestra bienaventuranza. En este camino, tanto más adelantamos cuanto más nos acercamos a Dios, a quien nos acercamos no a pasos corporales, sino con el afecto de nuestra alma. Este acercamiento es obra de la caridad, pues por ella la mente se une a Dios. Por eso es condición de la caridad de la presente vida que pueda crecer, pues de lo contrario cesaría el caminar. Y ésta es la razón por la que el Apóstol llama a la caridad camino diciendo: Os indico un camino más excelente (1 Cor 12,31). (S. Th., II-II, q.24, a.4, resp.)


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¿La caridad puede crecer indefinidamente?

Al aumento de una cosa se puede poner término de tres maneras. La primera, por razón de su forma, que es de una manera determinada, y, en llegando a ella, no se puede pasar adelante en la forma, pues si se diera esto tendríamos otra forma distinta. Esto se echa de ver en el amarillo, que, al rebasarse sus perfiles por alteración continua, se torna blanco o negro. La segunda manera, por parte del agente cuya capacidad activa no puede aumentar más la forma en el sujeto. Por último, por parte del sujeto, que no es capaz de mayor perfección.

Pues bien, por ninguno de estos modos se pone término al aumento de la caridad en esta vida. La caridad misma, por su propia especie, no tiene límite en su crecimiento, dado que es una participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo. Es igualmente de virtud infinita la causa del aumento de la caridad: Dios. Por último, tampoco por parte del sujeto se puede señalar límite a ese aumento, ya que, creciendo la caridad, se incrementa la capacidad para un aumento superior. En suma: no se puede señalar término al crecimiento de la caridad en esta vida. (S. Th., II-II, q.24, a.7, resp.)


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¿Puede ser perfecta la caridad en esta vida?

La perfección de la caridad se puede entender de dos maneras: por parte del objeto amado y por parte del sujeto que ama. Por parte del objeto amado puede ser, efectivamente, perfecta la caridad si se le ama cuanto es amable, y Dios es tan amable cuanto bueno. Como su bondad es infinita, es infinitamente amable. Ahora bien, no hay criatura alguna que pueda amarle de manera infinita, pues toda criatura es finita. En este sentido, pues, no puede ser perfecta la caridad de ninguna criatura; solamente lo es la caridad con que Dios se ama a sí mismo.

Por parte del sujeto que ama se dice que es perfecta la caridad cuando se ama tanto como es posible. Esto puede acaecer de tres modos. Primero: que todo el corazón del hombre esté transportado en Dios de una manera actual y continua. Esta es la perfección de la caridad en la patria, mas no en esta vida, en la que, por debilidad de la vida humana, es imposible pensar siempre en Dios y moverse por amor a El. Segundo: que el hombre ponga todo empeño en dedicarse a Dios y a las cosas divinas, olvidando todo lo demás, en cuanto se lo permitan las necesidades de la vida presente. Esta es la perfección de la caridad posible en esta vida, aunque no se dé en todos los que tienen caridad. Tercero: poniendo habitualmente todo el afecto en Dios; es decir, amarle de tal manera que no se quiera ni se piense nada contrario al amor divino. Ésta es la perfección corriente de cuantos tienen caridad. (S. Th., II-II, q.24, a.8, resp.)


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Es posible crecer en el amor de caridad: estas son sus principales etapas

Bajo algunos aspectos, el crecimiento de la caridad puede ser comparado con el crecimiento corporal del hombre. Este, aunque se pueden distinguir muchos grados, presenta, no obstante, determinados períodos muy bien determinados, caracterizados por las distintas actividades o aficiones hacia las que es impulsado el hombre a medida que va creciendo. Así, existe la edad infantil, antes de llegar al uso de la razón. Viene después un segundo estado, que corresponde al momento en que comienza a hablar y a razonar. Luego, un tercer estado, el de la pubertad, cuando el hombre es apto para engendrar. Y así, desde ese momento hasta que logra su desarrollo perfecto.

