Evangelización portentosamente rápida

Evangelización portentosamente rápida

Las esperanzas de aquellos evangelizadores se cumplieron en las Indias. Adelantaremos aquí sólamente unos cuantos datos significativos:

Imperio azteca.

1487. Solemne inauguración del teocali de Tenochtitlán, en lo que había de ser la ciudad de México, con decenas de miles de sacrificios humanos, seguidos de banquetes rituales antropofágicos.

1520. En Tlaxcala, en una hermosa pila bautismal, fueron bautizados los cuatro señores tlaxcaltecas, que habían de facilitar a Hernán Cortés la entrada de los españoles en México.

1521. Caída de Tenochtitlán.

1527. Martirio de los tres niños tlaxcaltecas, descrito en 1539 por Motolinía, y que fueron beatificados por Juan Pablo II en 1990.

1531. El indio Cuauhtlatóhuac, nacido en 1474, es bautizado en 1524 con el nombre de Juan Diego. A los cincuenta años de edad, en 1531, tiene las visiones de la Virgen de Guadalupe, que hacia 1540-1545 son narradas, en lengua náhuatl, en el Nican Mopohua. Fue beatificado en 1990.

1536. «Yo creo -dice Motolinía- que después que la tierra [de México] se ganó, que fue el año 1521, hasta el tiempo que esto escribo, que es en el año 1536, más de cuatro millones de ánimas [se han bautizado]» (Historia II,2, 208).

Imperio inca.

1535. En el antiguo imperio de los incas, Pizarro funda la ciudad de Lima, capital del virreinato del Perú, una ciudad, a pesar de sus revueltas, netamente cristiana.

1600. Cuando Diego de Ocaña la visita en 1600, afirma impresionado: «Es mucho de ver donde ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las cosas de la fe católica tan adelante» (A través cp.18).

Son años en que en la ciudad de Lima conviven cinco grandes santos: el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano (+1610), la terciaria dominica Santa Rosa de Lima (+1617), el hermano dominico San Martín de Porres (+1639) -estos dos nativos-, y el hermano dominico San Juan Macías (+1645).

Todo, pues, parece indicar, como dice el franciscano Mendieta, que «los indios estaban dispuestos a recibir la fe católica», sobre todo porque «no tenían fundamento para defender sus idolatrías, y fácilmente las fueron poco a poco dejando» (Hª ecl. indiana cp.45).

Así las cosas, cuando Cristo llegó a las Indias en 1492, hace ahora cinco siglos, fue bien recibido.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primeras actitudes de los españoles

¿Cuales fueron las reacciones de los españoles, que hace cinco siglos llegaron a las Indias, ante aquel cuadro nuevo de luces y sombras?

El imperio del Demonio.

Los primeros españoles, que muchas veces quedaron fascinados por la bondad de los indios, al ver en América los horrores que ellos mismos describen, no veían tanto a los indios como malos, sino como pobres endemoniados, que había que liberar, exorcizándoles con la cruz de Cristo.

El soldado Cieza de León, viendo aquellos tablados de los indios de Arma, con aquellos cuerpos muertos, colgados y comidos, comenta: «Muy grande es el dominio y señorío que el demonio, enemigo de natura humana, por los pecados de aquesta gente, sobre ellos tuvo, permitiéndolo Dios» (Crónica 19). Esta era la reflexión más común.

Un texto de Motolinía, fray Toribio de Benavente, lo expresa bien: «Era esta tierra un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar voces, unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de sus demonios. Las beoderas [borracheras] que hacían muy ordinarias, es increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metía… Era cosa de grandísima lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era, que no quedaban en aquel solo pecado, mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos parientes» (Historia I,2,57). Los aullidos de las víctimas horrorizadas, los cuerpos descabezados que en los teocalli bajaban rodando por las gradas cubiertas por una alfombra de sangre pestilente, los danzantes revestidos con el pellejo de las víctimas, los bailes y evoluciones de cientos de hombres y mujeres al son de músicas enajenantes… no podían ser sino la acción desaforada del Demonio.

Excusa.

Conquistadores y misioneros vieron desde el primer momento que ni todos los indios cometían las perversidades que algunos hacían, ni tampoco eran completamente responsables de aquellos crímenes. Así lo entiende, por ejemplo, el soldado Cieza de León:

«Porque algunas personas dicen de los indios grandes males, comparándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que de hombres, y que son tan malos que no solamente usan el pecado nefando, mas que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de hombres, en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el consiguiente, en otra el pecado de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad y no lo acostumbran, antes lo aborrecen; y así son las costumbres dellos: por manera que será cosa injusta condenarlos en general. Y aun de estos males que éstos hacían, parece que los descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por la cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones» (Crónica cp.117).

Compasión.

Cuando los cronistas españoles del XVI describen las atrocidades que a veces hallaron en las Indias, es cosa notable que lo hacen con toda sencillez, sin cargar las tintas y como de paso, con una ingenua objetividad, ajena por completo a los calificativos y a los aspavientos. A ellos no se les pasaba por la mente la posibilidad de un hombre naturalmente bueno, a la manera rousseauniana, y recordaban además los males que habían dejado en Europa, nada despreciables.

