Un Sacerdote debe Ser

Muy grande y a la vez muy pequeño,
de espíritu noble como si llevara sangre real
y sencillo como el labriego.

Héroe por haber triunfado de sí mismo
y el hombre que llegó a luchar contra Dios.
Fuente inagotable de santidad
y pecador a quien Dios perdonó.

Señor de sus propios deseos
Y servidor de los débiles y vacilantes.
Uno que jamás se doblegó ante los poderosos
Y se inclina, no obstante, ante los más pequeños.

Y es dócil discípulo de su Maestro
y caudillo de valerosos combatientes,
pordiosero de manos suplicantes
y mensajero que distribuye oro a manos llenas.

Animoso soldado en el campo de batalla
y mano tierna a la cabecera del enfermo.
Anciano por la prudencia de sus consejos
y niño por su confianza en los demás.

Alguien que aspira siempre a lo más alto
y amante de lo más humilde…
Hecho para la alegría y acostumbrado al sufrimiento.
Ajeno a toda envidia.

Transparente en sus pensamientos.
Sincero en sus palabras.
Amigo de la paz.
Enemigo de la pereza,
Seguro de sí mismo.

Reflexiones sobre los Sacerdotes

Cuando se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote; cuando se piensa que ni los ángeles, ni los arcángeles, ni Miguel, ni Gabriel, ni Rafael, ni príncipe alguno que aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote;

Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo, en la última Cena, realizó un milagro más grande que la creación del universo con todos sus esplendores, y fue convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo; y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote;

Cuando se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los pecados, y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios, obligado por su propia palabra, lo ata en el Cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios;

Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar;

Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino;

Cuando se piensa que eso puede ocurrir porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes aullarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas y no habrá quién las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos;

Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él;

Cuando se piensa que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.

Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales; Uno comprende el afán con que, en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal; Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se reflejaba en las leyes;

Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación;

Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo;

Uno comprende que más que una iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado; Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor;

Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre, que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo.

La Vocación

¿Qué seré en esta vida?

Hay una experiencia que compartimos todos los seres humanos, todos nos hacemos preguntas. A todos nos inquieta el futuro, nuestro futuro, mi futuro. Me gustaría tenerlo todo claro, todo decidido, todo conseguido, pero la verdad es que no es así. En nuestra vida hay innumerables dudas. Pero entre todas ellas, hay una que posiblemente sea la que más nos aprieta:

¿Qué seré?
¿A qué me dedicaré en la vida para conseguir mi mayor objetivo, que es ser feliz?
¿Qué tengo que hacer para llevar a cabo los deseos y anhelos más íntimos de mi corazón, incluso aquellos que seguramente no me he atrevido a contar a nadie?

Todos necesitamos encontrar el sentido de nuestra vida, es decir, aquellos ideales por los que yo me decido libremente, y los convierto en mi razón fundamental para vivir y para actuar. La consecución de esos ideales se convierte para mí en apasionante motivo para luchar, esforzarme y superar las dificultades. Conseguirlo me hace feliz, da sentido a mi vida.

Pero esta búsqueda no siempre es fácil. Hay momentos en los que lo tenemos todo muy claro, pero en otros la confusión nos invade. Muchas personas se rinden en el camino y se conforman con encontrar pequeñas satisfacciones al momento actual y renuncian a construir un proyecto de felicidad, pero también es cierto que otros muchos, con tenacidad y constancia intentan caminar entre las dudas, y encuentran la luz.

Y en esta búsqueda los cristianos sabemos que no estamos solos. Dios, que no es una idea, ni un concepto, ni un mito; sino que, como dice el Catecismo, es nuestro Padre, vivo real y presente en la historia de los hombres, es quien nos ha llamado a la vida, y quien en el fondo ha puesto en nuestro corazón esas semillas de inquietud por conseguir unos ideales. Por eso, caminar con ese empeño nos hace felices, porque en el fondo es hacer fructificar las semillas depositadas por nuestro Padre en nosotros. Es responder a vocación a la que Dios nos llama.

Porque la vocación es eso, la llamada que Dios, que es Padre, nos hace a cada uno de nosotros a vivir nuestra vida según el proyecto que nos ofrece a cada uno de sus hijos.

Lo que yo haga en esta vida ¿no es sólo asunto mío?

