El drama del pecado

115 La admirable visión de la creación del hombre por parte de Dios es inseparable del dramático cuadro del pecado de los orígenes. Con una afirmación lapidaria el apóstol Pablo sintetiza la narración de la caída del hombre contenida en las primeras páginas de la Biblia: « por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte » (Rm 5,12). El hombre, contra la prohibición de Dios, se deja seducir por la serpiente y extiende sus manos al árbol de la vida, cayendo en poder de la muerte. Con este gesto el hombre intenta forzar su límite de criatura, desafiando a Dios, su único Señor y fuente de la vida. Es un pecado de desobediencia (cf. Rm 5,19) que separa al hombre de Dios.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1850]

Por la Revelación sabemos que Adán, el primer hombre, transgrediendo el mandamiento de Dios, pierde la santidad y la justicia en que había sido constituido, recibidas no sólo para sí, sino para toda la humanidad: « cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído. Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 404]

116 En la raíz de las laceraciones personales y sociales, que ofenden en modo diverso el valor y la dignidad de la persona humana, se halla una herida en lo íntimo del hombre: « Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad ».[Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2: AAS 77 (1985) 188; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1849] La consecuencia del pecado, en cuanto acto de separación de Dios, es precisamente la alienación, es decir la división del hombre no sólo de Dios, sino también de sí mismo, de los demás hombres y del mundo circundante: « la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división entre los hermanos. En la descripción del “primer pecado”, la ruptura con Yahveh rompe al mismo tiempo el hilo de la amistad que unía a la familia humana, de tal manera que las páginas siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la mujer como si apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro (cf. Gn 3,12;); y más adelante el hermano que, hostil a su hermano, termina por arrebatarle la vida (cf. Gn 4,2-16). Según la narración de los hechos de Babel, la consecuencia del pecado es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer pecado, y que llega ahora al extremo en su forma social ».[Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 15: AAS 77 (1985) 212-213] Reflexionando sobre el misterio del pecado es necesario tener en cuenta esta trágica concatenación de causa y efecto.

117 El misterio del pecado comporta una doble herida, la que el pecador abre en su propio flanco y en su relación con el prójimo. Por ello se puede hablar de pecado personal y social: todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto tiene también consecuencias sociales. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto de libertad de un hombre en particular, y no propiamente de un grupo o de una comunidad, pero a cada pecado se le puede atribuir indiscutiblemente el carácter de pecado social, teniendo en cuenta que « en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás ».[Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985) 214. El texto explica además que a esta ley del descenso, a esta comunión del pecado, por la que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero, corresponde la ley de la elevación, el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, gracias a la cual toda alma que se eleva, eleva al mundo] No es, por tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o menos conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento personal, para admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de toda situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca.

118 Algunos pecados, además, constituyen, por su objeto mismo, una agresión directa al prójimo. Estos pecados, en particular, se califican como pecados sociales. Es social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones entre persona y persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y la persona. Es social todo pecado contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, incluido el del no-nacido, o contra la integridad física de alguien; todo pecado contra la libertad de los demás, especialmente contra la libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y contra sus exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y deberes de los ciudadanos. En fin, es social el pecado que « se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre los individuos, los grupos y los pueblos ».[Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985) 216]

119 Las consecuencias del pecado alimentan las estructuras de pecado. Estas tienen su raíz en el pecado personal y, por tanto, están siempre relacionadas con actos concretos de las personas, que las originan, las consolidan y las hacen difíciles de eliminar. Es así como se fortalecen, se difunden, se convierten en fuente de otros pecados y condicionan la conducta de los hombres.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1869] Se trata de condicionamientos y obstáculos, que duran mucho más que las acciones realizadas en el breve arco de la vida de un individuo y que interfieren también en el proceso del desarrollo de los pueblos, cuyo retraso y lentitud han de ser juzgados también bajo este aspecto.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36: AAS 80 (1988) 561-563] Las acciones y las posturas opuestas a la voluntad de Dios y al bien del prójimo y las estructuras que éstas generan, parecen ser hoy sobre todo dos: « el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio” ».[Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 37: AAS 80 (1988) 563]

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Universalidad del pecado y universalidad de la salvación

120 La doctrina del pecado original, que enseña la universalidad del pecado, tiene una importancia fundamental: « Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros » (1 Jn 1,8). Esta doctrina induce al hombre a no permanecer en la culpa y a no tomarla a la ligera, buscando continuamente chivos expiatorios en los demás y justificaciones en el ambiente, la herencia, las instituciones, las estructuras y las relaciones. Se trata de una enseñanza que desenmascara tales engaños.

