Espiritualidad y abnegación de un obispo santo

Oración y penitencia

La clave de cada persona está siempre en su vida interior. Santo Toribio, al decir de quienes más le conocieron, vivía «en perpetua y continua oración y meditación» y «andaba siempre embebido en El como un ángel». Por eso «sus pláticas no eran otra cosa sino tratar de Dios y de su amor». En medio de grandes trabajos y graves negocios, «vivía con Dios en una quietud de su alma, que no parecía hombre de carne». Según decían, verle rezar era un verdadero sermón, era la mejor predicación posible sobre la majestad del Dios, la bondad de Dios, la hermosura de Dios.

En realidad, Santo Toribio vivía siempre en oración. Durante los viajes interminables de sus Visitas pastorales, que le llevaban tantas horas y días, iba muchas veces retirado del grupo para poder orar. Y aún dedicaba más tiempo a la oración cuando estaba en Lima, donde paraba poco.

Conocemos al detalle el horario de estas estancias en Lima por un informe de su íntimo secretario particular Diego de Morales, uno de sus capellanes. Se retiraba el Santo hacia las doce de la noche, y se levantaba a las cuatro y media, pero al parecer «dormía muy poco», y buena parte de la noche estaba orando. Dedicaba a la oración dos o tres horas al comienzo del día, dos horas a fin de tarde, y otras dos por la noche. A las audiencias y otros asuntos dedicaba de ocho de la mañana a las dos de la tarde, hora en que comía, y otros ratos de la tarde.

«Su comida es muy escasa, y su cama una tabla con una alfombra, y todo lo demás de su vida responde a esto». No desayunaba, y ordinariamente no cenaba o «no tomaba más que un poco de pan y agua o una manzana verde». Su comida era tan frugal que un testigo próximo a él «no le vió comer aves, ni huevos, ni manteca, ni leche, ni tortas, ni dulces». Por otra parte, estando en su sede, jamás comió fuera de casa; y esta norma, que ya se fijó nada más llegar a Lima, la conocían y respetaban todos, también los Virreyes.

Todo hace pensar que tan extrema austeridad era vivida por Santo Toribio en parte por mortificación, pero también para dar a los españoles, y al clero en especial, un ejemplo máximo de pobreza, del cual a veces estaban no poco necesitados en el Perú. Esta anécdota ilustra bien la firmeza, y al mismo tiempo la gentileza y cortesía, con la que vivía Mogrovejo tan extrema abstinencia. Un hermano lego dominico le trajo un día, como regalo del Provincial, un cesto con una docena de manzanas. «El señor arzobispo llegó a la cestilla y alzando una hoja de parra tomó una manzana en las manos y dijo con mucho contento y risa: ¡qué linda cosa! y se volvió a este testigo diciendo: “mirad qué lindo”, y la volvió a poner en la cestilla y tapó con la hoja de parra, y dijo al fraile que besaba las manos al dicho Vicario Provincial por el regalo, que él estaba al presente bueno y que aquello sería a propósito para los enfermos de su casa, y así salió el fraile con la cestilla de la presencia del señor arzobispo; porque llegaba su limpieza a tanto como a esto, que jamás en mucho ni poco recibía cosa, aunque fuese de amigo y criado suyo».

Luis Quiñones, sobrino de Mogrovejo y vecino suyo de habitación, afirmaba que el santo arzobispo «se azotaba las más de las noches cruelmente», y el médico que por esta causa hubo de atenderle en alguna ocasión «se había enternecido de ver la carnicería que en las espaldas había hecho». Con todo esto, tiene razón Morales cuando dice que «parecía cosa sobrenatural el haber podido vivir tanto como vivió con tanta abstinencia que tuvo y poco regalo».

