La prudencia requiere de una dosis de sagacidad

Es propio del prudente formar un juicio recto sobre la acción. Ahora bien, la recta apreciación u opinión se consiguen, tanto en el plano operable como en el especulativo, de dos maneras: por invención propia y aprendiendo de otro. Mas igual que la docilidad va encaminada a disponer al hombre para recibir de otro una apreciación recta, la sagacidad se propone la adquisición de una recta opinión por propia iniciativa, pero entendida la sagacidad en el plano de la vigilancia o eustochia, de la que es parte. En efecto, la vigilancia o eustochia deduce bien en toda clase de asuntos; la sagacidad, en cambio, es habilidad para la rápida y fácil invención del medio, como vemos en el Filósofo en I Poster. Sin embargo, hay un filósofo que considera la sagacidad como parte de la prudencia, y la toma en el sentido de vigilancia en toda su amplitud. Por eso dice que la sagacidad es un hábito por el que pronto se sabe hallar lo que conviene. (S. Th., II-II, q.49, a.4, resp.)


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A la prudencia se llega por el camino de la docilidad

La prudencia tiene por objeto, como queda dicho (a.2 ad 1; q.47 a.3 y 6), las acciones particulares. Y dada la diversidad, casi infinita, de modalidades, no puede un solo hombre considerarlas todas a corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que, en materia de prudencia, necesite el hombre de la instrucción de otros, sobre todo de los ancianos, que han logrado ya un juicio equilibrado sobre los fines de las operaciones. Por eso escribe el Filósofo en VI Ethic.: Es conveniente prestar atención, no menor que a las verdades demostradas, al juicio y a las opiniones indemostrables de la gente experimentada, de los ancianos y de los prudentes, pues la experiencia les enseña a éstos a penetrar en los principios. De ahí que leemos también en la Escritura: No te apoyes en tu prudencia (Prov 3,5), y en otro lugar: Busca la compañía de los ancianos, y, si hallas algún sabio, allégate a él (Eclo 6,35). Ahora bien, lo propio de la docilidad es disponer bien al sujeto para recibir la instrucción de otros. Por lo tanto, es de buen sentido considerar la docilidad como parte de la prudencia. (S. Th., II-II, q.49, a.3, resp.)


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Relación entre inteligencia y prudencia

Aquí no tomamos inteligencia como facultad intelectiva, sino en cuanto implica cierta estimación recta de algún principio último conocido por sí mismo; así, hablamos de la inteligencia de los primeros principios. Ahora bien, toda deducción racional procede de principios considerados como primeros. Por lo mismo, todo proceso racional debe partir de esos principios. Dado, pues, que la prudencia es la recta razón en el obrar, todo el proceso de la misma debe derivarse necesariamente de un conocimiento claro de los principios. Por esa razón se pone la inteligencia como parte de la prudencia. (S. Th., II-II, q.49, a.2, resp.)


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¿De qué manera ayuda la memoria a la prudencia?

La prudencia, como hemos expuesto (q.47 a.5), versa sobre acciones contingentes. Ahora bien, en esas acciones no puede regirse el hombre por la verdad absoluta y necesaria, sino por lo que sucede comúnmente, ya que debe haber proporción entre los principios y las conclusiones, y de los unos deducir las otras, como expone el Filósofo en VI Ethic. Ahora bien, para conocer la verdad entre muchos factores es necesario recurrir a la experiencia, y por esa razón escribe el Filósofo en II Ethic. que la virtud intelectual nace y se desarrolla con la experiencia y el tiempo. La experiencia, a su vez, se forma de muchos recuerdos, como demuestra el Filósofo en I Metaphys. En consecuencia, la prudencia conlleva el tener memoria de muchas cosas, y por eso es conveniente considerar a la memoria como parte de la prudencia. (S. Th., II-II, q.49, a.1, resp.)


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¿Se puede hablar de “partes” de una virtud como la prudencia?

Se puede distinguir un triple género de partes: integrales, como son partes de una casa, la pared, el techo, el cimiento; subjetivas, como la vaca y el león en el género animal; potenciales, como la virtud nutritiva y la sensitiva en el alma.