De forma semejante, en la caridad se distinguen también diversos grados según las preocupaciones (dominantes) que impone al hombre con su aumento. En primer lugar, la preocupación primordial del hombre debe ser apartarse del pecado y resistir a las concupiscencias que le mueven en sentido contrario al de la caridad. Es la ocupación de los principiantes, cuya caridad se debe nutrir y fomentar para que no se pierda. Después de ésta viene una segunda preocupación, que es trabajar principalmente para progresar en el bien. Esta preocupación es la propia de los aprovechados, que se esfuerzan principalmente en robustecer la caridad por el crecimiento. Llega, por fin, un tercer grado en el que la preocupación del hombre va encaminada principalmente a unirse con Dios y a gozar de El. Es el grado de los perfectos, los cuales desean morir y estar con Cristo. Es en síntesis lo que vemos en el movimiento corporal, en el que distinguimos tres momentos: primero, arrancar del punto de partida; segundo, acercamiento al término; finalmente, descansar en él. (S. Th., II-II, q.24, a.9, resp.)


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¿En qué sentido y cómo llega a disminuir la caridad?

La cantidad de caridad con relación a su objeto propio, según hemos expuesto (a.4 ad 1; a.5), no puede ni disminuir ni aumentar. Pero, dado que recibe aumento por parte del sujeto, conviene considerar si en este sentido puede o no disminuir. Pues bien, en la hipótesis de que disminuya, hay que considerar también si lo hace por algún acto, o simplemente absteniéndose de él. De este último modo disminuyen las virtudes adquiridas con actos, y a veces desaparecen, como hemos expuesto (1-2 q.53 a.3). Por eso en VIII Ethic. escribe el Filósofo sobre la amistad: Cortó muchas amistades el no frecuentarlas, es decir, no recurriendo al amigo o no hablando con él. Esto sucede porque la conservación de una cosa depende de su causa, y como la causa de la virtud adquirida es el acto humano, cuando éste cesa, va aminorándose la virtud hasta terminar desapareciendo. Esto no ocurre en el caso de la caridad, ya que ésta no la causan los actos humanos, sino Dios, como hemos expuesto (a.2). Por eso, incluso cesando el acto, ni disminuye ni desaparece, con tal de que no haya pecado en esa cesación.

De todo esto se debe concluir que la disminución de la caridad no puede tener otra causa que Dios o algún pecado. Dios, en verdad, no nos inflige ninguna disminución sino por vía de pena, en cuanto que retira la gracia en pena del pecado. Por eso tampoco puede disminuir la caridad sino a modo de pena, y ésta se debe al pecado. La consecuencia de esto es que, si disminuye la caridad, su causa efectiva o meritoria es el pecado. El pecado mortal, por su parte, no disminuye la caridad de ninguno de esos modos, sino que la destruye totalmente. La destruye de manera efectiva, porque todo pecado mortal es contrario a la caridad, como veremos después (a.12). La destruye también merecidamente, pues, al pecar mortalmente obrando contra la caridad, merece que Dios se la retire.

De igual modo, tampoco el pecado venial puede disminuir la caridad ni de manera efectiva ni de manera meritoria. No efectivamente, porque el pecado venial no afecta directamente a la caridad, ya que ésta versa sobre el último fin, mientras que el pecado venial es un desorden en los medios, y no disminuye el amor del fin por el hecho de incurrir en alguna deficiencia en lo que a él conduce. Es lo que acontece a veces con los enfermos muy preocupados por su salud, y que, no obstante, no observan convenientemente la dieta. Otro tanto ocurre también con las ciencias especulativas, en las que las opiniones falsas sobre las conclusiones no aminoran la certeza de los principios. De igual modo, tampoco el pecado venial merece la disminución de la caridad, pues quien incurre en deficiencias en lo menor, no merece por ello sufrir detrimento en lo mayor. Dios, en realidad, no se aparta del hombre sino cuanto éste se aparta de Dios. Así, quien se comporta desordenadamente en lo que lleva al fin, no merece sufrir detrimento en la caridad, que ordena al hombre al fin último.

En consecuencia, la caridad no puede sufrir detrimento si tomamos esta palabra en sentido directo. Puede, no obstante, en sentido indirecto, llamarse disminución en cuanto disposición a la corrupción, disposición que viene de los pecados veniales, o también de la falta de ejercicio de la caridad. (S. Th., II-II, q.24, a.10, resp.)


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¿Se puede llegar a perder el amor de caridad?

Por la caridad habita en nosotros el Espíritu Santo, como se deduce de lo que dejamos expuesto (a.2; q.23 a.2). Partiendo de ahí podemos considerar la caridad de tres maneras. La primera, de parte del Espíritu Santo, que mueve al alma a amar a Dios. Por esta parte, la caridad goza de impecabilidad por virtud del Espíritu Santo, que realiza infaliblemente lo que quiere. Resulta, por lo mismo, imposible que sean al mismo tiempo verdad estas dos cosas: que el Espíritu Santo quiera mover a uno al acto de caridad, y que éste pierda la caridad pecando, ya que el don de perseverancia se encuentra entre los beneficios de Dios, gracias a los cuales, quienes son librados, lo son ciertísimamente, como escribe San Agustín en el libro De praedest. Sanct..