La doctrina de la universalidad del pecado, sin embargo, no se debe separar de la conciencia de la universalidad de la salvación en Jesucristo. Si se aísla de ésta, genera una falsa angustia por el pecado y una consideración pesimista del mundo y de la vida, que induce a despreciar las realizaciones culturales y civiles del hombre.

121 El realismo cristiano ve los abismos del pecado, pero lo hace a la luz de la esperanza, más grande de todo mal, donada por la acción redentora de Jesucristo, que ha destruido el pecado y la muerte (cf. Rm 5,18-21; 1 Co 15,56-57): « En Él, Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo ».[Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 10: AAS 77 (1985) 205] Cristo, imagen de Dios (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15), es Aquel que ilumina plenamente y lleva a cumplimiento la imagen y semejanza de Dios en el hombre. La Palabra que se hizo hombre en Jesucristo es desde siempre la vida y la luz del hombre, luz que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,4.9). Dios quiere en el único mediador, Jesucristo su Hijo, la salvación de todos los hombres (cf. 1 Tm 2,4-5). Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios y el nuevo Adán, es decir, el hombre nuevo (cf. 1 Co 15, 47-49; Rm 5,14): « Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042] En Él, Dios nos « predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos » (Rm 8,29).

122 La realidad nueva que Jesucristo ofrece no se injerta en la naturaleza humana, no se le añade desde fuera; por el contrario, es aquella realidad de comunión con el Dios trinitario hacia la que los hombres están desde siempre orientados en lo profundo de su ser, gracias a su semejanza creatural con Dios; pero se trata también de una realidad que los hombres no pueden alcanzar con sus solas fuerzas. Mediante el Espíritu de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, en el cual esta realidad de comunión ha sido ya realizada de manera singular, los hombres son acogidos como hijos de Dios (cf. Rm 8,14-17; Ga 4,4-7). Por medio de Cristo, participamos de la naturaleza Dios, que nos dona infinitamente más « de lo que podemos pedir o pensar » (Ef 3,20). Lo que los hombres ya han recibido no es sino una prueba o una « prenda » (2 Co 1,22; Ef 1,14) de lo que obtendrán completamente sólo en la presencia de Dios, visto « cara a cara » (1 Co 13,12), es decir, una prenda de la vida eterna: « Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo » (Jn 17,3).

123 La universalidad de la esperanza cristiana incluye, además de los hombres y mujeres de todos los pueblos, también el cielo y la tierra: « Destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca salvación, y germine juntamente la justicia. Yo, Yahvéh, lo he creado » (Is 45,8). Según el Nuevo Testamento, en efecto, la creación entera, junto con toda la humanidad, está también a la espera del Redentor: sometida a la caducidad, entre los gemidos y dolores del parto, aguarda llena de esperanza ser liberada de la corrupción (cf. Rm 8,18-22).

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La persona humana y sus múltiples dimensiones

124 Iluminada por el admirable mensaje bíblico, la doctrina social de la Iglesia se detiene, ante todo, en los aspectos principales e inseparables de la persona humana para captar las facetas más importantes de su misterio y de su dignidad. En efecto, no han faltado en el pasado, y aún se asoman dramáticamente a la escena de la historia actual, múltiples concepciones reductivas, de carácter ideológico o simplemente debidas a formas difusas de costumbres y pensamiento, que se refieren al hombre, a su vida y su destino. Estas concepciones tienen en común el hecho de ofuscar la imagen del hombre acentuando sólo alguna de sus características, con perjuicio de todas las demás.[Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 26-39: AAS 63 (1971) 420-428]