Así, pues, son tres los modos de poder asignar partes a una virtud. El primero, por semejanza con las partes integrales. En este caso se dice que son partes de una virtud determinada aquellos elementos que necesariamente deben concurrir para el acto perfecto de la misma. Y así, entre los indicados (arg.1) se pueden tomar ocho para la prudencia, o sea, los seis de Macrobio, a los que hay que añadir otro, el de Tulio, o sea la memoria, y la sagacidad o eustochia, indicado por Aristóteles en VI Ethic., ya que el sentido de la prudencia se llama también inteligencia, y por eso escribe en VI Ethic.: De todas estas cosas conviene tener sentido, que llamamos inteligencia. De estas ocho, cinco pertenecen a la prudencia como cognoscitiva, o sea, la memoria, la razón, la inteligencia, la docilidad y la sagacidad; las otras tres le pertenecen como preceptiva, aplicando el conocimiento a la obra, es decir: la previsión o providencia, la circunspección y la precaución. La razón de esta diversidad resulta evidente teniendo en cuenta que en el conocimiento hay que considerar tres momentos. El primero de ellos es el conocimiento en sí mismo. Si se refiere a cosas pasadas da lugar a la memoria, y si a cosas presentes, sean contingentes, sean necesarias, se le llama inteligencia. El segundo, la adquisición misma del conocimiento. Este se logra o por enseñanza, y nos da la docilidad, o por propia invención, lo cual da lugar a la eustochia, que es el saber «conjuntar bien». Parte de la misma, como vemos en VI Ethic., es la sagacidad, que es una pronta conjeturación del medio, como se afirma en 1 Poster. El tercero es el uso del conocimiento, en cuanto que unas cosas conocidas nos llevan a conocer o juzgar otras, y esta tarea corresponde a la razón. La razón, por su parte, para preceptuar de una manera conveniente, debe poner en juego tres cosas. La primera, ordenar algo adecuado al fin, lo cual es propio de la previsión; la segunda, tener en cuenta los distintos aspectos de la situación, tarea que incumbe a la circunspección; la tercera, evitar los obstáculos, y esto atañe a la precaución. Las partes subjetivas de una virtud las llamamos especies de la misma.

Así consideradas, son partes de la prudencia en sentido propio, la prudencia con que cada cual se gobierna a sí mismo y la prudencia ordenada al gobierno de la multitud; una y otra son específicamente distintas, como dijimos en su lugar (q.47 a.2). La prudencia que gobierna a la multitud se diversifica, a su vez, según las especies distintas de multitud. Hay, en primer lugar, una multitud congregada en orden a un negocio particular, como el ejército se reúne para luchar, y de ellos se encarga la prudencia militar. Otra multitud se forma para toda la vida, como es la casa o familia, y ésta se rige por la prudencia económica; o la agrupación de una ciudad o de una nación, para cuya dirección reside en el jefe la prudencia de gobierno; en los súbditos, en cambio, la prudencia política propiamente dicha. Si tomamos la prudencia en un sentido amplio, implicando también la ciencia especulativa, como queda expuesto (q.47 a.2 ad 2) podemos entonces asignarle como partes la dialéctica, la retórica y la física, conforme a los tres modos del proceso científico: el primero, la demostración, que da origen a la ciencia, y esto compete a la física, bajo cuyo nombre quedan comprendidas las ciencias especulativas; el segundo parte de lo probable y forma la opinión, que da origen a la dialéctica; el tercero, de ciertas conjeturas deduce una sospecha o una leve persuasión, lo cual incumbe a la retórica. Se puede, no obstante, decir que estos tres pasos pertenecen a la prudencia propiamente dicha, pues ésta razona unas veces basándose en principios necesarios; otras, en cosas probables; a veces, también, incluso en conjeturas.