Y fray Mauricio Rodríguez: «Para lo mucho que trabajaba y lo poco que comía y la mortificación de su cuerpo y cilicios, se veía era cosa milagrosa cómo podía vivir y andar tan alentado y ágil por caminos y punas y temples rigurosos; y pareció que Nuestro Señor le sustentaba para bien de la Iglesia y amparo de los pobres». En fin, aunque sea sólo una frase, es significativo que en la carta del arzobispo Villarroel al Papa, pidiendo la beatificación de Mogrovejo, refiere la muerte de éste con la expresión «inedia confectum» (muerto de hambre).

La vida de Santo Toribio no abunda en actos extraordinarios o milagrosos. Pero toda ella fue un milagro de la gracia de Cristo.

La última visita del santo arzobispo

El 12 de enero de 1605, al iniciar su tercera y última Visita general, Santo Toribio era consciente de que su vida y ministerio llegaban a su fin. A su hermana Grimanesa le dijo al despedirse: «Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más».

No hacía mucho que había regresado de unas duras y fatigosas entradas a los temibles yauyos y a los macizos de Jauja. Ya con 66 años, una vez más, sacando fuerzas de Cristo Salvador, allá va de nuevo por las inmensas distancias de Chancay, Cajatambo, Santa, Trujillo, Lambayeque, Huaylas, Huarás… La Semana Santa de 1606 está en Trujillo. Quiso ir a Saña, a consagrar los óleos, pero se lo desaconsejaron vivamente, «por ser tierra muy enferma y cálida y que morían de calenturas».

Sin hacer caso de ello, emprendió el camino de Saña, haciendo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos tenían un monasterio de Guadalupe, y allí pudo rezar a la Virgen morena, la extremeña amada de los conquistadores. Más visitas: Chérrepe y Reque. A Saña llegó muy enfermo, y a los dos días, el Jueves Santo, 23 de marzo de 1606, a los 67 años de edad, entregó su vida al Señor quien no había hecho otra cosa en todo el tiempo de su existencia.

Bartolomé de Menacho, que acompañaba en Saña al arzobispo, cuenta que aquel día pidió que le dejaran solo y se fueran a comer. «Estando en la antesala comiendo, oyeron que dijo el señor arzobispo: “Ya te he dicho que eres muy importuno, vete, que no tienes qué esperar aquí”. Las cuales oídas se levantaron con gran prisa y entraron en la cámara del dicho señor arzobispo, donde no vieron a persona alguna. Y él les dijo que no le dejasen, porque era llegado el tiempo de su partida. Y díjoles que abriesen el Libro Pontifical, para que le dijesen lo que en él está cuando muere el prelado. Y andando hojeando les pidió el dicho libro y señaló lo que dijo que le leyesen y dijesen allí en voces, y cruzando las manos con actos cristianísimos de un santo como era, habiendo recibido todos los sacramentos, dió la alma a Dios Nuestro Señor».

Santo Toribio de Mogrovejo fue canonizado en 1726, y en la santa Iglesia Catedral de Lima reposan sus restos. Bendita sea la memoria del santo patrón de los obispos iberoamericanos. Alabado sea Cristo, que lo hizo, y la santa Madre Iglesia que lo engendró.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Testimonio de austeridad y generosidad en Santo Toribio de Mogrovejo

Pobreza y limosna

El santo arzobispo renunció a recibir nada por sus ministerios episcopales, y hacía gratis las Visitas pastorales. En cuanto a la renta asignada por el Patronato real, al rey le comunica, para rechazar ciertas calumnias absurdas: he distribuído «mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha más tuviera; aborreciendo el atesorar hacienda, y no desear verla para este efecto más que al demonio».

Un caballero de su confianza, que le ayudaba a distribuir limosnas, afirmó que el Santo le tenía dicho «yéndole a pedir limosna, que no había de faltar, que cuando no la tuviese vendería la recámara y aderezo de su casa para darlo por Dios, y que no tuviese empaque de venir a la continua a pedirle limosna, porque la daba siempre de buena gana». Y que «si no bastase su renta, se buscase prestado para el efecto, que él lo pagaría». Gustaba de convidar a su mesa muchos días a indios pobres, y tuvo gran caridad con los emigrantes fracasados.

