Historia de uno sin empleo, un parado

La enfermedad de nuestra hija arruinó mi vida.

Yo había nacido en Galilea, en una aldea cerca de Caná y heredé de mis antepasados un viñedo espléndido, plantado hacía más de cien años y que iba pasando de padres a hijos. Me casé, tuve hijos y mi vida transcurría en paz según las palabras del Profeta: “Habitarán cada uno debajo de su parra y de su higuera” (Mi 4,4).

Pero mi hija menor comenzó a padecer una extraña enfermedad de la que nadie parecía conocer ni el origen ni el remedio y tuve que peregrinar de médico en médico, sin que sus costosos tratamientos, que acabaron por arruinarnos, lograran sanarla.

La niña murió y tuve que vender mi viña para pagar mis deudas; el día en que se selló el contrato de venta, sentí que me arrancaban junto con ella las raíces de mi esperanza. Tuve que entregar también a mis acreedores la casa de mis padres.

Mi esposa y yo abandonamos el pueblo que nos había visto nacer para trasladarnos a un barrio mísero en las afueras de Caná, con la esperanza de que, como era tiempo de vendimia, alguno de los propietarios me daría trabajo de jornalero.

Al amanecer me presenté en la plaza y cuando a primera hora llegó el dueño de uno de los mejores viñedos, señaló con su dedo a diez hombres que, como yo, esperaban en silencio. Oí que ajustaba el salario en un denario pero a mí debió considerarme viejo y con pocas fuerzas y no me eligió.

Volvió a mediodía para llevarse a los pocos que quedaban y yo me senté en una esquina de la plaza con la cabeza hundida entre mis brazos, escondiendo de las miradas de los demás mi humillación y mi vergüenza.

A media tarde volvió, se acercó a mí y me preguntó:

– “¿Nadie te ha contratado?”.

– “Nadie, señor”, le respondí tragándome el orgullo.

– “Ven entonces a trabajar a mi viña”.

Le seguí asombrado porque faltaba sólo una hora para la caída del sol y me puse a recoger racimos con la torpeza de quien nunca ha trabajado con sus manos, acostumbrado a dar siempre órdenes a otros.

Cuando los capataces dieron la señal de fin de trabajo y ordenaron que nos fuéramos acercando a cobrar el salario empezando por los que habíamos llegado los últimos, pensé que me pagaría sólo unos céntimos. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que el dueño ponía en mi mano una moneda de un denario.

Le miré con asombro agradecido y cuando se cruzaron nuestras miradas sentí que sus ojos penetraban hasta lo más hondo de mi tragedia con un respeto y una compasión que nunca antes había experimentado.

– “Vuelve mañana”, me dijo y, mientras me alejaba, oí las protestas de mis compañeros al ver que cobraban lo mismo que yo.

El amo no pareció alterarse ante sus quejas y dijo:

– “¿Es que no ajusté con ustedes un salario justo? Si quiero darle a ese otro lo mismo que a ustedes ¿por qué se enfadan? ¿O es que vas a impedirme ser bueno y actuar con generosidad con quien yo quiera?”.

“Ser bueno, actuar con generosidad…” Eran unas palabras y una conducta a las que no estaba acostumbrado y que me invitaban a salir de los criterios estrictos de la retribución para respirar un aire que me era desconocido.

No lo dudé ni un instante. Al día siguiente, antes de que amaneciera, ya estaba yo trabajando en la viña y, cuando llegó el amo, había ya llenado con racimos varias espuertas.

– “No me pagues este tiempo de más. También yo quiero tener un corazón bueno como el tuyo”, le dije.

Y leí en su mirada la alegría de haber conseguido contagiar a otro el misterio de su gratuidad.

Historia de un faro

Historia de un faro

[Por M. Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.]

El velero había salido lleno de euforia y de esperanza del puerto de Buenos Aires buscando el Pacífico. Pero al llegar hasta allí no tenía más remedio que bordear la tierra en busca de la brecha que por el Cabo de Hornos le permitiera torcer hacia la derecha rumbo hacia el mar grande. Por eso puso confiado proa al sur, aunque su meta fuera el oeste.