Se consideran asimismo partes potenciales de una virtud las virtudes anexas ordenadas a otros actos o materias secundarias porque no poseen la potencialidad total de la virtud principal. En este sentido se consideran partes de la prudencia la eubulia, que se refiere al consejo; la synesis, o buen sentido, para juzgar lo que sucede ordinariamente, y la gnome o perspicacia, para juzgar aquellas circunstancias en las que es conveniente, a veces, apartarse de las leyes comunes. La prudencia, por su parte, se ocupa del acto principal, que es el precepto o imperio. (S. Th., II-II, q.48, a.1, resp.)


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¿Ser prudente es algo de nacimiento?

De todo lo expuesto (a.3) consta que la prudencia implica conocimiento de los objetos operables, tanto universales como particulares, a los cuales aplica la prudencia los principios universales. Así, pues, respecto al conocimiento universal, coinciden la prudencia y la ciencia especulativa, ya que, como dijimos en su lugar (a.6), los primeros principios universales de una y otra son conocidos naturalmente, con la salvedad de que los principios comunes de la prudencia son más connaturales al hombre, ya que, como expuso el Filósofo en X Ethic., es mejor la vida especulativa que la vida humana. Mas otros principios universales subsiguientes, sean de la razón especulativa, sean de la razón práctica, no los tiene el hombre por naturaleza, sino que debe adquirirlos o por experiencia o por instrucción. Pero en cuanto al conocimiento particular de las cosas en las que se realiza la acción, hay que distinguir también. En efecto, la operación puede recaer sobre los medios o sobre el fin. Ahora bien, los fines rectos de la naturaleza humana están ya prefijados. Por eso puede haber inclinación natural hacia esos fines; y así, como hemos visto (1-2 q.51 a.1; q.63 a.1), hay quienes, por disposición natural, poseen determinadas virtudes que les inclinan hacia fines rectos, y, por lo tanto, tienen, también por naturaleza, un juicio recto sobre esos fines. Pero en las cosas humanas no están prefijados los medios, sino que se diferencian según la variedad de las personas y de los negocios. De ahí que, como la inclinación natural va orientada siempre a algo determinado, ese conocimiento no puede ser innato, si bien por disposición natural puede ser más apto uno que otro para discernir esos medios; el mismo fenómeno se repite también en las conclusiones de las ciencias especulativas. En consecuencia, dado que la prudencia no versa sobre los fines, sino sobre los medios, como hemos dicho (a.6; 1-2 q.57 a.5), síguese que no es natural. (S. Th., II-II, q.47, a.15, resp.)


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¿Puede darse prudencia en los pecadores?

La prudencia puede tener tres sentidos. Hay, en efecto, una prudencia falsa por su semejanza con la verdadera. En efecto, ya que es prudente quien dispone lo que hay que hacer en orden a un fin, tiene prudencia falsa quien, por un fin malo, dispone cosas adecuadas a ese fin, pues lo que toma como fin no es realmente bueno, sino sólo por semejanza con él, como se habla, por ejemplo, de buen ladrón. De este modo, por semejanza, se puede llamar buen ladrón al que encuentra el camino adecuado para robar. Es la prudencia de que habla el Apóstol cuando escribe: La prudencia de la carne es la muerte (Rom 8,6), porque pone su fin último en los placeres de la carne.

Hay un segundo tipo de prudencia, la verdadera, porque encuentra el camino adecuado para conseguir el fin realmente bueno. Resulta, sin embargo, imperfecta por dos razones. La primera, porque el bien que toma como fin no es el fin común de toda vida humana, sino solamente de un nivel especial de cosas. Por ejemplo, cuando uno encuentra el camino adecuado para negociar o para navegar, se dice de él que es un negociante o un marinero prudente. La segunda, porque falla en el acto principal de la prudencia. Es, por ejemplo, el caso de quien posee consejo y juicio rectos en los negocios referentes a toda la vida, pero no impera con eficacia.

Pero hay un tercer tipo de prudencia que es verdadera y perfecta; es la que aconseja, juzga e impera con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida. Es la única prudencia propiamente tal; la prudencia que no puede darse en los pecadores. La primera, en realidad, la poseen solamente los pecadores; la segunda, la imperfecta, es común a buenos y malos, sobre todo la prudencia imperfecta por algún fin particular, porque la que lo es por defecto del acto principal es exclusiva de los pecadores. (S. Th., II-II, q.47, a.13, resp.)