Cuando no había ya dinero para los pobres, los familiares del arzobispo estaban en jaque, pues sabían que en tales ocasiones entregaba a los pobres sus propias camisas y ropas personales o algún objeto valioso que hubiere en la casa. En cierta ocasión el capellán y fundador de un hospital vino a pedir limosna, y el señor Quiñones no pudo remediarle; pero al saberlo el señor arzobispo, le entregó secretamente una buena mula, que le tenían preparada para la próxima Visita, y un negro para el servicio del hospital, y con ellos se fue feliz «el buen viejo». Enterado Quiñones, corrió a recuperar la mula y el negro, pero no pudo hacerlo sin entregar seiscientos pesos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cuánto impacto causó la santidad de Toribio de Mogrovejo

Un hombre celestial

Nos enseña San Pablo que el primer Adán fue terreno, y de él nacieron hombres terrenos; en tanto que el segundo, Cristo, fue celestial, y según él son los cristianos hombres celestiales (1Cor 15,47-49). Pues bien, si nos atenemos a los testimonios de quienes le conocieron de cerca (Rgz. Valencia II,430s), Santo Toribio de Mogrovejo fue ciertamente un «hombre celestial». De él dicen que se le veía siempre con «un rostro risueño y alegre», y que «con ser hombre de edad, parecía un mozo en su agilidad y color de rostro». De su presencia apacible fluía con autoridad un espíritu bueno: «No parecía hombre humano», «parecía… una cosa divina», «un ángel en la tierra», «un santo varón en su aspecto», de manera que «era un sermón sólamente el verle».

Extremadamente casto y escaso en el trato con mujeres, según repiten los testigos -«no alzaba los ojos», «nunca le vió en liviandad», «tiene por cierto que conservó la virginidad e inocencia bautismal»-, vivió siempre la fidelidad, humilde en la presencia del Señor: «nunca le oyó ni vió pecado mortal, ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en él», con una rectitud total e invariable. Y en sus asuntos y negocios, «si entendía que se había de atravesar en ellos alguna ofensa de Dios y que lo que le pedían no era conforme a la ley de Dios y lo que el Derecho disponía y el santo Concilio de Trento y breves de Su Santidad, no lo hiciera por cuantas cosas hubiere en el mundo, y aunque se lo pidiese el Virrey y otra persona más superior». Varias personas son las que atestiguan que «decía muchas veces: reventar y no hacer un pecado venial».

No era, por lo demás, el santo arzobispo en absoluto retraído, y «en saliendo de la iglesia era muy afable con todo género de gente». Y «aunque no se conociera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangre ilustre, solo ver el trato que con todos tenía tan amoroso y tan comedido, se conocía luego quién era y se echaba de ver el alma que tenía». «Muy afable, muy cortés, muy tratable» repiten los testigos, y «no solo con la gente española, sino con los indios y negros, sin que haya persona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa ni descompuesta».

Esto quedó patente de modo extremo en los peores momentos del conciliábulo, cuando provocaciones, insultos y desplantes nunca lograron «desquiciarle» de lo que manda la caridad y la justicia. «Es muy apacible y agradable a los religiosos y sacerdotes -escriben en 1584 los canónigos de Lima, antes de tener con él pleitos y enfrentamientos-, y a todas las demás personas que con él negocian; así grandes como pequeños fácilmente pueden entrar a negociar con él en todo tiempo». En realidad «no tenía puerta cerrada a nadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque todos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirle limosna y a sus negocios y pedir su justicia».