Cada uno de nosotros no estamos en el mundo por casualidad. Dios nos llama personalmente a cada uno a vivir en este mundo, con un proyecto más grande, llegar a vivir la plenitud junto a Él.

Por el Sacramento del Bautismo somos hijos amados de Dios. Por tanto podemos llamar a Dios, Padre; y a todos los demás hombres y mujeres, les reconocemos como hermanos. El bautismo es una llamada a formar parte de un Pueblo, el Pueblo de Dios; a vivir como Comunidad, no vamos por libre y en solitario; a formar parte de la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo, el primer llamado y el que ha vivido la vocación de una forma más perfecta.

Si somos capaces de valorar nuestra vida como regalo de Dios, regalo único e irrepetible, seremos capaces de reconocer que la fe es un nuevo regalo que nos ofrece nuestro Padre. Entonces seremos capaces de salir al encuentro de Cristo, que se ha hecho hombre para encontrarse con nosotros y manifestarnos el amor de Dios a sus criaturas. Este encuentro nos hará descubrir que a cada uno de nosotros Cristo nos llama a una misión, llevar a mis hermanos la Buena Nueva de la salvación. Como en otro tiempo hizo con los Apóstoles, hoy nos dice a nosotros, “Id por todo el mundo…Anunciad el Evangelio de la salvación a vuestros hermanos….Sed mis testigos”.

La vocación cristiana es la llamada de Cristo a seguir su misión, esto es, a ser Sal de la tierra y Luz del mundo. El Papa Juan Pablo II ha dicho que “toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre. Él, como podemos leer en la Carta a los Efesios, nos eligió en Cristo para que fuéramos su pueblo… Él nos destinó a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo. La historia de toda vocación cristiana es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor”.

¿Cómo puedo saber qué quiere Dios de mí?

Para ser “sensibles” a la vocación es necesario “estar en la onda de quien nos llama”, esto es:
Descubrir que Dios es nuestro Padre. Dios no es un concepto, una idea, una fuerza anónima o un elemento de la mitología mas o menos fantástico. Dios, así nos lo vemos en el Antiguo Testamento y así nos lo presenta Jesús, es un ser personal, vivo, que ama y dialoga con sus criaturas. Y a quien en presente le presentamos nuestras súplicas, le damos gracias y le sentimos cerca.

Profundizar en el conocimiento de Jesucristo; tomar la determinación de seguir sus huellas, abriendo nuestra vida a la salvación y vivir la fe cristiana, es decir, vivir comprometidos con Cristo Jesús y fiándonos plena y gozosamente en él.

Es necesario ser sensibles a los problemas de nuestros semejantes, problemas materiales como la pobreza, la marginación o la injusticia, pero también problemas espirituales como pueden ser el hambre de Dios o la falta de valores, con la seguridad de que en nombre de Jesús también nosotros podemos tener una palabra o un gesto eficaz de salvación para nuestro mundo. Con todo lo que hemos dicho resulta fácil afirmar que todo proyecto de vocación cristiana pasa por pertenecer a la iglesia, es decir, formar parte de una comunidad de hombres bautizados, hombres y mujeres que han aceptado el proyecto de Jesús en sus vidas y se esfuerzan por vivirlo cada día de forma más plena.

En nuestra Iglesia, además, cada uno tenemos un puesto único. Dios acostumbra a llamar por nuestros propios nombres. Cada uno tenemos una responsabilidad. Cada uno debemos preguntarnos:

Señor, ¿qué quieres que haga?

La Iglesia tiene una misión de salvación en el mundo. Pero cada cristiano vive esa misión de una forma concreta según la llamada de Dios. Así lo dijo san Pablo en su carta a los Efesios (Ef. 4,11-13).