Pero el cambio de rumbo no se hizo. Tal vez se navegaba con las velas demasiado desplegadas. Tal vez fuera de noche cuando se pasó frente a la brecha. A lo mejor sucedió durante una tormenta. No sé. Lo cierto fue que se continuó al sur, rumbo al frío, rumbo al polo.

El error se fue haciendo duda a medida que subía a la conciencia. Una vez plenamente instalado en la conciencia, la duda floreció en angustia.

El pobre velero se encontró rodeado por los témpanos, por el frío, las tormentas y un sol lejano que cada vez se alejaba menos del horizonte. Entonces fue cuando se tuvo conciencia de haber equivocado el rumbo. De estar marchando hacia la nada, hacia el vacío del frío y de la muerte. Se le preguntó a la brújula: pero la brújula había enloquecido. Porque en el polo las brújulas enloquecen y comienzan una danza que contagia a los marineros.

Ya no tenía sentido seguir. ¿Para qué? Si cada esfuerzo hacia adelante era un paso hacia la nada fría de la muerte. Algo que embretaba aún más entre los hielos, la oscuridad y las tormentas.

Se quiso preguntar a las estrellas. Pero las estrellas revoloteaban en círculo alrededor de un polo cósmico invisible lo mismo que los albatros alrededor del mástil del velero. En el polo, las estrellas no nacen ni mueren, simplemente giran equidistantes al horizonte. Allí, cerca del polo, poner proa una estrella hubiera sido simplemente girar sobre sí mismo.

Entonces ¿nada había ni en el barco ni en el cielo, que fuera capaz de devolver el rumbo? Porque el hecho de no saber dónde se estaba, quitaba todo sentido a lo que se tenía. Los grandes puntos de referencia eran todos ambiguos. Porque en el polo todo es ambiguo, hasta el mismo movimiento.

Y fue entonces cuando se recibió el mensaje.

Tres cortas – una larga – silencio. Tres cortas – una larga – silencio. Tres –

El brillo intermitente despertó la curiosidad de esos hombres hambrientos de señales. No. No podía ser una estrella; porque ese brillo estaba allí, sobre la misma línea horizontal que ellos. Participaba del movimiento de las mismas olas, rodeado por los mismos témpanos y el mismo desamparo del frío y las tormentas. Tenía que ser un signo de presencia humana. Era un faro.

Y el faro continuaba fiel al ritmo de sus intermitencias: tres cortas – una larga – silencio. Tres –

Y esos marineros aturdidos por el ruido y la tormenta que silbaba en el cordaje de sus mástiles hubieran preferido que en lugar de ese silencio, el faro les enviara una palabra con la que se identificara a sí mismo y los ubicara a ellos. Pero el faro en su soledad tenía sólo un medio para comunicarse y manifestar su identidad: la fidelidad al ritmo de sus intermitencias. Y continuó lanzando sobre la tormenta, las olas y los témpanos, su mensaje de luz con pañales de silencio.

¿Desembarcar en el faro? Era imposible. En esas latitudes los faros anidan en arrecifes. La palabra esperada estaba oculta en el silencio del velero mismo. Porque el velero contaba entre sus bienes con un libro de faros. Y fue allí donde los marineros fueron a identificar el mensaje de ese faro. Y fuer gracias a la fidelidad precisa y silenciosa a sus intermitencias por la que los marineros, mineros del silencio de ese libro, ubicaron la identidad del faro y con ello un punto de referencia para su propia posición. Entonces cada cosa antes incoherente, aportó su pequeño mensaje provisorio: la posición del sol en el horizonte, la hora del reloj, la danza de la brújula, y hasta las mismas estrellas.

Se supo que se estaba proa al polo. Y se viró en redondo. Y con ello los marineros supieron que el velero se había salvado. O mejor, que para ese velero comenzaba la oportunidad de salvarse.

Porque esa conversión profunda, aparentemente no había cambiado nada en la geografía concreta de su navegación. Seguían rodeados por los témpanos, el frío, las olas y los vientos. Su conversión no les había cambiado de geografía; simplemente los había colocado proa hacia una nueva dirección. Antes, seguir era avanzar hacia la muerte, hacia el frío del polo y de la nada. Ahora, navegar era avanzar hacia la luz, hacia la vida, hacia el encuentro con los demás hombres. Era regresar hacia su pueblo, dejando atrás la geografía del reino de las sombras. Pero allí los dos rumbos participaban aún del mismo medio externo. Y tal vez el esfuerzo para avanzar fuera ahora aún mayor que el anterior. porque había que hacer frente a todo eso que los había conducido hasta allí. Pero la diferencia estaba en que ahora los esfuerzos tenían sentido porque conducían a la vida. Porque entre los navegantes, lo que desanima no el tener que hacer esfuerzos, sino el que esos esfuerzos sean gestos vacíos de sentido.