Aunque fue muy estimado por cuatro de los cinco virreyes que conoció, no prodigaba su trato con las autoridades. Siendo a un tiempo ingenuo y sagaz, «cándido y sincero», «tenía a todos por buenos», «no le parecía que ninguno en el mundo podía ser malo», «ni creía en el mal que le dijesen de otro, mas antes volvía por todos y los defendía con un modo santo y discreto, y nunca consintió que nadie murmurase de otro». De su apasionado amor a los indios ya hablamos con ocasión de las Visitas pastorales…

La condición perfecta de su caridad se prueba no sólo por su benignidad, sino también por su fortaleza. Así por ejemplo, de un lado «defendía a sus clérigos como la leona a sus cachorros», pero de otro lado, como escribía al rey, «si para reformar nuestros clérigos no tenemos mano los Prelados, de balde nos juntamos a Concilio y aun de balde somos Obispos». No hubo tampoco fuerza civil o eclesiástica que le frenara en el cumplimiento de sus deberes pastorales más graves: «Nunca he venido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen… Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios y lo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respeto se ha de romper por todos los encuentros del mundo y sus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante»… Con ésta su fuerte caridad excomulga a cinco obispos suyos sufragáneos, y con ella misma levanta las censuras, cuando así lo exige el bien de la Iglesia. «Era la misma humildad, sin perder un punto de su dignidad».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Recuento de un tormentoso Concilio Arquidiocesano en tiempos de Mogrovejo

Tres ayudas para un Concilio

El magno Concilio de Trento se celebra en los años 1545-1563, dando un fortísimo impulso de renovación a la Iglesia. «Publicado en España en 1564 y recibido como ley del reino [1565], Felipe II concibió el generoso proyecto de secundarle inmediatamente con la celebración simultánea de Concilios provinciales en todas las metropolitanas de España y de sus reinos de Europa y de ultramar a lo largo del año 1565» (Rgz. Valencia I,193). En efecto, en 1565 se celebraron Concilios en Compostela, Toledo, Tarragona, Zaragoza, Granada, Valencia, Milán, Nápoles, Sicilia y México. Y en 1567, el Concilio II de Lima.

Continuando, pues, este mismo impulso de renovación eclesial, y en virtud del regio Patronato, en 1580 Felipe II encarga al recién elegido arzobispo de Lima con todo apremio, por real cédula, que reuna un Concilio provincial, y que exija asistencia a todos los obispos sufragáneos, «advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura». Sabía el rey las enormes dificultades que llevaba consigo la reunión de un Concilio al que habían de asistir obispos, a veces ancianos, desde miles de kilómetros de distancia. De ahí que su mandato, dado con la autoridad del Patronato Real, sea tan enérgico, reforzando así al arzobispo metropolitano en su llamada convocadora.

Por lo demás, la convocación del Concilio no era tarea fácil para Santo Toribio, recién llegado al sacerdocio, al episcopado y a América, y todavía joven entre tantos obispos maduros o ancianos. De todos modos, junto a la autoridad del rey, tuvo no pocas ayudas, de las que destacaremos aquí algunas.

Mucho ayudó siempre al santo arzobispo su primo segundo y cuñado Francisco de Quiñones, casado con Grimanesa. Como administrador general y limosnero, fue quizá una de las personas que mejor se entendieron con el Santo, y su mejor colaborador en todo el tiempo de su ministerio. Como perfecto caballero cristiano, fue el mejor cómplice de las desmesuradas limosnas del arzobispo, y fue para él también una gran ayuda en los muchos asuntos prácticos anejos a la celebración de aquel difícil Concilio. También fue hombre de confianza de los sucesivos Virreyes -exceptuando al de Cañete-, y ocupó cargos de mucha importancia: maese de campo, comandante de la flota del sur, corregidor de Lima, gobernador y capitán general de Chile en 1600, durante la segunda rebelión auraucana.

En segundo lugar, el virrey don Francisco de Toledo. Este hombre de gran valía, Caballero de Alcántara y observador en la Junta de 1568, en la que Felipe II reorganiza políticamente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autoridad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años de visita le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien dió al Perú y sur de América su organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. El virrey Toledo hizo finalmente cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo arzobispo. Pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio. El virrey don Martín Enríquez, designado para el Perú al mismo tiempo que Mogrovejo, mostró también un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo.