De acuerdo, yo quiero seguirte; pero ¿por dónde? En la Iglesia existen tres caminos de realización de la gracia del Bautismo. Tres vocaciones necesarias para la vida de la misma. Tres caminos de realización cristiana:

LA VOCACIÓN SEGLAR
El Sacramento del bautismo es una llamada de Dios a participar del ser y de la misión de Jesucristo. Es una llamada a la configuración progresiva con Cristo.
Esto le da al seglar una capacidad de ser otro Cristo en el mundo. Allí donde un cristiano realiza su misión conscientemente está presente la Iglesia de Jesucristo. El campo de acción del seglar es el mundo: la vida profesional, el centro de estudios, el barrio, la política, la familia etc…

LA VOCACIÓN A LA VIDA CONSAGRADA
Dios llama a hombres y mujeres a seguirle radicalmente con un estilo propio de vida.
Son cristianos que quieren seguir a Cristo en pobreza, no tener nada propio, sino al servicio de los demás; obediencia, vivir en disponibilidad total a la voluntad de Dios mediatizada en los superiores y la castidad, no formando una familia, pero dándose en un amor universal. Y todo ello viviendo en comunidad, es decir, en familia, entre hermanos.
Esta vocación se desarrolla con matices propios según el carisma del Fundador de una u otra congregación o instituto de vida consagrada. Los Fundadores han sido profetas que han sabido seguir a Jesucristo radicalmente en una época histórica concreta. Podemos recordar a muchos, por ejemplo Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Vicente de Paúl, Teresa de Calcuta, etc…

LA VOCACIÓN SACERDOTAL
El sacerdote es un hombre llamado por Jesús a ser todo para todos. Es un ministerio que se realiza como colaboradores del Obispo, sucesor de los Apóstoles. El sacerdote recibe el sacramento del Orden Sacerdotal mediante la imposición de las manos. Este gesto, realizado desde el principio por los Apóstoles, le une a una cadena sucesiva de hombres que han guardado la fidelidad a la tradición de la Iglesia; es decir, han querido ser fieles a los orígenes del cristianismo.

El sacerdote tiene en la comunidad tres funciones:

Predica la Palabra: Habla en nombre de Jesucristo para que quienes le escuchan le conozcan y se puedan convertir a él.

Preside los Sacramentos: Actúa en nombre de Jesucristo ante la comunidad. Preside la Eucaristía en la que proclama la Palabra de Jesús y parte y reparte a la comunidad el Cuerpo de Cristo, perdona los pecados, en nombre de Dios, y así en los demás Sacramentos.

Es Pastor y Guía del Pueblo: Aconseja, reprende, ilumina la fe, etc. Es decir, es el buen pastor que conoce a las ovejas y estas le conocen a él.

Tengo dudas, no sé qué hacer…

Si te inquieta vivir tu vocación cristiana, se sincero, paciente, humilde y valiente contigo mismo y pregúntale a Jesús:

Señor, ¿qué quieres que haga con mi vida?
¿Cuál es mi vocación?
¿Dónde y cómo podré servirte a ti y a los demás más y mejor?

La vocación es llamada de Dios. Pero hemos de tener la valentía de ponernos ante Él y preguntarle cuál es su voluntad.

La mayor alegría de un cristiano es poder decir un día: “Gracias, Señor, por encontrar mi vocación”, pues en definitiva ha encontrado su forma concreta de realización.

¿Qué vocación? Eso es cosa tuya y de Dios, pero no olvides que ya hay muchos jóvenes (y algunos no tan jóvenes) que te están diciendo: ¡SOY FELIZ!

¿Y tú?, ¿has empezado a buscar?, ¿has encontrado tu vocación?, ¿TE HAS DECIDIDO? Pero, sobre todo, no lo olvides, ÁNIMO, pues el resultado de tu búsqueda es tu camino para alcanzar la felicidad, y seguramente la de muchos más!

El Sacerdote

Antes que nada es un hombre, un hombre que siente, que llora, que tropieza, que ríe y que duerme. Un hombre que busca, que necesita, que pide y que ama. Un hombre.

Dios en Jesucristo, le trastornó la vida. Lo eligió, le mostró su afecto, lo llamó a seguirlo, le entregó un mensaje, le dio una misión y lo conquistó definitivamente.

Por eso, como una locura incomprensible decidió dejar todas las cosas para ir con Él por los caminos.

Abandonadas quedaron en el lago unas barcas y unas redes. Allí quedó una profesión, un estudio, un gran futuro o una gran fortuna. Allí quedó la hacienda, la familia, la patria, la esperanza de una encantadora mujer y unos hijos muy hermosos.

Sólo por EL, para darle a EL más minutos de la vida. Para conversar con ÉL sin interrupción. Para amarlo a ÉL con el corazón entero, para hablar sobre ÉL en cualquier momento.