125 La persona no debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta, edificada por sí misma y sobre sí misma, como si sus características propias no dependieran más que de sí misma. Tampoco debe ser considerada como mera célula de un organismo dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de un sistema. Las concepciones que tergiversan la plena verdad del hombre han sido objeto, en repetidas ocasiones, de la solicitud social de la Iglesia, que no ha dejado de alzar su voz frente a estas y otras visiones, drásticamente reductivas. En cambio, se ha preocupado por anunciar que los hombres « no se nos muestran desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas según la diversidad de los tiempos »[Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 463] y que el hombre no puede ser comprendido como « un simple elemento y una molécula del organismo social »,[Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 13: AAS 83 (1991) 809] cuidando, a la vez, que la afirmación del primado de la persona, no conllevase una visión individualista o masificada.

126 La fe cristiana, que invita a buscar en todas partes cuanto haya de bueno y digno del hombre (cf. 1 Ts 5,21), « es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en posición totalmente contraria a ellas, en la medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo creado, al hombre como libertad responsable ».[Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 27: AAS 63 (1971) 421]

La doctrina social se hace cargo de las diferentes dimensiones del misterio del hombre, que exige ser considerado « en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social »,[Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979) 284] con una atención específica, de modo que le pueda consentir la valoración más exacta.

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La unidad de la persona humana

127 El hombre ha sido creado por Dios como unidad de alma y cuerpo: [Cf. Concilio Lateranense IV, Cap. 1, De fide catholica: DS 800, p. 259; Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c. 1: De Deo rerum omnium Creatore: DS 3002, p. 587; Id., Ibídem, cánones 2. 5: DS 3022. 3025, pp. 592.593] « El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —“corpore et anima unus”— en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales ».[Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 48: AAS 85 (1993) 1172]

128 Mediante su corporeidad, el hombre unifica en sí mismo los elementos del mundo material, « el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 364] Esta dimensión le permite al hombre su inserción en el mundo material, lugar de su realización y de su libertad, no como en una prisión o en un exilio. No es lícito despreciar la vida corporal; el hombre, al contrario, « debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035] La dimensión corporal, sin embargo, a causa de la herida del pecado, hace experimentar al hombre las rebeliones del cuerpo y las inclinaciones perversas del corazón, sobre las que debe siempre vigilar para no dejarse esclavizar y para no permanecer víctima de una visión puramente terrena de su vida.

Por su espiritualidad el hombre supera a la totalidad de las cosas y penetra en la estructura más profunda de la realidad. Cuando se adentra en su corazón, es decir, cuando reflexiona sobre su propio destino, el hombre se descubre superior al mundo material, por su dignidad única de interlocutor de Dios, bajo cuya mirada decide su vida. Él, en su vida interior, reconoce tener en « sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma » y no se percibe a sí mismo « como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1036; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 363. 1703]

129 El hombre, por tanto, tiene dos características diversas: es un ser material, vinculado a este mundo mediante su cuerpo, y un ser espiritual, abierto a la trascendencia y al descubrimiento de « una verdad más profunda », a causa de su inteligencia, que lo hace « participante de la luz de la inteligencia divina ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 15: AAS 58 (1966) 1036] La Iglesia afirma: « La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo, es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 365] Ni el espiritualismo que desprecia la realidad del cuerpo, ni el materialismo que considera el espíritu una mera manifestación de la materia, dan razón de la complejidad, de la totalidad y de la unidad del ser humano.

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Abiertos a la trascendencia

130 A la persona humana pertenece la apertura a la trascendencia: el hombre está abierto al infinito y a todos los seres creados. Está abierto sobre todo al infinito, es decir a Dios, porque con su inteligencia y su voluntad se eleva por encima de todo lo creado y de sí mismo, se hace independiente de las criaturas, es libre frente a todas las cosas creadas y se dirige hacia la verdad y el bien absolutos. Está abierto también hacia el otro, a los demás hombres y al mundo, porque sólo en cuanto se comprende en referencia a un tú puede decir yo. Sale de sí, de la conservación egoísta de la propia vida, para entrar en una relación de diálogo y de comunión con el otro.