Por último, es preciso destacar a quien fue sin duda el brazo derecho de Santo Toribio en los altos asuntos de la gobernación pastoral de la Iglesia, el jesuíta padre José de Acosta (1540-1600), castellano de Medina del Campo, hombre polifacético, teólogo y canonista, naturalista y poeta, activo y en ocasiones -al decir del General jesuita Acquaviva- afectado de «humor de melancolía». Autor de la Historia natural y moral de las Indias, compuso también una obra admirable, De procuranda indorum salute, en la que, llevando a síntesis madura los estudios de autores precedentes, daba respuesta segura a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y misionales. Escrito entre 1575 y 1576, este libro, como dice el padre Francisco Mateos, «fue considerado desde su aparición como un importante Manual de Misionología, el primero de los tiempos modernos» (BAE 73, XXXVII). En el padre Acosta encontró el santo arzobispo un colaborador inteligente, y un negociador hábil y amable. Falta le hizo, tanto en Lima como en Madrid y en Roma.

Paciencia de santo en un conciliábulo

A la convocatoria del arzobispo, enviada por duplicado o por triplicado, fueron llegando por fin a Lima los obispos, ocho en total. Dominicos el de Quito, Paraguay y Tucumán. Franciscanos los dos chilenos, de Santiago y La Imperial, y seculares el arzobispo y los obispos de Cuzco y Charcas. Con los obispos se reunieron, además del Virrey, unos cincuenta teólogos, juristas, consultores, secretarios, oficiales y los prelados de las Ordenes religiosas. El padre José de Acosta era el principal de aquel equipo amplio de hombres expertos y prudentes.

Los obispos que llegaron tuvieron como primera sorpresa saber que el arzobispo no estaba en Lima, andaba misionando, y llegó sólo quince días antes de la apertura. Aún tuvieron otra sorpresa en este su primer encuentro con el arzobispo Mogrovejo. En la catedral de Lima, con el mayor esplendor, se reunió todo lo más distinguido de la ciudad para la consagración del obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra.

En las apreturas de la muchedumbre, una niña murió al parecer asfixiada. Ante los gritos angustiados de la madre, el arzobispo bajó del presbiterio, tomó a la niña en brazos, la llevó hacia el retablo, ante una imagen de la Virgen, y la elevó ante ella, quedándose a la espera de la misericordia de Dios. La niña volvió a la vida, y el Te Deum consiguiente resonó en la catedral como un clamor de agradecimiento, potenciado por el fragor del órgano (+Sánchez Prieto 180).

Aquel comienzo feliz era sólo el prólogo de la gran tormenta que se avecinaba sobre el Concilio apenas iniciado. Los obispos de Tucumán y de Charcas, que llegaron tarde, fueron la pesadilla en los inicios del Concilio. De ellos decía el arzobispo al rey: «De cuya ausencia entiendo yo fuera más servido Dios que de su presencia»… El obispo del Cuzco, por cuestiones de dinero, venía lastrado por un pleito muy grave, que el Concilio hubo de afrontar antes de entrar en materias propiamente conciliares. El obispo de Tucumán, también complicado en negocios y «granjerías», atizó en el Concilio el fuego de las primeras disputas. Y todo se complicó entonces de modo indecible y al margen de los temas propiamente conciliares, de tal forma que el señor arzobispo se quedó prácticamente solo, únicamente apoyado por el obispo franciscano de La Imperial. Otra desgracia: murió el virrey Enríquez en marzo de 1983.

Tan mal estaba la situación que Santo Toribio, en carta de abril al rey, le decía: «Recibieron tanto detrimento los negocios del concilio, que, a ser en mi mano, el día de su muerte lo disolviera». La situación se fue deteriorando más y más: hubo sustracción violenta del archivo del Concilio, destrucción de papeles y documentos comprometedores, alegaciones a la Audiencia Real, reunión aparte, en conciliábulo desafiante, de los obispos de Tucumán, Cuzco, Paraguay, Santiago y Charcas, excomunión de los prelados rebeldes… Un horror.