Y así enamorado locamente, entra en cada casa para entregar una sonrisa, preside una asamblea para dar a Dios las gracias, perdona a un hombre arrepentido, para que pueda encontrar la paz, entrega su consejo sin esperar retribuciones.

Y a los pobres anuncia el Evangelio para que trabajen por su liberación. Su más profunda alegría y su aspiración más auténtica es que el joven o el adulto conozca a Jesús y lo experimente cerca.

Su único deseo es que los hombres se amen con el estilo de su amor. Que no teman. Que vivan. Que sean hombres plenamente. Que reconozcan la compañía cariñosa de un Dios que es y se declara Padre. El sacerdote es un hombre.

Muchos defectos y mediocridad lo limitan. Es débil, es a veces cobarde, ama a medias. Se apasiona. Es verdad. Pero él no fue llamado por su admirable perfección. Dios no lo eligió por el brillo de sus virtudes. Es llamado para ser instrumento, portavoz y transmisor de El.

En su gran debilidad Dios se muestra fuerte. Por eso el sacerdote no se anuncia a sí mismo. Anuncia siempre al que lo envió y a la comunidad que lo prolonga. Es ministro de la Iglesia a la que sirve. Trabaja en comunión.

Se afirma en la oración porque necesita oir a Dios antes de proclamar lo que El dice. Un sacerdote es padre amoroso para todos. Es pastor que da la vida. Es liturgo que celebra el paso de Dios entre nosotros. Es amigo, de los niños y de los enfermos, de los jóvenes y de los pobres, de los que necesitan cariño o compañía.

Y entre lágrimas y gozos ambiciona sólo una cosa: poder decir sinceramente: “Esto es mi cuerpo para que ustedes lo coman” “Esta es la sangre de mi vida, la derramo por ustedes, por cada uno, por todos, con un amor que me desborda”.

El Documento reciente del Vaticano

Algunos amigos me han preguntado por qué no he escrito nada sobre el reciente documento del Vaticano sobre la homosexualidad, o para ser más precisos, la Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las Órdenes sagradas, del 4 de noviembre de 2005, emitida por la Congregación para la Educación Católica y suscrita por el Papa Benedicto XVI.

La razón para mi silencio es muy sencilla: estoy de acuerdo con cada una de las palabras de la citada Instrucción, a la cual considero muy respetuosa con todos y muy clara sobre la mente de la Iglesia en esta materia tan importante.

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Religiosas, ¿qué futuro? (1)

¿Habrá religiosas en el panorama de la Iglesia dentro de diez años, cuarenta años, cien años? ¿Qué tan relevantes serán para ellas cosas como el uso del hábito o la oración en común? ¿Qué tipo de obediencia o de relaciones de autoridad, en general, existirán entre aquellas mujeres? ¿Será muy diferente la situación en los distintos países y culturas, o habrá fuertes estándares globales? ¿Es cierto lo que algunos dicen, que el Estado terminará de asumir lo que hoy llamamos obras asistenciales, y también la educación, de modo que quedará sólo espacio para la vida contemplativa? Las nuevas formas de consagración seglar y el impulso atrayento del compromiso laical ¿dejan espacio para una vida religiosa con todas sus exigencias de comunidad?

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Testimonio de Vocación Virginal

Ahora tengo 36 años, terminé mi carrera de ingeniería de sistemas a los 22 y me gradué a los 25. Pero, gracias a Dios sí supe desde niña que Dios era muy importante para mí y luego a los 11 años tuve una experiencia de Dios, tan dura y a la vez tan profunda, que le ofrecí mi vida al Señor.

Bueno, en cuanto a lo de los hábitos, para nosotras no son hábitos porque no somos religiosas. Se llama Vestido Litúrgico porque como su nombre lo indica lo usamos sobre nuestra ropa particular en los momentos litúrgicos de la Iglesia, la oración conjunta, las vigilias y la oración personal en casa.

Unas ya lo usamos por la etapa de formación en la que nos encontramos. Nuestras etapas son las siguientes, las llamamos “tiempos” y son:

1. Tiempo de Llamado

2. Tiempo de Bendición

3. Tiempo de Elección

4. Tiempo de Consagración Temporal

5. Tiempo de Consagración Perpetua.

El Vestido comienza a usarse a partir del Tiempo de Elección.