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Distintas clases de prudencia

Como hemos expuesto en otro lugar (a.5; 1-2 q.54 a.2 ad 1), las especies de hábitos proceden de la diversidad de objetos formales. Ahora bien, cuando se trata de hábitos ordenados a un fin, éste se convierte en razón formal de los hábitos, como hemos expuesto también (1-2 q.1 intr; q.102 a.1). Por lo tanto, las diversas especies de hábitos se distinguen necesariamente por su relación con los distintos fines. Pues bien, son fines diversos el bien propio, el bien de la familia y el bien de la patria. Por consiguiente, esto da lugar a que haya otras tantas especies diferentes de prudencia: la prudencia propiamente dicha, ordenada al bien personal particular; la prudencia económica, ordenada al bien común de la casa o de la familia, y la prudencia política, ordenada al bien común de la ciudad o de la nación. (S. Th., II-II, q.47, a.11, resp.)


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¿Es propio de la prudencia imperar?

Como ya hemos expuesto (a.2 sed contra), la prudencia es la recta razón en el obrar. Por lo tanto, el acto principal de la prudencia debe ser el acto principal de la razón en la dirección de obrar. En ella hay que señalar tres actos: el primero, pedir consejo, que, según hemos dicho (1-2 q.14 a.1), implica indagar. El segundo acto es juzgar el resultado de la indagación. Ahí termina la razón especulativa. Pero la razón práctica, que está orientada a la acción, va más allá, y entra en juego el tercer acto, es decir, imperar. Este acto consiste en aplicar a la operación el resultado de la búsqueda y del juicio. Y dado que este acto entra más de lleno en la finalidad de la razón práctica, se sigue de ello que es el acto principal de la misma, y, por consiguiente, lo es también de la prudencia. (S. Th., II-II, q.47, a.8, resp.)


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La prudencia y el “justo medio” en las virtudes morales

Conformarse con la recta razón es el fin propio de cualquier virtud moral. Y así, la templanza va encaminada a que el hombre no se desvíe de la razón por la concupiscencia; igualmente, la fortaleza procura que no se aparte del juicio recto de la razón por el temor o por audacia. Ese fin se lo señaló al hombre la razón natural, que dicta a cada uno obrar conforme a la razón. Ahora bien, incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es alcanzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios. (S. Th., II-II, q.47, a.7, resp.)


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La virtud de la prudencia guía a las demás virtudes humanas

El fin de las virtudes morales es el bien humano, y el del alma humana consiste en estar regulada por la razón, como demuestra Dionisio en el c.4 De div. nom. Es, por lo tanto, necesario que se dé previamente en la razón el fin de las virtudes morales. Y así como en la razón especulativa hay cosas conocidas naturalmente de las que se ocupa el entendimiento, y cosas conocidas a través de ellas, o sea, las conclusiones que pertenecen a la ciencia, así en la razón práctica preexisten ciertas cosas como principios naturales, y son los fines de las virtudes morales, porque, como ya hemos expuesto (q.23 a.7 ad 2; 1-2 q.57 a.1), el fin en el orden de la acción es como el principio en el plano del conocimiento. Hay, a su vez, en la razón práctica algunas cosas como conclusiones, que son los medios, a los cuales llegamos por los mismos fines. De éstos se ocupa la prudencia que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso no incumbe a la prudencia imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios. (S. Th., II-II, q.47, a.6, resp.)


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¿Por qué es tan alta virtud la prudencia?