La persona está abierta a la totalidad del ser, al horizonte ilimitado del ser. Tiene en sí la capacidad de trascender los objetos particulares que conoce, gracias a su apertura al ser sin fronteras. El alma humana es en un cierto sentido, por su dimensión cognoscitiva, todas las cosas: « todas las cosas inmateriales gozan de una cierta infinidad, en cuanto abrazan todo, o porque se trata de la esencia de una realidad espiritual que funge de modelo y semejanza de todo, como es en el caso de Dios, o bien porque posee la semejanza de toda cosa o en acto como en los Ángeles o en potencia como en las almas ».[Sto. Tomás de Aquino, Commentum in tertium librum Sententiarum, d. 27, q. 1, a. 4: « Ex utraque autem parte res immateriales infinitatem habent quodammodo, quia sunt quodammodo omnia, sive inquantum essentia rei immaterialis est exemplar et similitudo omnium, sicut in Deo accidit, sive quia habet similitudinem omnium vel actu vel potentia, sicut accidit in Angelis et in animabus »; cf. Id., Summa theologiae, I, q. 75, a. 5: Ed. Leon. 5, 201-203.]

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Únicos e irrepetibles

131 El hombre existe como ser único e irrepetible, existe como un « yo », capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse. La persona humana es un ser inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto, de tener conciencia de sí y de sus propios actos. Sin embargo, no son la inteligencia, la conciencia y la libertad las que definen a la persona, sino que es la persona quien está en la base de los actos de inteligencia, de conciencia y de libertad. Estos actos pueden faltar, sin que por ello el hombre deje de ser persona.

La persona humana debe ser comprendida siempre en su irrepetible e insuprimible singularidad. En efecto, el hombre existe ante todo como subjetividad, como centro de conciencia y de libertad, cuya historia única y distinta de las demás expresa su irreductibilidad ante cualquier intento de circunscribirlo a esquemas de pensamiento o sistemas de poder, ideológicos o no. Esto impone, ante todo, no sólo la exigencia del simple respeto por parte de todos, y especialmente de las instituciones políticas y sociales y de sus responsables, en relación a cada hombre de este mundo, sino que además, y en mayor medida, comporta que el primer compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la persona.

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El respeto de la dignidad humana

132 Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: « El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046- 1047] El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de « considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047] Es preciso que todos los programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2235]

133 En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad, trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma.[Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045; Catecismo de la Iglesia Católica, 27, 356 y 358] Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad.

La persona no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas vigilen con atención para que una restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto, una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la comunidad de la que forma parte.

134 Los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas y en referencia a ellas: en efecto, « el ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 1706] A las personas compete, evidentemente, el desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos, particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás, corresponde ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una convivencia civil y digna del hombre.

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Valor y límites de la libertad

135 El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen: [Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1705] « Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966) 1037; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1732]

El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente quiere —y debe—, formar y guiar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo personalmente su responsabilidad.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 34: AAS 85 (1993) 1160-1161; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966) 1038] La libertad, en efecto, no sólo permite al hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas exterior a él, sino que determina su crecimiento como persona, mediante opciones conformes al bien verdadero:[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1733] de este modo, el hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser[Cf. San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 2, 2-3: PG 44, 327B-328B: « … unde fit, ut nos ipsi patres quodammodo simus nostri… vitii ac virtutis ratione fingentes ».] y construye el orden social.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 13: AAS 83 (1991) 809-810]

136 La libertad no se opone a la dependencia creatural del hombre respecto a Dios.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1706] La Revelación enseña que el poder de determinar el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios (cf. Gn 2,16-17). « El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación ».[Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 35: AAS 85 (1993) 1161-1162]

137 El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, « con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 1740] La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana: no obstante, « ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior si se quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre ».[Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 75: AAS 79 (1987) 587]

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El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural

138 En el ejercicio de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos, que edifican su persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir, cuando no pretende ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas éticas.261 La libertad, en efecto, « no tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad ».262 En caso contrario, muere como libertad y destruye al hombre y a la sociedad.263

139 La verdad sobre el bien y el mal se reconoce en modo práctico y concreto en el juicio de la conciencia, que lleva a asumir la responsabilidad del bien cumplido o del mal cometido. « Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de “juicio”, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como “decisiones” arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar ».264