Poco a poco fue quedando atrás toda esa geografía polar. Poco a poco las estrellas fueron inclinando sus órbitas buscando el horizonte, y la brújula fue estabilizándose. Y con ello se reentró en el mundo de las exigencias normales de la navegación a vela. Se siguió navegando con fidelidad a esa ruta, proa hacia esa meta donde muerte el sol.

Allá quedó el faro. Exigido por la fidelidad al ritmo de sus intermitencias, a su geografía polar y a su silencio. Porque el misterio personal del faro exige fidelidad a su arrecife, y un profundo respeto por la ruta personal de cada navegante.

Lo que no quita que a veces sufra de nostalgia al recordar a los veleros.

La Quinceañera – Una historia clásica

Mi hija cumplía quince años y le organizamos la fiesta en un salón para que invitara a todos sus amigos. Esa noche, a medida que iban llegando, se acomodaban en el lugar asignado y enseguida abrían sus celulares y se ponían a conversar por medio de mensajes de texto, o a jugar con esos aparatitos maravillosos entre mensaje y mensaje.

Era muy tierno verlos concentrados cada uno en la pantalla de sus sobrios y negros aparatos, como especificaba la invitación ?elegante sport y celulares negros?. Qué grandes están todos, pensar que los conozco desde que hablaban entre ellos. Todavía les recuerdo la voz, algunos no me creen que cuando eran chicos hablaban y se miraban a los ojos. Yo no los corregía, claro; ?ya van a crecer y van a aprender solos a no hablar?, pensaba.

Cuando llegó el momento del baile, cada uno conectó los auriculares a su celular, eligió la carpeta de canciones que más le gustaba y entró a la pista. Daba la sensación de que todos estaban bailando el mismo tema. La entrada de mi hija fue apoteótica, exultante de emoción. Sus amigos se desesperaban por ser los primeros en hacerle llegar su texto de felicitaciones, moviendo a toda velocidad sus pulgares. Algunos, los más previsores, ya tenían el mensaje preparado y lo único que debían hacer era apretar ?ok?. El teléfono de mi hija no paraba de vibrar y como era imposible leerlos todos, guardó algunos para más tarde. Me acerqué a ella y sin darme cuenta le dije:

– Feliz cumpleaños, hijita.

Ella me miró horrorizada y se apartó de mí. Preocupado, fuí tras ella y le pregunté si le pasaba algo, si había hecho algo que la incomodara. Tomó el celular y me mandó un mensaje de texto:

– M kres avrgnzar frnte a ms amgs? Hcme fvor, pra q stn ls tlfnos?

No tuve más remedio que abrir el mío y mandarle mis felicitaciones

– prdon, fliz cmplños, hjta. T am. Papá.

Fue el cumpleaños perfecto. Cómo pasa el tiempo, qué viejo estoy, pensar que casi le doy un beso.

Lo que le pasó a algún arquitecto

Cuentan que a un arquitecto que trabajaba en una gran empresa constructora, le encargaron un importante proyecto. Contaría con un gran presupuesto y con libertad suficiente para sacar a flote todo su genio artístico.

Con gran ilusión empezó a diseñar y a dar las primeras órdenes para la compra de materiales.

Y, claro, pensó que, con tanto dinero disponible, si en los materiales interiores, en los que no se ven, empleaba algunos de peor calidad, él se podría quedar con lo que no se gastaba. Nadie se enteraba y todos ganaban. En apariencia, ¡claro!

La construcción seguía su curso y cada vez más el arquitecto se sentía tentado de racanear en el precio de las cosas. Prefería menos calidad y más ganancia para él.