En segundo lugar se puede considerar la caridad en su propia esencia. Bajo este aspecto, la caridad no puede sino lo que corresponde a su esencia. Por eso no puede pecar, lo mismo que ni el calor puede enfriar ni la injusticia hacer bien, como se expresa San Agustín en el libro De Serm. Dom.

Se puede, finalmente, considerar la caridad por parte del sujeto, que es voluble, según la libertad del libre albedrío. Esta relación de la caridad con el sujeto se puede, sin embargo, considerar de dos maneras: bajo la razón formal de la relación de la forma con la materia, y bajo la especial razón de las relaciones entre el hábito y la potencia. Corresponde, en primer lugar, a la forma existir en el sujeto de manera amisible cuando no informa toda la potencialidad de la materia, como se ve en las formas de los seres susceptibles de generación y de corrupción. En estos casos, la materia recibe una forma, quedándole todavía potencia para otra, como si la potencialidad de la materia no estuviera llena con su forma; por eso puede perderse una forma con la recepción de otra. Pero la forma del cuerpo celeste se recibe de manera inamisible, porque llena la potencialidad de la materia, de suerte que no le queda potencia para otra. Es lo que sucede con la caridad de la patria: es inamisible porque llena de manera total la potencialidad de la mente racional en cuanto que todos sus movimientos se dirigen continuamente a Dios. La caridad de la presente vida, en cambio, no llena de esta manera la potencialidad de su sujeto, porque no tiende siempre en acto a Dios. Por eso, cuando no tiende actualmente a Dios, la caridad es susceptible de ser perdida.

Por otra parte, lo propio del hábito es inclinar la potencia a obrar en la forma a él adecuada, haciendo parecer bueno lo que le es conforme, y malo lo que le es contrario. Pues lo mismo que el gusto aprecia los sabores según su disposición, la mente del hombre juzga también lo que debe hacer según su habitual disposición. Por eso en III Ethic. dice el Filósofo que cada uno aprecia el fin según es él mismo. En consecuencia, será inamisible la caridad donde lo que armonice con ella no puede ser sino bueno, o sea en la patria, en donde se ve a Dios en su esencia, que es la bondad misma por esencia. Por eso la caridad de la patria no puede perderse. Puede perderse, empero, la caridad de la vida presente, puesto que se encuentra en un estado en el que no se ve la esencia de Dios. (S. Th., II-II, q.24, a.10, resp.)


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¿Se puede perder el amor de caridad, una vez experimentado en esta tierra?

Por la caridad habita en nosotros el Espíritu Santo, como se deduce de lo que dejamos expuesto (a.2; q.23 a.2). Partiendo de ahí podemos considerar la caridad de tres maneras. La primera, de parte del Espíritu Santo, que mueve al alma a amar a Dios. Por esta parte, la caridad goza de impecabilidad por virtud del Espíritu Santo, que realiza infaliblemente lo que quiere. Resulta, por lo mismo, imposible que sean al mismo tiempo verdad estas dos cosas: que el Espíritu Santo quiera mover a uno al acto de caridad, y que éste pierda la caridad pecando, ya que el don de perseverancia se encuentra entre los beneficios de Dios, gracias a los cuales, quienes son librados, lo son ciertísimamente, como escribe San Agustín en el libro De praedest. Sanct..

En segundo lugar se puede considerar la caridad en su propia esencia. Bajo este aspecto, la caridad no puede sino lo que corresponde a su esencia. Por eso no puede pecar, lo mismo que ni el calor puede enfriar ni la injusticia hacer bien, como se expresa San Agustín en el libro De Serm. Dom.