Tenemos un folleto o plegable que te podría hacer llegar por correo certificado si quieres. En ese caso me envías tu dirección y te lo envío.

También soy muy devota de la Santísima Virgen María, me gusta el estudio, la teología y la predicación. Pertenezco a la Asociación Kejaritomene específicamente al Cenáculo del Hijo, cuyo carisma es el estudio, la oración y la predicación. Me encanta la guitarra; medio la toco y canto para el Señor con ella.

En cuanto al apostolado, como no somos congregación religiosa cada una de nosotras ejerce sus carismas personales según sus profesiones o trabajos, allí donde nos desenvolvemos.

Entre nosotras hay abogadas, administradoras, secretarias, aseadoras, estudiantes universitarias, dibujantes, profesoras entonces no nos congrega el oficio sino la consagración de amor y entrega virginal al Señor por el Reino de los cielos.

Eso no impide nuestra ayuda a la parroquia, el ministerio de música, ministerios de la Comunión, el colaborar en las obras de los frailes Dominicos, ayudar en la catequesis, en fin….

Espero haber respondido a tus inquietudes.

Fraternalmente en el amor de Cristo y María.

Martha C. Gaitán,

Virgen Seglar Dominica

Carta del Padre Farinello a Jesús

Jesús, quiero agradecerte porque a pesar de mis infidelidades y mis pecados me sigues eligiendo: sigues dándome el sacerdocio. Y te lo agradezco infinitamente, porque ese es mi mayor tesoro.

Todo lo que soy, los momentos más hermosos y plenos de mi vida los he vivido como sacerdote…

Cuando levanto la hostia, mis manos tiemblan de emoción. Cuando atiendo a un enfermo grave y en tu Nombre perdono sus pecados. Cuando puedo ayudar a mi hermano. Cuando hago todo eso… ¡Soy tan feliz!

Por eso, a pesar de mis flaquezas y mis pecados, te agradezco que me hayas elegido. Gracias, Jesús.

Pero también tengo que reconocer y pedirte perdón por la falta de alegría que tengo en los últimos tiempos. ¡Me cuesta tanto sonreír, estar en paz y atender a mis hermanos con amor!

Me estoy volviendo nervioso, impaciente… Me siento desbordado, Jesús. Siempre hay gente, siempre hay pobres que me persiguen, que me piden, que esperan mi ayuda.

Y a veces, te lo confieso, quisiera desaparecer, borrarme de todo y vivir tranquilo, quedarme en mi casa leyendo un libro o mirando una película. Pero es imposible, me persiguen. Y entonces ya no tengo fuerza para sonreír y atenderlos con amor.

Lo peor de todo, Jesús, es que creo que ellos se dan cuenta de lo que me pasa. Y esto es terrible, Señor, porque no estoy cumpliendo con el mandamiento que, junto con el amor de Dios, resume toda la ley: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

Por esto, Jesús, también quiero pedirte perdón. Amén.

El padre Ferinello, también llamado el cura de los pobres, colabora día a día con su obra en la atención y cuidado de los más desposeídos. Su compromiso y su fe lo convierten en un ejemplo de entrega, servicio y amor.

Pablo VI ante el Misterio de la Muerte

LA MUERTE

Tempus resolutionis meae instat (Es ya inminente el tiempo de mi partida, 2Tim 4,6). Certus quod velox est depositio tabernaculi mei (Seguro de que pronto será depuesta mi tienda, 2Pe 1,14). Finis venit, venit finis (Llega el fin, es el fin, Ez 7,2).

Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.

Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿a dónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?; y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas: respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá.

Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.

Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial a mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan mi pequeñez: pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades. Servus inutilis sum (Soy un siervo inútil).

Ambulate dum lucem habetis (Caminad mientras tenéis luz, Jn 12,35).

CANTO A LA VIDA

Ciertamente me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: “vanitas vanitatum” (vanidad de vanidades).

En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia; y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado: demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar, mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador: parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.

¿Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo “qui per Ipsum factus est” (que fue hecho por El), es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría: y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño, todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero, es un reflejo de la primera y única Luz: es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipio, una invitación a la visión del Sol invisible, “quem nemo vidit unquam” (a quien nadie vio jamás, cf. Jn 1,18): “Unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit” (el Hijo primogénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha revelado). Así sea, así sea.