Y llegó el día esperado de la inauguración. Se preparó una gran fiesta y la expectación era enorme por ver el resultado. Sin más dilación, el discurso del presidente de la empresa se centró en el maravilloso trabajo del arquitecto. Y que, por ello, se merecía lo mejor. Por ello, el obsequio de la empresa como recompensa al trabajo realizado fue, ¡¡el edificio que había construido!!

Que oportunidad de haber empleado lo mejor en esta obra. ¡Y cómo iba a saber él que ese edificio era el premio a su trabajo! Hubiera empleado lo mejor de lo mejor, incluido en los materiales que no se ven.

Lo mismo nos pasa con la sociedad. No nos preocupamos de la calidad de los elementos que la conforman. No nos preocupamos de su célula básica: la familia.

Nos creemos que con tener personas para cubrir la siguiente generación es suficiente. Y que las familias tiren como puedan. Más importante es que trabajen y que coticen. Recaudar es lo más importante.

Sin embargo, no nos damos cuenta de que cómo tratemos y consideremos a la familia y a las personas que la conforman es como será la sociedad.

[Publicado primero en Actuall.]

Una historia breve

Fue aquel anciano a la tienda de celulares y presentó su reclamo: “Este aparato no sirve.”

El joven de la tienda recibió el reclamo y se dispuso a hacer las pruebas para ver qué estaba ma con aquel aparato. Volvió después de unos minutos y le dijo: “Señor su aparato está en perfectas condiciones.”

Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos. Y con voz quebrada comentó mientras se alejaba: “¿Y entonces por qué no me llaman nunca mis hijos?”

La historia de una borrica

El día había amanecido como tantos otros y poco a poco contemplaba cómo la oscuridad de la noche y el brillar de las estrellas iba desvaneciéndose con la llegada del nuevo día. No lo sé explicar pero algo en mi me hacía sentir muy contenta y bendecida. Surgía dentro de mí una alegría más inmensa que de costumbre. No porque mi amo me echara más pienso o que éste tuviera otro sabor. No, no era nada de eso, era otra cosa, otro sentimiento que ni yo sabía explicar.

De pronto muy apresuradamente llegaron dos muchachos. Yo no los había visto antes, mas no me intranquilicé porque parecían hombres de buen corazón. Mi amo me trataba bien y yo junto a él me sentía protegida, querida y amada. Yo vivía convencida de que nadie me podía maltratar porque así me tenía mi amo de quien yo estaba muy orgullosa, el daría toda su riqueza por mí.

Aquellos muchachos se miraron, sonrieron y humildemente se acercaron, yo seguía muy tranquila y de vez en cuanto movía mi cola en señal de mi satisfacción. Uno de ellos el que más joven parecía se arrimó más aún. Me miró como si me pidiera permiso, me desató y me guió por donde habían llegado. Al oír mis taconazos en aquella rocosa aldea, mi amo se presentó, parecía conocer a aquellos muchachos con lo cual no hubo tampoco mucha conversación. Solo alcancé a oír unas palabras < < el maestro la necesita>>

¿El maestro? ¿Quién era aquel? me preguntaba a mí mismo y por el camino fui contemplando aquellas palabras. ¿A mí? ¿El maestro? ¿Por qué especialmente a mí? Eran tantas las preguntas pero, sabia una cosa < < el amo no me abandonaría jamás en manos peligrosas>> ¡le había tomado tanta confianza!

Cuando llegamos vi a un grupito de hombres sentados escuchando a uno que les hablaba con fervor. Al vernos se levantaron para darnos una calurosa bienvenida, para mi sorpresa no faltó ni el pienso que tanto me gustaba ni el agua. Se acercó aquel hombre hasta mí, me acarició con la palma de su mano…. Nunca me había sentido tan feliz, sus manos eran distintas de las de mi amo, transmitían vida, cariño, amor, felicidad…y me dijo al oído < >. ¡Qué lástima, aquella última palabra, “no lo quisieron”! luego prosiguió < < sufriré pero reinaré eternamente>>. Me sentí honrada, me sentí plena y le hice una promesa desde el fondo de mi corazón, < >.