Se puede, finalmente, considerar la caridad por parte del sujeto, que es voluble, según la libertad del libre albedrío. Esta relación de la caridad con el sujeto se puede, sin embargo, considerar de dos maneras: bajo la razón formal de la relación de la forma con la materia, y bajo la especial razón de las relaciones entre el hábito y la potencia. Corresponde, en primer lugar, a la forma existir en el sujeto de manera amisible cuando no informa toda la potencialidad de la materia, como se ve en las formas de los seres susceptibles de generación y de corrupción. En estos casos, la materia recibe una forma, quedándole todavía potencia para otra, como si la potencialidad de la materia no estuviera llena con su forma; por eso puede perderse una forma con la recepción de otra. Pero la forma del cuerpo celeste se recibe de manera inamisible, porque llena la potencialidad de la materia, de suerte que no le queda potencia para otra. Es lo que sucede con la caridad de la patria: es inamisible porque llena de manera total la potencialidad de la mente racional en cuanto que todos sus movimientos se dirigen continuamente a Dios. La caridad de la presente vida, en cambio, no llena de esta manera la potencialidad de su sujeto, porque no tiende siempre en acto a Dios. Por eso, cuando no tiende actualmente a Dios, la caridad es susceptible de ser perdida.

Por otra parte, lo propio del hábito es inclinar la potencia a obrar en la forma a él adecuada, haciendo parecer bueno lo que le es conforme, y malo lo que le es contrario. Pues lo mismo que el gusto aprecia los sabores según su disposición, la mente del hombre juzga también lo que debe hacer según su habitual disposición. Por eso en III Ethic. dice el Filósofo que cada uno aprecia el fin según es él mismo. En consecuencia, será inamisible la caridad donde lo que armonice con ella no puede ser sino bueno, o sea en la patria, en donde se ve a Dios en su esencia, que es la bondad misma por esencia. Por eso la caridad de la patria no puede perderse. Puede perderse, empero, la caridad de la vida presente, puesto que se encuentra en un estado en el que no se ve la esencia de Dios. (S. Th., II-II, q.24, a.10, resp.)


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Inseparable unión del amor a Dios y al prójimo

Según hemos expuesto (1-2 q.54 a.3), los hábitos no se diferencian sino porque cambia la especie de sus actos; todos los actos de una especie pertenecen al mismo hábito. Pues bien, dado que el carácter específico de un acto lo constituye la razón formal de su objeto, por fuerza han de ser de la misma especie el acto que versa sobre la razón formal del objeto y el que recae sobre un objeto bajo tal razón formal, como son específicamente lo mismo la visión con que se ve la luz y la visión con que se ve el color por medio de la luz. Ahora bien, la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que exista en Dios. Es, por lo tanto, evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo. Por eso el hábito de la caridad comprende el amor, no sólo de Dios, sino también el del prójimo. (S. Th., II-II, q.25, a.1, resp.)


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¿Se pueden o deben amar con amor de caridd las creaturas irracionales, como las mascotas?

La caridad, según hemos expuesto (q.23 a.1), es una amistad, y en ésta se incluyen dos cosas: el amigo con el que se tiene la amistad, y los bienes que se le desean. Del primer modo, ninguna criatura irracional puede ser amada por caridad, por tres razones. Las dos primera atañen a la amistad en general, que es imposible tener con las criaturas irracionales. En primer lugar, porque se tiene amistad con aquel al que queremos el bien, y propiamente no puedo querer el bien a la criatura irracional. Efectivamente, la criatura irracional no es apta para poseer como propio el bien, sino que este privilegio está reservado a la criatura racional, la única que, por libre albedrío, puede disponer del bien que posee. Por eso afirma el Filósofo en II Physic. que, hablando de las criaturas irracionales, no afirmamos que les suceda algo bueno o malo sino por analogía. En segundo lugar, porque toda amistad se basa en alguna comunicación de vida, ya que nada hay tan propio de la amistad como convivir, según afirma el Filósofo en VIII Ethic.; y las criaturas irracionales no pueden tener comunicación en la vida, que es por esencia racional. No es, pues, posible tener amistad con ellos sino metafóricamente. La tercera razón es propia de la caridad, porque ésta se funda en la comunicación de la bienaventuranza eterna, de la cual no es capaz la criatura irracional. En consecuencia, con la criatura irracional no se puede entablar amistad de caridad. Se puede, sin embargo, amar por caridad a las criaturas irracionales, como bienes que queremos para otros, en el sentido de que por caridad queremos su conservación para honor de Dios y utilidad de los hombres. De esta manera, las ama también Dios en caridad. (S. Th., II-II, q.25, a.3, resp.)