MISERICORDIA Y ARREPENTIMIENTO

Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción el “unum necesarium”, la única cosa necesaria?

A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grituo que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. “Kyrie eleison: Christe eleison: Kyrie eleison”.

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y cantar eternamente); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. “Tu scis insipientiam meam” (Tú conoces mi ignorancia, Sal 68,6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de san Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.

Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora.

Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, “cuya naturaleza es bondad” (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.

MI ENCUENTRO CON CRISTO

Después yo pienso aquí ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. “Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi profuisset” (En efecto, de nada nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados). Este es el descubrimiento del pregón pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que sólo se determina en relación a Cristo: “O mira circa nos tuae pietatis dignatio” (¡O piedad maravillosa de tu amor para con nosotros!). Maravilla de las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, la esperanza, el amor cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.

EL MISTERIO DE LA VOCACION

Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: “quae stulta sunt mundi elegit Deus… ut non glorietur omnis caro in conspectu eius” (eligió Dios lo necio del mundo… para que no se gloríe ninguna carne en su presencia, 1Cor 1,27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte: “Deus meus, Deus meus, audebo dicere… in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter… et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram. Tu autem conducis nos ad misericordiam” (Dios mío, Dios mío, me atreveré a decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente… y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos conduces a la misericordia (PL 40,1150).

Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en su amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no me permite volver a caer en mi sicología instintiva de pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: “Amen; fiat; Tu scis quia amo Te” (así sea, hágase; tú sabes que Te amo). Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: “in finem dilexit” (amó hasta el fin). “Ne permitas me separari a Te” (no permitas que me separe de ti). El ocaso de la vida presente, que había soñado reposado y sereno, debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu “Consummatum est” (todo está cumplido).

Recuerdo el anuncio que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del Apóstol: “Amen, amen dico tibi… cum… senueris, extendes manus tuas, et alius te cinget, et duce quo tu nos vis. Hoc autem (Jesus) dixit significans qua morte (Petrus) clarificaturus esset Deum. Et, cum hoc dixisset, dicit ei: sequere me” (en verdad, en verdad te digo… cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo Jesús indicando con que muerte Pedro glorificaría a Dios. Y, después de decir esto, añadió: sígueme, Jn 21,18-19).

CRISTO Y SU MISION

Te sigo: y advierto que yo no puede salir ocultamente de la escena de este mundo; tanto hilo me unen a la familia humana, tantos a la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen de mí un deber supremo. “Discessus pius” (muerte piadosa). Tendré ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo Él hizo previsión contínua y anuncio frecuente de su pasión, cómo midió el tiempo en espera de “su hora”, cómo la conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la institución del sacrificio eucarístico: “mortem Domini annutiabitis donec veniat” (anunciaréis la muerte del Señor hasta que vuelva).

Un aspecto principal sobre todos los otros: “tradidit semetipsum” (se entregó a sí mismo por mí); su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: “dilexit Ecclesiam”: amó a la Iglesia (recordar “le mystère de Jésus” de Pascal). Su muerte fue revelación de su amor por los suyos: “in finem dilexit” (amó hasta el extremo). Y al término de la vida temporal dió ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.

DESPEDIDA FINAL Y SALUDO A LA IGLESIA

Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.

Ahora hay que recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos: éstos son todos uno; en la confrontación con el mal que hay en la tierra y en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la humanidad y por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.

Hombres, comprendedme: a todos os amo en la efusión del Espíritu Santo, del que yo, ministro, debía haceros partícipes. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a vosotros, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones vengan sobre ti: ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad: y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo.

Amén. El Señor viene. Amén.

Señor, Tu lo sabes todo, Tu sabes que te Amo.

Jn 21, 17

Crónica de la ordenación sacerdotal de Rafael Sampayo

La Catedral Nuestra Señora del Carmen estaba dignamente adornada para una hermosa fiesta, más que una fiesta, una consagración especial. Con temor y temblor avanzamos los cuatro diáconos en medio de una multitud orgullosa de ver como Dios los bendecía con nuevos ministros para su servicio; el canto de “este es el día que hizo el Señor” inundaba todo el lugar y en mi corazón se confirmaba esa hermosa frase: sí, verdaderamente este es el día que hizo el Señor para consagrarme, para hacerme su sacerdote para la eternidad, es algo que nadie me va a quitar jamás.