Aquellos que le escuchaban, trajeron sus mantos que las tendieron muy cariñosamente sobre mi espalda, y los acomodaron, Él se montó y empezamos el largo viaje. Yo conocía el camino porque lo había recorrido muchas veces con mi amo cuando íbamos a vender lana, recordaba muy bien aquellos muros hilados entre piedras meticulosamente encuadrados y encajados. Pero esta vez algo nuevo brotaba en mí, algo más me hacía levantar mi cabeza y mover para allá y para acá mis orejas con orgullo.

< >.

Muy cerca de la ciudad santa, se corrió la voz que aquel Maestro llegaba e irrumpieron muchos niños y una muchedumbre inmensa con sus ramos de olivos y palmas ya que en los alrededores había muchas huertas de olivos. Este Rey me pareció a mí que era muy popular y la gente se involucraban con él intentando tocarle y verlo, y unánime y fuertemente cantaban < >. ¡Nunca había sentido antes tanto honor! Todo el camino estaba alfombrado con mantos y ramas de olivos y yo las pisaba con gracia y arte.

Me gustaría haberle visto su cara pero sobre mi lo sentía feliz, seguro y que apreciaba mi fiel entrega. Por la gente llegó a mis oídos que era un Nazareno, que se proclamaba Hijo de Dios. Yo no lo dudé porque ya había tenido experiencia amistosa con él y había pasado a ser mi mejor amigo y compañero. También oí a la gente contando todo lo que había hecho tendiendo sus manos a todos sin distinción alguna, que era un profeta cargado de compasión y comprensión, que se mezclaba con los humildes, los pobres, los marginados. Que había incluso resucitado a un tal Lázaro. ¡Qué tipo de persona!, me encantaba. Cada vez afinaba más el oído para recoger más noticias sobre él y ¿cómo no? cada vez caminaba al compás de mis sentimientos. ¿Pues será que por ser humilde me escogió a mí? pensé pero no me dejé perder en estos pensamientos ya que quería conocer más su historia. El griterío de Hosanna resonaba cada vez más fuerte y aquello se quedó muy grabado en el fondo de mi corazón y de vez en cuanto repetía en mis adentros < >. Antes me habían llamado la atención los animales sacrificados sobre los altares pero ahora los sobrepasaba a todos, cargaba en mis espaldas al mismo Rey.

Entre tal barullo no supe lo pronto que llegamos, en ese lugar apreciado de Dios sobre la tierra, esto me susurraba en el oído mi amo cada vez que llegábamos en Jerusalén. Pero, ahora el mismo Dios en persona estaba en ella. No faltaron quienes increpaban a la gente para que se callaran pero mi Rey les dijo < >. Él no tenía miedo a nadie y hablaba con toda autoridad como un Rey. Me gustó mucho su respuesta, precisa, concreta y directa. Cada vez más la gente que nos habían acompañado se encogían de miedo y la aversión de los religiosos y la autoridades crecía en toda la comarca. Me dio mucha lastima, ¿por qué no lo querrían? ¿Por qué no se alegraban de su presencia? Entonces recordé sus palabras < >. Cesó el homenaje, Él muy de prisa se bajó de mi cabalgadura y me dejó en la custodia de sus discípulos. Pero en mí dejó una alegría y un orgullo de haber podido llevarlo y a la vez una tristeza al separarse de mí.

Hna. Catalina Mª Inmaculada

Encuentro de Einstein y Chaplin

Una sencilla anécdota sobre dos hombres grandes del siglo XX:

Se cuenta que en una reunión social Einstein coincidió con el actor Charles Chaplin. En el transcurso de la conversación Einstein le dijo a Chaplin:

– Lo que he admirado siempre de usted es que su arte es universal todo el mundo le comprende y le admira.

A lo que Chaplin respondió:

– Lo suyo es mucho más digno de respeto: todo el mundo lo admira y prácticamente nadie lo comprende.

Padres y madres admirables

Juan Bautista Sarto era alguacil en Riese, un pueblecito del norte de Italia, pequeño y humilde como la mayoría de los que había en toda aquella zona a mediados del siglo XIX. Aquel hombre vivía de su modesto empleo en el Ayuntamiento, de su trabajo en un pequeño huerto y de lo que le proporcionaba el cuidado de una vaca. Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba como costurera. Tenían diez hijos, aún pequeños. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto. Era una pena, pensaba, que esa inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para dar estudios a ninguno de sus hijos.