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Una reflexión sobre el sano amor a sí mismo

Siendo la caridad, como hemos visto (q.23 a.1), amistad, podemos hablar de ella en dos sentidos. Uno, bajo la razón común de la amistad. En este sentido hay que decir que propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella. La amistad, en efecto, entraña cierta unión, ya que, como escribe Dionisio, el amor es un poder unitivo, y cada uno tiene en sí mismo una unidad superior a la unión. Y así como la unidad es principio de unión, el amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, ya que con los demás tenemos amistad en cuanto nos comportamos con ellos como con nosotros mismos: Lo amistoso para con otro —escribe el Filósofo— proviene de lo amistoso para con uno mismo; como tampoco hay ciencia sobre los principios, sino algo mayor, es decir, el entendimiento.

En otro sentido podemos hablar también de la caridad según su naturaleza propia, es decir, en cuanto es principalmente amistad del hombre con Dios, y, como consecuencia, con todas las cosas de Dios, entre las cuales está también el hombre mismo que tiene caridad. De esta forma, entre las cosas que por caridad ama el hombre como pertenecientes a Dios, está que se ame también a sí mismo por caridad. (S. Th., II-II, q.25, a.4, resp.)


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Las personas perversas ¿de verdad se aman?

Amarse a sí mismo en un sentido es común a todos; en otro sentido, es peculiar de los buenos, y en otro es característico de los malos.

Que uno ame lo que tiene como su propio ser, es común a todos.

Pues bien, se dice que el hombre es algo de dos maneras. La primera, en lo que afecta a su sustancia y naturaleza. En este sentido, todos se estiman en lo que son, es decir, compuestos de cuerpo y alma. De esta forma se aman todos los hombres, buenos y malos, porque desean la conservación de sí mismos. En segundo lugar, se dice que el hombre es algo según su principalidad, como del príncipe de la ciudad se dice que es la ciudad misma, y por eso lo que hace el príncipe se dice que lo hace la ciudad. De este modo no todos se tienen en lo que son. Efectivamente, lo principal que hay en el hombre es su alma racional, y es, en cambio, secundario su naturaleza sensible y corporal, llamando el Apóstol a la primera hombre interior, y a la segunda, exterior (2 Cor 4,16). Los buenos aprecian en sí mismos como principal su naturaleza racional, es decir, el hombre interior, y se estiman en ello; los malos, en cambio, consideran que lo principal es la naturaleza sensible y corporal, o sea, el hombre exterior. Por eso, al no conocerse bien, no se aman de verdad a sí mismos, sino que aman lo que creen que son. Los buenos, en cambio, conociéndose bien, se aman de verdad.

Esto lo demuestra el Filósofo en IX Ethic. por cinco condiciones propias de la amistad. Cada uno de los amigos quiere: 1.° la existencia de su amigo y que viva; 2.° le quiere bienes; 3.° le hace el bien; 4.° convive con él plácidamente; 5.° coincide con sus sentimientos contristándose o deleitándose con él. Conforme a esto, los buenos se aman a sí mismos según el hombre interior: quieren que se conserve en su entereza y le desean sus bienes, que son espirituales; trabajan para alcanzarlos, y gustosamente se vuelven a su corazón, pues en él encuentran buenos pensamientos al presente, y el recuerdo de bienes pasados y la esperanza de los futuros, con que también reciben placer. De igual manera no toleran en sí mismos división de la voluntad, porque toda su alma tiende a una sola cosa. Los malos, por el contrario, no quieren conservar la integridad de su hombre interior, ni aspiran a los bienes espirituales, ni trabajan por alcanzarlos, ni les deleita convivir consigo mismos, volviéndose al corazón en el que encuentran males presentes, pasados y futuros que detestan; ni siquiera están en paz consigo mismos por los remordimientos de su conciencia, a tenor de las palabras de la Escritura: Te argüiré y me opondré a tu paz (Sal 49,21). Con esto mismo se puede probar que los malos se aman a sí mismos según la corrupción del hombre exterior. Los buenos no se aman de esta manera. (S. Th., II-II, q.25, a.7, resp.)