140 El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La ley natural « no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esta luz o esta ley Dios la ha donado a la creación » 266 y consiste en la participación en su ley eterna, la cual se identifica con Dios mismo.267 Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.269

141 En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las circunstancias,270 la ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso… Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».271

Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas « de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error »,272 sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación. La ley natural ofrece un fundamento preparado por Dios a la ley revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra del Espíritu.273

142 La ley natural, que es ley de Dios, no puede ser cancelada por la maldad humana.274 Esta Ley es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de la ley natural.275 Si se oscurece la percepción de la universalidad de la ley moral natural, no se puede edificar una comunión real y duradera con el otro, porque cuando falta la convergencia hacia la verdad y el bien, « cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño ».276 En efecto, sólo una libertad que radica en la naturaleza común puede hacer a todos los hombres responsables y es capaz de justificar la moral pública. Quien se autoproclama medida única de las cosas y de la verdad no puede convivir pacíficamente ni colaborar con sus semejantes.277

143 La libertad está misteriosamente inclinada a traicionar la apertura a la verdad y al bien humano y con demasiada frecuencia prefiere el mal y la cerrazón egoísta, elevándose a divinidad creadora del bien y del mal: « Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios (…). Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación ».278 La libertad del hombre, por tanto, necesita ser liberada. Cristo, con la fuerza de su misterio pascual, libera al hombre del amor desordenado de sí mismo,279 que es fuente del desprecio al prójimo y de las relaciones caracterizadas por el dominio sobre el otro; Él revela que la libertad se realiza en el don de sí mismo.280 Con su sacrificio en la cruz, Jesús reintegra el hombre a la comunión con Dios y con sus semejantes.

NOTAS para esta sección

261Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1749-1756.

262Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 86: AAS 85 (1993) 1201.

263Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 44. 99: AAS 85 (1993) 1168- 1169. 1210-1211.

264Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 61: AAS 85 (1993) 1181-1182.

265Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 50 : AAS 85 (1993) 1173-1174.

266Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 1: « Nunc autem de scientia operandorum intendimus: ad quam tractandam quadruplex lex invenitur. Prima dicitur lex naturae; et haec nihil aliud est nisi lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid agendum et quid vitandum. Hoc lumen et hanc legem dedit Deus homini in creatione »: Divi Thomae Aquinatis, Doctoris Angelici, Opuscula Theologica, v. II: De re spirituali, cura et studio P. Fr. Raymundi Spiazzi O.P., Marietti ed., Taurini-Romae 1954, p. 245.

267Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.91, a.2, c: Ed. Leon. 7,154: « …participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur ».

268Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1955.

269Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1956.

270Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1957.

271Catecismo de la Iglesia Católica, 1958.

272Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3005, p. 588; cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis: AAS 42 (1950) 562.

273Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1960.

274Cf. San Agustín, Confesiones, 2,4,9: PL 32, 678: « Furtum certe punit lex tua, Domine, et lex scripta in cordibus hominum, quam ne ipsa quidem delet iniquitas ».

275Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1959.

276Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 51: AAS 85 (1993) 1175.

277Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 19-20: AAS 87 (1995) 421-424.

278Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 13: AAS 58 (1966) 1034- 1035.

279Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1741.

280Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 87: AAS 85 (1993) 1202-1203.

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La igual dignidad de todas las personas

144 « Dios no hace acepción de personas » (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen y semejanza.281 La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a dignidad: « Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,28; cf. Rm 10,12; 1 Co 12,13; Col 3,11).

Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los demás hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo, origen, cultura y clase.

145 Sólo el reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento común y personal de todos (cf. St 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante es necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283

También en las relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y paridad son el presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad internacional.284 No obstante los avances en esta dirección, es necesario no olvidar que aún existen demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285

A la igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo, debe corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser custodiada y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad. Sólo con la acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente interesados en el bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica fraternidad universal; 286 por el contrario, la permanencia de condiciones de gravísima disparidad y desigualdad empobrece a todos.