Un día de 1844 se plantó en su casa el coadjutor de la parroquia. Le dijo que habría que enviar a Beppino a estudiar a Castelfranco, porque el chico quería ser sacerdote. Su padre se angustió un poco. ¿Qué podía hacer él, un pobre alguacil de pueblo, sin más recursos que su huerto y su vaca, con tantos hijos a la mesa? Él esperaba, además, que Beppino empezara a ayudarle pronto a sostener a la familia, pero también estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote. No se le ocurrió mejor solución que redoblar su trabajo para costearlo, aunque de todas formas Beppino tendría que ir y volver a pie todos los días de Riese a Castelfranco.

Dicho y hecho. Su hijo salía de madrugada y volvía de noche. Castelfranco estaba a siete kilómetros y Beppino venía con los pies magullados, porque se quitaba las sandalias para no gastarlas por el camino. A la madre se le partía el corazón al verle llegar así. Pero no había más remedio. Y pasó el tiempo. El chico terminó brillantemente sus estudios en Castelfranco y tenía que continuarlos. Acudió al párroco. Todos querían sacar adelante la vocación de Beppino, pero ¿qué más podían hacer? Don Fito Fusarini tuvo una idea: escribirían al Arzobispo de Venecia, que era de Riese y procedía también de una familia humilde, como él. ¡Mamma mia! ¡El Patriarca de Venecia! Aquellas palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles en sus oídos: ¡El Patriarca de Venecia! Pero la escribió. ¿Qué hay -pensaba- que un padre no haga por un hijo que quiere ser sacerdote?

Pasaron las semanas. Cuando llegó la carta no se atrevían a abrirla. Les temblaba el pulso. Fueron corriendo a buscar al párroco. Don Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia concedía una beca para que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo de luz en medio de su pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la sotana, su mujer tuvo que llevar un viejo colchón al Monte de Piedad de Castelfranco. Siguieron las desgracias, porque el pobre alguacil falleció poco tiempo después. Y Beppino vio, con el corazón destrozado, cómo su madre tuvo que trabajar aún más, de día y noche, para sostener a la numerosa familia sin contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa, por sacar adelante la vocación de su hijo. Un día el pequeño Beppino llegaría a ser Cardenal de Venecia; y más tarde Papa, con el nombre de Pío X, y santo.

Una historia admirable, pero no un caso aislado. Como esta, podrían relatarse miles de historias en las que muchos padres cristianos han escrito, con sencillez, páginas admirables de heroísmo silencioso y de abnegación que han dado grandes frutos de santidad en toda la Iglesia. Su vida fue, en gran medida, la de sus hijos. Su vivir fue desvivirse por ellos, y la gloria de sus hijos es su mejor gloria.

La santidad de la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide ver a sus padres, pero fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron de que esa luz, encendida por el Espíritu Santo en el alma de sus hijos, no se apagara.

Sólo una pastilla más

Si eso fue lo que les dije a mis amigos, sólo una pastilla más y ya no volveré a consumir otra. Pero como siempre, nunca he podido de dejar de consumir drogas.

Mis padres y mis amigos me han dicho que deje de consumir drogas, porque puede irme mal y como siempre nunca les hago caso.

Hace dos días, consumí más de una pastilla sólo para salir de la depresión, me comenzó a doler la cabeza y me desmaye.

Recuerdo que al día siguiente amanecí acostado en la cama de un hospital, viendo a mis padres que estaban a un costado de la cama, llorando sin parar y yo sin poder moverme y decirles que no se preocupen que yo voy a estar bien.

Hoy estoy muy triste porque mis padres y amigos ya no me hacen caso, yo les hablo fuerte e incluso hasta les grito para que me hagan caso, pero ellos no me escuchan. Creo que yo ya estoy muerto por el simple hecho de que no me hablan e incluso juraría que no me ven.

En la tarde vi a mis padres llorar como nunca habían llorado, preguntándose porque tuve que morir.

Si tan sólo hubiera hecho caso, nada de esto hubiera pasado. Pero yo siempre decía: “Sólo una pastilla más” y ya no vuelvo a consumir otra, pero nunca cumplí. Qué lástima!

Así que, amigo, si te encuentras hundido en las drogas trata de salir de ellas antes de que te pase lo mismo y sea demasiado tarde.