Durante los días previos a la ordenación, en donde la oración, la paz, la alegría, los recuerdos hicieron paso por las vidas de quienes recibiríamos este maravilloso don, nos unimos estrechamente al compartir numerosas circunstancias que habíamos vivido a nivel individual y en medio de las comunidades en donde ejercíamos el diaconado. El apoyo y la oración de miles de personas nos mostraban cuanto nos estaba amando Dios: el llamado realizado por el Señor Obispo al Orden Sacerdotal, la alegría y dedicación de los formadores del Seminario Mayor, el orgullo de nuestras familias, el logro que tantos amigos hicieron propio este momento en que recibiríamos el Orden Sacerdotal, la esperanza de las Asociaciones nacientes en nuestra Diócesis de ver un ministro más que apoyara toda la obra que se está llevando a cabo, la mirada de muchos seminaristas de ver como algunos compañeros de ellos llegaban al momento tan anhelado del sacerdocio, la emoción en muchos jóvenes que todavía están discerniendo si Dios los está llamando para ser siervos suyos, y que en un momento de estos se podía definir su respuesta. En fin, todo estaba preparado para vivir el Gran Regalo de Dios.

Así llegué al lugar que me correspondía sentarme en la ceremonia, al lado del Diacono Hernando Tovar. Solo quería disfrutar ese momento, vivirlo, orarlo, dejarme amar por Dios. Ya todos los preparativos, temores, ensayos, habían quedado atrás, ahora era experimentar la ordenación sacerdotal en primera persona, ya no era un amigo o un conocido, no… me estaba ordenando sacerdote, y lo mejor que tenía que hacer era vivir esa Eucaristía única para mi vida.

La liturgia de una ordenación sacerdotal está cargada de numerosos signos en donde el candidato es aceptado por el Obispo, luego de ser presentado por el Rector del Seminario Mayor, el interrogatorio, la promesa de Obediencia ante el Obispo, la postración y el canto de las letanías, la imposición de las manos por parte del Obispo y todo el presbiterio, el revestirse con la estola sacerdotal y la casulla, la consagración con el santo crisma, la entrega de el cáliz y la patena, el ubicarse en el altar para la concelebración, el participar en la plegaria eucarística, el repartir la comunión como sacerdote… son momentos que no se apartarán de la memoria y mucho menos del corazón.

En medio de este conjunto magnífico y enriquecedor que posee la Iglesia Católica para una ordenación sacerdotal, dos aspectos recuerdo vivamente, sin desvirtuar los demás: la homilía pronunciada por Monseñor Octavio Ruiz, en donde nos recordaba que el sacerdote es sacado de en medio del pueblo para servirle, no cumple una función, es tomado por Dios para ser parte de su heredad, es ser pertenencia divina, propiedad de Jesucristo y como pertenencia suya, instrumento de santificación del pueblo al cual tiene que llevar a su Señor para que todos tengan un solo pastor y ser todos parte de un solo rebaño.

Otro momento que impactó mi vida en este “día que hizo el Señor” fue la imposición de manos por parte del Obispo, el Obispo Emérito y todos los sacerdotes, el sumergirme en la oración al recibir esta herencia desde tiempos apostólicos fue motivo para clamar al divino Espíritu que me inundara de El, me quemara con su fuego y sus llamas de amor jamás se extinguieran durante el resto de mi vida…

Que hermoso es ser sacerdote, que gran regalo he recibido y que responsabilidad tan enorme tengo ahora. Mas que soñar, es comenzar a servir, a entregarme, a dejar que el pueblo de Dios vea bendecir, perdonar, acompañar, consolar a Jesús a través de mí.

Es decirle al Señor, retomando también las palabras de Monseñor Octavio en su homilía: Señor tu lo sabes todo, tu sabes que yo te amo. Y como respuesta a ese amor, la misión es apacentar y confirmar a mis hermanos en el amor. Tú sabes que te amo, porque te he visto amándome muchas veces en mi debilidad y en mi alegría, porque a donde quiera que voy tu amor está allí dándome la bienvenida. Tu sabes que te amo porque amor con amor se paga y deseo realizar diariamente el ejercicio de amarte en todo lo que me presentes diariamente aunque no me parezca lo mejor, pero si tú me lo das, será lo mejor para mí… Tu sabes que te amo.