Como ya hemos expuesto al tratar de las virtudes en general (1-2 q.55 a.1 obi.; q.56 a.1), virtud es la que hace bueno al sujeto que la posee y a sus actos. Pero el bien puede tomarse en dos sentidos: material, lo que es bueno; formal, la razón de bien. El bien en el segundo aspecto es objeto de la voluntad. Por eso, si hay hábitos que hacen recta la consideración de la razón sin tener en cuenta la rectitud de la voluntad, tienen menos carácter de virtud, porque orientan materialmente hacia un objeto bueno, es decir, a lo que es bueno, pero no bajo la razón de bien. Tienen, en cambio, más carácter de virtud los hábitos que se ordenan a la rectitud de la voluntad, porque consideran el bien no solamente de una manera material, sino también formal; es decir, consideran lo que es bueno bajo la razón de bien. Ahora bien, como queda ya expuesto (a.1 ad 3; a.3), a la prudencia atañe la aplicación de la recta razón al obrar, cosa que no se hace sin la rectificación de la voluntad. De ahí que la prudencia tiene no solamente la esencia de la virtud, como las demás virtudes intelectuales, sino también la noción de virtud propia de las virtudes morales, entre las cuales se enumera. (S. Th., II-II, q.47, a.4, resp.)


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La prudencia debe llegar hasta lo concreto y singular

Como queda expuesto (a.1 ad 3), corresponde a la prudencia no solamente la consideración racional, sino también la aplicación a la obra, que es el fin principal de la razón práctica. Ahora bien, nadie puede aplicar de forma adecuada una cosa a otra sin conocer ambas, es decir, lo aplicado y el sujeto al que se aplica. Las acciones, a su vez, se dan en los singulares, y por lo mismo es necesario que el prudente conozca no solamente los principios universales de la razón, sino también los objetos particulares sobre los cuales se va a desarrollar la acción. (S. Th., II-II, q.47, a.3, resp.)


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La prudencia, ¿es más de la voluntad o del entendimiento?

Como escribe San Isidoro en el libro Etymol.: Prudente significa como ver a lo lejos; es ciertamente perspicaz y prevé a través de la incertidumbre de los sucesos. Ahora bien, la visión pertenece no a la facultad apetitiva, sino a la cognoscitiva. Es, pues, evidente que la prudencia pertenece directamente a la facultad cognoscitiva. No pertenece a la facultad sensitiva, ya que con ésta se conoce solamente lo que está presente y aparece a los sentidos, mientras que conocer el futuro a través del presente o del pasado, que es lo propio de la prudencia, concierne propiamente al entendimiento, puesto que se hace por deducción. Por consiguiente, la prudencia radica propiamente en el entendimiento. (S. Th., II-II, q.47, a.1, resp.)


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¿La necedad es pecado?

Según hemos dicho (a.1), la necedad entraña cierto embotamiento del sentido para juzgar, sobre todo en cuanto se refiere a la causa suprema, fin último y sumo bien. Pero ese embotamiento para juzgar se puede sufrir de dos maneras. La primera, por indisposición natural, como en el caso de los enajenados, y esa necedad no es pecado. La otra, por la absorción del hombre en las cosas terrenas, hecho por el que su sentido queda incapacitado para captar lo divino, conforme al testimonio del Apóstol: El hombre animal no percibe lo que es del Espíritu de Dios (1 Cor 2,14), lo mismo que no saborea las cosas dulces quien tiene estragado el gusto con mal humor. Esta necedad es pecado. (S. Th., II-II, q.46, a.2, resp.)


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¿Por qué decimos que es peor la necedad que la ignorancia?

La palabra necedad parece que viene de estupidez, y por eso escribe San Isidoro en el libro Etymol.: Necio es el que por estupidez no se conmueve. La necedad difiere, sin embargo, de la fatuidad, como declara allí mismo San Isidoro, en que la necedad implica hastío del corazón y embotamiento de los sentidos, mientras que la fatuidad implica privación total de sentido espiritual. Por eso es adecuada la oposición de la necedad a la sabiduría. En efecto, como dice San Isidoro: Sabio viene de sabor, porque, al igual que el gusto es idóneo para percibir los sabores, discierne el sabio las cosas y las causas. Es, por lo mismo, evidente que la necedad se opone a la sabiduría como su contrario; la fatuidad, como pura negación. Porque el fatuo carece del sentido de juzgar; el necio, en cambio, lo tiene, pero embotado; y el sabio, por su parte, lo tiene sutil y perspicaz. (S. Th., II-II, q.46, a.1, resp.)


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