146 « Masculino » y « femenino » diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana: « La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también y más profundamente, por lo que se refiere a su significado personal ».287

147 La mujer es el complemento del hombre, como el hombre lo es de la mujer: mujer y hombre se completan mutuamente, no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y lo « femenino » se realiza plenamente lo « humano ». Es la « unidad de los dos »,288 es decir, una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno experimentar la relación interpersonal y recíproca como un don que es, al mismo tiempo, una misión: « A esta “unidad de los dos” Dios les confía no sólo la opera de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia ».289 « La mujer es “ayuda” para el hombre, como el hombre es “ayuda” para la mujer »: 290 en su encuentro se realiza una concepción unitaria de la persona humana, basada no en la lógica del egocentrismo y de la autoafirmación, sino en la del amor y la solidaridad.

148 Las personas minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes: « A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre ».291 Puesto que la persona minusválida es un sujeto con todos sus derechos, ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades.

Es necesario promover con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la persona minusválida. « Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales, porque obrando así se caería en una grave forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra los débiles y enfermos ».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las condiciones de trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la posibilidad de promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino también a las dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: « También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad »,293 según sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el mismo, tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.

NOTAS para esta sección

281Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1934.

282Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 29: AAS 58 (1966) 1048-1049.

283Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 16: AAS 63 (1971) 413.

284Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 47-48: AAS 55 (1963) 279-281; Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 13, Tipografía Vaticana, p. 16.

285Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 84: AAS 58 (1966) 1107-1108.

286Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Id., Carta enc. Populorum progressio, 43-44: AAS 59 (1967) 278-279.

287Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 50: AAS 81 (1989) 489.

288Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 11: AAS 80 (1988) 1678.

289Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8: AAS 87 (1995) 808.

290Juan Pablo II, Angelus Domini (9 de julio de 1995), 1: L’Osservatore Romano, edición española, 14 de julio de 1995, p. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 de mayo de 2004): L’Osservatore Romano, edición española, 6 de agosto de 2004, pp. 3-6.

291Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.

292Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.

293Juan Pablo II, Mensaje al Simposio internacional « Dignidad y derechos de la persona con discapacidad mental » (5 de enero de 2004): L’Osservatore Romano, edición española, 16 de enero de 2004, p. 5.

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La sociabilidad humana

149 La persona es constitutivamente un ser social,294 porque así la ha querido Dios que la ha creado.295 La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: « Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir ».296

Es necesario, por tanto, destacar que la vida comunitaria es una característica natural que distingue al hombre del resto de las criaturas terrenas. La actuación social comporta de suyo un signo particular del hombre y de la humanidad, el de una persona que obra en una comunidad de personas: este signo determina su calificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza.297 Esta característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2,20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1,26.28-30), la persona humana está llamada desde el comienzo a la vida social: « Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros ».298

150 La sociabilidad humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí. A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro.299 Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del bien común.300

151 La sociabilidad humana no es uniforme, sino que reviste múltiples expresiones. El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible a cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía. Algunas sociedades, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa, corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, otras proceden más bien de la libre voluntad: « Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos ».301

NOTAS para esta sección

294Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034; Catecismo de la Iglesia Católica, 1879.

295Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942), 6: AAS 35 (1943) 11-12; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264-165.

296Catecismo de la Iglesia Católica, 1880.

297La natural sociabilidad del hombre hace descubrir también que el origen de la sociedad no se halla en un « contrato » o « pacto » convencional, sino en la misma naturaleza humana. De ella deriva la posibilidad de realizar libremente diversos pactos de asociación. No puede olvidarse que las ideologías del contrato social se sustentan sobre una antropología falsa; consecuentemente, sus resultados no pueden ser —de hecho no lo han sido— ventajosos para la sociedad y las personas. El Magisterio ha tachado tales opiniones como abiertamente absurdas y sumamente funestas. cf. León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum: Acta Leonis XIII, 8 (1889) 226-227.

298Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 32: AAS 79 (1987) 567.

299Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045-1046.

300Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26: AAS 80 (1988) 544-547; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099-1100.

301Catecismo de la Iglesia Católica, 1882.