No permitas que una pastilla, un cigarro, una cerveza o una inyección te domine. Fuiste hecho para gobernar y no para ser gobernado. Dios está a tu lado para ayudarte. Míralo a él.

“Cuando sea preciso, manda tu ángel de la guarda conmigo”

Todavía más elocuente es el hecho ocurrido con otra señora, llamada Banetti, campesina residente a algunos kilómetros de Turín, en Italia. El día 20 de septiembre, fecha en que se conmemoraba la recepción de los estigmas del padre Pío, era costumbre que las personas más devotadas del santo confesor le enviaran cartas de las más variadas partes de Italia y hasta de otros países.

La señora Banetti no encontró quien fuera a la ciudad para poner su carta en el correo. Se encontraba afligida por no poder enviar sus saludos a san Pío. Se acordó, entretanto, de la recomendación que le hiciera el santo, en la última vez que con él estuvo: “Cuando sea preciso, manda tu ángel de la guarda conmigo”.

En el mismo instante dirigió una oración a su celeste guardador: “Oh mi buen ángel, llevad vos mismo mis saludos al padre, pues no tengo otra forma de mandarlos”.

Pocos días después, la señora Banetti recibe una carta venida de San Giovanni Rotondo, lugar donde vivía San Pío, enviada por la señora Rosine Placentino, con las siguientes palabras: “El padre me pide que le agradezca en su nombre los votos espirituales que le enviaste”.

Cuando un hijo se despide de sus padres

“Amber y Tim Shoemake, dos estadounidenses residentes en Georgia, se llevaron una emotiva sorpresa el pasado viernes cuando, tras enterrar a su hijo Leland (de seis años de edad y fallecido debido a una extraña infección cerebral) descubrieron una nota de despedida escrita por él en su casa. En ella, el pequeño afirmaba que todavía les seguía queriendo y que siempre estaría con ellos. El mensaje, que fue subido a Facebook por los tristes padres, ya ha logrado volverse viral al conseguir miles de «Likes» y otros tantos comentarios…”

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Preciosa joya

Un muchacho entró con paso firme a la joyería y pidió que le mostraran el mejor anillo de compromiso que tuviera.

El joyero le presentó uno. La hermosa piedra solitaria brillaba como un diminuto sol resplandeciente. El muchacho contempló el anillo y con una sonrisa lo aprobó. Preguntó luego el precio y se dispuso a pagarlo.

– ¿Se va usted a casar pronto? – Le preguntó el joyero.

– ¡No! – respondió el muchacho – Ni siquiera tengo novia.

La muda sorpresa del joyero divirtió al comprador.

– Es para mí mamá – dijo el muchacho. Cuando yo iba a nacer estuvo sola; alguien le aconsejó que me abortara antes de que naciera; así se evitaría problemas. Pero ella se negó y me dio el don de la vida. Y tuvo muchos problemas. Muchos. Fue padre y madre para mí, y fue amiga y hermana, y fue mi maestra. Me hizo ser lo que soy. Ahora que puedo le compro este anillo de compromiso. Ella nunca tuvo uno. Yo se lo doy como promesa de que, si ella hizo todo por mí, ahora yo haré todo por ella. Quizás después entregué otro anillo de compromiso. Pero será el segundo.

El joyero no dijo nada. Solamente ordenó a su cajera que hiciera al muchacho el descuento que se hacia nada más a los clientes importantes.

Memoria de Caleruega

El idioma castellano toma su nombre de aquella amplia región de España que va señalada, en la geografía y en el alma, por castillos y fortalezas. Y doy un ejemplo: de lo alto del Torreón de los Guzmanes, en la antigua y noble Caleruega, se defendía, primero con los ojos y luego con las armas, el tesoro invisible pero precioso de la fe. Para eso estaban esas murallas, que pueden seguirse aquí y allá por la ribera del Duero: para descubrir desde la distancia al que viene sin ser invitado.