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Una explicación sobre el amor a los enemigos

El amor a los enemigos se puede entender de tres maneras. Primero, amarles en cuanto enemigos. Esto es malo y contrario a la caridad, pues sería amar la maldad ajena. Segundo, se puede tomar el amor a los enemigos como amor universal por la naturaleza común que tenemos con ellos. Desde este punto de vista, el amor a los enemigos es exigencia necesaria de caridad en el sentido de que quien ama a Dios y al prójimo no puede excluir a sus enemigos del amor general al prójimo. En tercer lugar, el amor a los enemigos puede entenderse en sentido particular, es decir, como un movimiento especial de amor de alguien hacia su enemigo. Esto no es en absoluto exigencia necesaria de la caridad, ya que esta virtud no implica amor especial a cada uno de nuestros semejantes en particular, extremo que resultaría imposible. No obstante, ese amor especial, entendido como disposición de ánimo, es exigencia necesaria de la caridad en el sentido de estar dispuesto a amar a un enemigo en particular si hubiera necesidad. El hecho de que, fuera de un caso de necesidad, se dé testimonio, con obras, del amor hacia el enemigo por amor de Dios, pertenece a la perfección de la caridad. Efectivamente, amando en caridad al prójimo por Dios, cuanto más se ama a Dios, tanto mayor se muestra el amor hacia el prójimo, a pesar de cualquier enemistad. Es lo que sucede cuando se ama mucho a una persona: por este amor se ama también a sus hijos, incluso aunque fueran nuestros enemigos. En este sentido se expresa San Agustín. (S. Th., II-II, q.25, a.8, resp.)


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La adecuada relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo

Toda amistad considera con preferencia aquello que atañe principalmente al bien en cuya comunicación se funda, y así, la amistad política se fija principalmente en el príncipe de la ciudad, de quien depende el bien común total de la misma. Por eso los ciudadanos le deben también, sobre todo, fidelidad y obediencia. Pues bien, la amistad de caridad se cimienta en la comunicación de la bienaventuranza, que esencialmente radica en Dios como primer principio, y de él se deriva a todos los seres capaces de poseerla. Por eso Dios debe ser amado con caridad de manera peculiar y en sumo grado, dado que es amado como causa de la bienaventuranza; el prójimo, en cambio, como copartícipe nuestro de esa bienaventuranza. (S. Th., II-II, q.26, a.2, resp.)


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¿Es lógico decir que hay que amar a Dios más que a sí mismo?

De Dios podemos recibir dos tipos de bienes: de naturaleza y de gracia. El amor natural se funda en la comunicación de los bienes naturales concedidos por Dios, y en virtud de ese amor, el hombre, en su naturaleza íntegra, ama no sólo a Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo, y lo mismo hace cualquier otra criatura con el amor que le es propio, sea intelectual o racional, sea animal o, al menos, el natural en las cosas que carecen de conocimiento, como las piedras y demás cosas. La razón de ello está en el hecho de que, en un todo, cada parte ama naturalmente el bien común del todo más que el bien propio y particular. Esto se pone de manifiesto en la actividad de los seres: cada parte tiene, en efecto, una inclinación primordial a la acción común que redunda en beneficio del todo. Esto se echa de ver igualmente en las virtudes políticas, que hacen que los ciudadanos sufran perjuicios en menoscabo de sus propios bienes y a veces en sus personas. Con mucha mayor razón, pues, se da esto en la amistad de caridad, fundada en la comunicación de los dones de gracia. Por eso debe amar el hombre a Dios, bien común de todos, más que a sí mismo, porque la bienaventuranza eterna está en Dios como en principio común y fontal de cuantos pueden participarla. (S. Th., II-II, q.26, a.3, resp.)


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¿Cómo se comparan el amor a sí mismo y al prójimo?

En el hombre hay dos elementos: su naturaleza espiritual y su naturaleza corporal. Se dice que se ama a sí mismo el hombre cuando se ama según su naturaleza espiritual, como ha quedado ya expuesto (q.25 a.7). Bajo este aspecto, después de Dios debe amarse el hombre más a sí mismo que a otro cualquiera. Esto está claro por el motivo mismo de amar. Efectivamente, como hemos expuesto (a.2; q.25 a.12), Dios es amado como principio del bien sobre el que se funda el amor de caridad; el hombre, en cambio, se ama a sí mismo en caridad por ser partícipe de ese bien; el prójimo, empero, es amado como asociado a esa participación. Pero esa asociación se torna en motivo de amor en cuanto implica cierta unión en orden a Dios. Por consiguiente, así como la unidad es superior a la unión, el hecho de participar del bien divino el hombre es superior al hecho de que alguien esté asociado a esa participación. En consecuencia, el hombre debe amarse a sí mismo en caridad más que al prójimo. La confirmación de ello es el hecho de que el hombre no debe incurrir en el mal del pecado, que contraría a la participación de la bienaventuranza eterna, por librar al prójimo de un pecado. (S. Th., II-II, q.26, a.4, resp.)


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