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El valor de los derechos humanos

152 El movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre es uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos derechos la extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303 El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido « una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad ».304

153 La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección.306

La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos,307 en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son « universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto ».308 Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto « inherentes a la persona humana y a su dignidad » 309 y porque « sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea ».310 Inalienables, porque « nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza ».311

154 Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona: « Tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad… La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos ».312 Universalidad e indivisibilidad son las líneas distintivas de los derechos humanos: « Son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto ».313

NOTAS para esta sección

302Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 929-930.

303Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1059-1060; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación sacerdotal, 32, Tipografía Políglota Vaticana 1988, pp. 36-37.

304Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 7: AAS 71 (1979) 1147-1148; para Juan Pablo II tal Declaración « continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana »: Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 2, Tipografía Vaticana, p. 6.

305Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047-1048; Catecismo de la Iglesia Católica, 1930.

306Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1079.

307Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 278-279.

308Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259.

309Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

310Pablo VI, Mensaje a la Conferencia Internacional sobre los Derechos del Hombre (15 de abril de 1968): AAS 60 (1968) 285.

311Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

312Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

313Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 2: AAS 90 (1998) 149.

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¿Cuáles son los derechos específicamente humanos?

155 Las enseñanzas de Juan XXIII,314 del Concilio Vaticano II,315 de Pablo VI 316 han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica « Centesimus annus »: « El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona ».317

El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su conclusión natural,318 que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa: « Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos ».320 El respeto de este derecho es un signo emblemático « del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente ».321

NOTAS para esta sección

314Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264.

315Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.

316Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 6: AAS 57 (1965) 883-884; Id., Mensaje a los Obispos reunidos para el Sínodo (23 de octubre de 1974): AAS 66 (1974) 631-639.

317Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 851-852; cf. también Id., Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 13: AAS 71 (1979) 1152-1153.

318Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 2: AAS 87 (1995) 402.

319Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047-1048; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 80: AAS 85 (1993) 1197-1198; Id., Carta enc. Evangelium vitae, 7-28: AAS 87 (1995) 408-433.

320Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2: AAS 58 (1966) 930-931.

321Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 300.

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Derechos y deberes

156 Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a los deberes del hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una acentuación adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad entre derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión social: « En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo ».323 El Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos que no prevea una correlativa responsabilidad: « Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen ».324

NOTAS para esta sección

322Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.

323Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.

324Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.

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Derechos de los pueblos y de las Naciones

157 El campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y de las Naciones,325 pues « lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos ».326 El Magisterio recuerda que el derecho internacional « se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad ».327 La paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia.328

Los derechos de las Naciones no son sino « los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria ».329 La Nación tiene « un derecho fundamental a la existencia »; a la « propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su “soberanía” espiritual »; a « modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías »; a « construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada ».330 El orden internacional exige un equilibrio entre particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz, respeto y solidaridad con las demás Naciones.

NOTAS para esta sección

325Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33: AAS 80 (1988) 557-559; Id., Carta enc. Centesimus annus, 21: AAS 83 (1991) 818-819.

326Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.

327Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.

328Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (9 de enero de 1988), 7-8: AAS 80 (1988) 1139.

329Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 11.

330Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 12.

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Colmar la distancia entre la letra y el espíritu

158 La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: « También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos ».331

Existe desgraciadamente una distancia entre la « letra » y el « espíritu » de los derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que « los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás » y que una afirmación excesiva de igualdad « puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común ».333

159 La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre,334 « estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos ».335 La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar en su interno mismo la justicia 336 y los derechos del hombre.337

El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones de estos derechos.338 En todo caso, « el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta ».339 Para ser más eficaz, este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y, por tanto, para contribuir a la paz: « promover la justicia y la paz, hacer penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social; a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor ».340

NOTAS para esta sección

331Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 852.

332Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 295-300.

333Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 23: AAS 63 (1971) 418.

334Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 859-860.

335Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1060.

336Cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana (17 de febrero de 1979), 4: L’Osservatore Romano, edición española, 1º de abril de 1979, p. 9.

337Cf. CIC, cánones 208-223.

338Cf. Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », La Iglesia y los derechos del hombre, 70-90, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, pp. 49-57.

339Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 572.

340Pablo VI, Motu propio Iustitiam et Pacem (10 de diciembre de 1976): AAS 68 (1976) 700.

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