Torreón de los GuzmanesPero hablar así es demasiado eufemismo. El nombre que tiene esa amenaza no deja confusión para el cristiano de la Edad Media: los moros. Por temor a ellos, y para hacerles frente, los castellanos han levantado sus castillos. Bien entienden que la tierra que cultivan y habitan es cosa disputada. Saben de avances y retrocesos, batallas y emboscadas, combate y sangre; mucha sangre. Tradiciones aún más antiguas hablan del paso de El Cid. En largos atardeceres de verano los juglares recuerdan hazañas sobrehumanas que piden digna continuación. Improvisados cantantes e instrumentos se juntan para celebrar a un tiempo la alegría de ser libre, de ser cristiano y de ser victorioso. El ideal caballeresco se imprime así con vivos colores en las mentes de los niños, y pareciera que los jóvenes sólo tienen un motivo real de queja: que les ha tocado en suerte una época donde hay muchos menos combates y por tanto, así les parece, muchos menos héroes y titanes.

Mas aquellos campos conocen también otro tipo de batalla. La cosecha no es siempre buena, y el hambre no es visitante ajena, aunque nadie la quiera, por supuesto. Bien se nota que la vida no está amenazada sólo por la lanza o la porra: adentro las entrañas se quejan del alimento escaso y duro; afuera la piel protesta por falta de abrigo. En vano se rebusca entre castaños lo que hayan olvidado las aves y las fieras. ¿Qué solución habrá? ¿A quién acudirá la madre aturdida de dolor por la triste cantinela de los críos? ¿Qué camino no ha oteado el labriego de manos forzadamente ociosas?

Una fila de menesterosos se forma espontánea cerca del mismo Torreón que defiende la fe. Allí donde se protegen las almas encontrarán remedio también los cuerpos. A la puerta del Torreón, sonriente y discreta, una buena señora reparte algo de sopa humeante y hogazas generosas de pan crujiente. Se llama Juana, la de Aza, y es sabido que viene de noble cuna, como que su padre fue tutor del muy famoso Alfonso X. Pero ella de nada presume. Su mente está en la tarea y su único afán es que también hoy se repita el prodigio que sabe hacer la caridad, y nadie se quede con hambre.
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El Muro

Dicen que una vez un hombre, era perseguido por varios malhechores que querían matarlo. El hombre ingresó a una cueva. Los malhechores empezaron a buscarlo por las cuevas anteriores de la que él se encontraba.

Con tal desesperación elevó una plegaria a Dios, de la siguiente manera: “Dios todopoderoso, has que dos ángeles bajen y tapen la entrada, para que no entren a matarme”. En ese momento escuchó a los hombres acercándose a la cueva en la que el se encontraba, y vio que apareció una arañita.

La arañita empezó a tejer una telaraña en la entrada. El hombre volvió a elevar otra plegaria, esta vez mas angustiado: “Señor te pedí ángeles, no una araña.” Y continuó: “Señor por favor, con tu mano poderosa coloca un muro fuerte en la entrada para que los hombres no puedan entrar a matarme”.

Abrió los ojos esperando ver el muro tapando la entrada, y observo a la arañita tejiendo la telaraña.

Estaban ya los malhechores ingresando en la cueva anterior de la que se encontraba el hombre y este quedó esperando su muerte. Cuando los malhechores estuvieron frente a la cueva que se encontraba el hombre, ya la arañita había tapado toda la entrada, entonces se escuchó esta conversación:

Primer hombre:

– Vamos, entremos a esta cueva.

Segundo hombre:

– No, ¿no ves que hasta hay telarañas? nadie ha entrado en esta cueva. Sigamos buscando en las demás cuevas.

Dios como padre amoroso sabe perfectamente cuál es la respuesta apropiada para cada situación que se nos presenta.

Esperar que nuestras plegarias sean atendidas de acuerdo con nuestras reglas es desmerecer el poder de Dios que sabe no solo que nos hará más felices, sino también, qué es más conveniente para nuestra vida.

Al borde de la belleza

Lo primero que sorprende al visitante, al llegar a la remota aldea de Bedumila, es la ausencia de barreras, rejas, puertas o aquello que pueda marcar un límite. O si vamos a ser más precisos: los límites existen pero se marcan no con madera, piedra o metal sino con flores. Hay en particular una flor muy hermosa, llamada bedum o también a veces bedumia, nativa de esa región, y usada en todas partes como señal. Largas hileras de bedumias se encuentran en muchos sitios y no parece que se necesite nada más para contar en dónde termina, por ejemplo, una propiedad y empieza otra.
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