El santo arzobispo le escribe al rey: «Fueron los negocios adelante de tanta exorbitancia, que no bastaba paciencia humana que lo sufriese… Y así muchas veces le pedí a Nuestro Señor me diese la que bastase para poderlo sufrir, no dándoles ocasión para ello la menor del mundo… Porque un día me trataban de descomulgado, y otro me negaban la preeminencia… diciendo que no era cabeza del Concilio, y que allí dentro no tenía más que cualquiera de ellos… Otras veces que estaba en pecado mortal… Porque les iba a la mano en sus negocios y se los contradecía» (27-4-1584)… De la prudencia sobrenatural de Santo Toribio, de su humilde paciencia y caridad, quedan en esta ocasión testimonios verdaderamente impresionantes.

El secretario del Concilio, Bartolomé de Menacho: «Hubo muchas controversias y pesadumbres… Por la rectitud del señor arzobispo y freno que ponía en muchas cosas, se le desacataban con muchas libertades, de que jamás le vio este testigo descomponer ni oír palabra con que injuriase ni lastimase a ninguno… Ni después en casa, tratando sobre estas materias, le oyó ninguna palabra que pudiese notarse, cosa que le causaba a este testigo admiración… Mostró la gran paciencia y santidad que siempre tuvo con grandísimo ejemplo en sus obras y palabras, tan santas y tan ajustadas». El prior agustino: en el Concilio «dio muestras de mucha virtud y cristiandad, proponiendo cosas muy importantes y de mucha reformación para el estado eclesiástico, padeciendo de los obispos muchos agravios y demasías, todo con celo de que el Concilio se acabase y se definiesen». El comisario franciscano: «Es persona, por sus muchas virtudes, capaz de todo… Y al fin no pudo nada bastar para desquiciarle de la razón y justicia». Siete capitulares limenses escriben asombrados al rey, por propia iniciativa: el señor arzobispo Mogrovejo «es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta santa Iglesia tenía», y es de creer que su elección «fue hecha por divina inspiración» (28-4-1584) (+Rgz. Valencia I,233).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cuando Santo Toribio fue elegido Arzobispo de Lima

El primer arzobispo de Lima, don Jerónimo de Loaysa, murió en 1575. Y por aquellos años, tanto el rey como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y energía.

En marzo de 1578, siendo don Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don Toribio de Mogrevejo es designado para arzobispo de Lima. En ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que yo hice de su persona»… En aquel momento Mogrovejo es sólo clérigo de primera tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para decidirse, en agosto, a aceptar el nombramiento. Recibe entonces en Granada las órdenes menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como Inquisidor, recibe el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.

Prepara en esos años su viaje a América, donde le van a acompañar veintidós personas, entre ellas su hermana Grimanesa, con su marido don Francisco de Quiñones. Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, visita en Madrid el Consejo de Indias, es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que abre las puertas de las Indias. Por fin, en setiembre de 1580, desde Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Santo Toribio de Mogrovejo, patrono del episcopado latinoamericano

Un buen cristiano

Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca. Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo. Antes de él habían nacido dos hijos, Luis y Lupercio. Y después de él, dos hermanas, Grimanesa y María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia, y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.

Su educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar en Salamanca, una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho, en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coimbra.

Al parecer, pasó también en Coimbra dos años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.

Como es frecuente en los santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de Morales, afirma que «desde sus tiernos años consagró a Dios su virginidad», y que la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de dar limosna que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor salmantino en que vivía, el de Santiago de Oviedo, hubo de llamarle la atención por la dureza de las mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su madre, «dijo que era tan buen mozo y tan buen cristiano como no lo vio en su vida» (Rgz. Valencia I,91).

Por influjo quizá de su amigo Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, fue nombrado don Toribio Inquisidor de Granada, función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces éste 35, y fue aquél un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja, en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.