A la Madre de Dios le encanta guardar en su corazón a los sacerdotes, y ella, desde hace mucho tiempo me ha estado guiando, acompañando, consolando y animando para que no desista en seguir a Jesús. Ella constantemente con su oración y silencio me enseña el camino para amar a Jesús. Desde las advocaciones de la Virgen del Carmen y la Reina de la Paz he podido comprender poco a poco sus enseñanzas para decirle “Si” a Jesús, “Si”, al Verdadero y Único Sacerdote para ofrecer todo lo que El mismo me da.

En unión con los padres Luis Carlos Escobar, Javier Ramírez y Hernando Tovar, deseo ofrecer nuestro ministerio sacerdotal a toda la Diócesis de Villavicencio, a la Iglesia Universal, siendo testigos del Amor que se ofrece constantemente para nuestra salvación.

Los Mejores Consejos

Acerquémonos a los sacerdotes no sólo a recibir por medio de ellos la Gracia de Dios, sino a compartir con ellos su humanidad.

Los mejores consejos los he recibido de un sacerdote. Veo su humanidad pero más que eso, veo al Cristo que habita en ellos. Para mí son un signo visible de la bondad de Dios. Por eso les tengo tanto respeto y cariño.

A veces miro sus manos gastadas por la vida y pienso: “Esas manos santas nos traen a Jesús todos los días”.

¿Acaso agradecemos tanto favor?

Es mucho el bien que recibimos de ellos. Lo recordaba un padre en su homilía:

“Un sacerdote está siempre contigo en los momentos más importantes. Cuando te bautizan, cuando haces tu confirmación, cuando necesitas consuelo y ayuda, cuando te casas. Y cuando enfrentas la muerte, un sacerdote es quien reza por ti, para que se abran las puertas del cielo”.

Recuerdo este sacerdote anciano con el que me solía confesar. Le agradaba hablarme con un tono paternal, pero también hubo ocasiones en que debió ser firme al decirme las cosas y yo sabía que tenía razón, que lo hacia por el bien de mi alma.

Un día lo encontré triste. Y al terminar la confesión le pregunte.

-Perdone –le dije -. Le siento diferente. ¿le ocurre algo?

-Hoy es mi cumpleaños. Y nadie me ha llamado. Tengo una hermana que vive en España, es mi único familiar y tampoco sé de ella.

Eran ya las seis de la tarde.

Le sonreí con cariño y exclamé:

-Feliz Cumpleaños Padre.

Me miró y sonrió.

-Usted es nuestro padre espiritual – continué – de manera que nosotros, todos los que nos confesamos con usted y que asistimos a sus misas, somos sus hijos espirituales. Somos su familia. Y le queremos. Usted no está solo. Tiene a Jesús, que le ama mucho, y a María que le quiere inmensamente. Usted dio su vida por Dios, y Él sabrá premiarlo en su momento.

Anoté la fecha de su cumpleaños y cada año solía enviarle una tarjeta con algún presente.

-Sé santo –aconsejaba – Que de tí se diga: “pasó por el mundo haciendo el bien”. “No manches tu alma con el pecado”.

¿Existe acaso alguna forma de pagar tanta gracia? Sí la hay. Queriendo mucho a los sacerdotes. Apoyándolos. Rezando por ellos, para que el buen Dios les fortalezca, y los guarde de todo mal. Y sobre todo pidiendo mucho por las vocaciones sacerdotales. Que Dios nos dé sacerdotes. Santos sacerdotes. Para que nos iluminen y nos muestren el camino al Paraíso.

Los Seminarios

Es interesante ver que la formación sacerdotal actual prepara, o quisiera preparar, al sacerdote para sostenerse espiritual, emocional e incluso económicamente por sí solo, como si no tuviera comunidad, como si no pudiera encontrar su descanso o su alegría en una comunidad. El ejemplo típico es el celibato: la robustez espiritual, los recursos psíquicos y afectivos, las estrategias sociales, el ejercicio de la prudencia, todo ello se supone que le toca al sacerdote; y le toca toda la vida, en todas las circunstancias y por todos los lugares donde pase.

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