En los misioneros, especialmente, llama la atención un profundísimo sentimiento de piedad, como el que refleja esta página de Bernardino de Sahagún sobre México:

«¡Oh infelicísima y desventurada nación, que de tantos y de tan grandes engaños fue por gran número de años engañada y entenebrecida, y de tan innumerables errores deslumbrada y desvanecida! ¡Oh cruelísimo odio de aquel capitán enemigo del género humano, Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir y envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos de Adán! ¡Oh juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro Señor Dios! ¡Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido, tantos tiempos, que aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease de esta triste y desamparada nación, sin que nadie le resistiese, donde con tanta libertad derramó toda su ponzoña y todas sus tinieblas!». Y continúa con esta oración: «¡Señor Dios, esta injuria no solamente es vuestra, pero también de todo el género humano, y por la parte que me toca suplico a V. D. Majestad que después de haber quitado todo el poder al tirano enemigo, hagáis que donde abundó el delito abunde la gracia [Rm 5,20], y conforme a la abundancia de las tinieblas venga la abundancia de la luz, sobre esta gente, que tantos tiempos habéis permitido estar supeditada y opresa de tan grande tiranía!» (Historia lib.I, confutación).

Esperanza.

Como es sabido, las imágenes dadas por Colón, después de su Primer Viaje, acerca de los indios buenos, tuvieron influjo cierto en el mito del buen salvaje elaborado posteriormente en tiempos de la ilustración y el romanticismo. Cristóbal Colón fue el primer descubridor de la bondad de los indios. Cierto que, en su Primer Viaje, tiende a un entusiasmo extasiado ante todo cuanto va descubriendo, pero su estima por los indios fue siempre muy grande. Así, cuando llegan a la Española (24 dic.), escribe:

«Crean Vuestras Altezas que en el mundo no puede haber mejor gente ni más mansa. Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego [pronto] los harán cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos, que más mejor gente ni tierra puede ser».

Al día siguiente encallaron en un arrecife, y el Almirante confirma su juicio anterior, pues en canoas los indios con su rey fueron a ayudarles cuanto les fue posible:

«El, con todo el pueblo, lloraba; son gente de amor y sin codicia y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa. Ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron, mas crean Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente que es placer de verlo todo, y la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué».

Así las cosas, los misioneros, ante el mundo nuevo de las Indias, oscilaban continuamente entre la admiración y el espanto, pero, en todo caso, intentaban la evangelización con una esperanza muy cierta, tan cierta que puede hoy causar sorpresa. El optimismo evangelizador de Colón -«no puede haber más mejor gente, luego los harán cristianos»- parece ser el pensamiento dominante de los conquistadores y evangelizadores. Nunca se dijeron los misioneros «no hay nada que hacer», al ver los males de aquel mundo. Nunca se les ve espantados del mal, sino compadecidos. Y desde el primer momento predicaron el Evangelio, absolutamente convencidos de que la gracia de Cristo iba a hacer el milagro.

También los cristianos laicos, descubridores y conquistadores, participaban de esta misma esperanza.

«Si miramos -escribe Cieza-, muchos [indios] hay que han profesado nuestra ley y recibido agua del santo bautismo […], de manera que si estos indios usaban de las costumbres que he escrito, fue porque no tuvieron quien los encaminase en el camino de la verdad en los tiempos pasados. Ahora los que oyen la doctrina del santo Evangelio conocen las tinieblas de la perdición que tienen los que della se apartan; y el demonio, como le crece más la envidia de ver el fruto que sale de nuestra santa fe, procura de engañar con temores y espantos a estas gentes; pero poca parte es, y cada día será menos, mirando lo que Dios nuestro Señor obra en todo tiempo, con ensalzamiento de su santa fe» (Crónica cp.117).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

ESCUCHA, A los 50 años del Concilio Vaticano II, Parte 1 de 2

[Reflexiones en el Primer Congreso de Vida Consagrada de la Diócesis de Zipaquirá, en Agosto de 2013.]

Tema 1 de 2: Contexto histórico amplio

* Es importante ubicar la convocatoria y la celebración del Vaticano II en un contexto histórico amplio, porque es el que nos ayuda a entender la intención de Juan XXIII y el verdadero propósito de los documentos que produjo tan importante asamblea.

* Las dos palabras más importantes son Iglesia y Mundo. Se da una ruptura dolorosa que afecta el ser y la misión de los cristianos. Pero, ¿qué raíces tiene ese rompimiento?

* En la llamada “Edad Media” el énfasis de la predicación de la Iglesia es claro: la vida eterna y la santidad. Las realidades temporales aparecen únicamente como contingentes y fugaces.

* A partir de la consolidación del fenómeno urbano, con lo que implica de comercio, bienestar y cultivo del arte, brota un deseo muy grande de conectar con la época clásica del mundo griego y romano. Los líderes de esa avanzada le dieron un nombre a su propio tiempo: “renacimiento;” consideraban que con ellos “renacía” la cultura clásica y que lo que había estado entre la caída del Imperio Romano y esa época nueva de ellos era un largo y más bien oscuro intermedio; por eso le llamaron: Edad “Media.”

* El impulso renacentista lleva a una valoración intensa de lo natural y de lo humano. Casi que de repente, el “aquí” y el “ahora” ganan importancia y relieve, a menudo en detrimento de las preocupaciones por el “más allá” y la eternidad. El “humanismo,” entendido a la manera de un Erasmo de Roterdam, se convierte en la tendencia dominante en el pensamiento y en la cultura. El ideal de la santidad, sobre todo de la santidad monástica, queda desacreditado por vetusto, miope, incoherente, falto de lustre y atractivo.

* El avance en las artes, sobre todo la pintura y al escultura, cada vez es más valorado por sí mismo, y no simplemente como instrumento para una expresión catequética o litúrgica. Los comerciantes serán los grandes patrocinadores (mecenas) de este surgir artístico, convertido en señal de prestigio y de capacidad de influencia en la sociedad.

* La Iglesia es ambigua frente a estos hechos, y los Papas de corte más renacentista y con mayor inclinación a las artes suelen ser recordados por su poco talante pastoral. Julio II es un ejemplo claro de ello.

* La mirada hacia “lo natural” no es sólo artística. A partir de los avances de Copérnico, Galileo y Newton la naturaleza se revela apasionante; escrita con caracteres que quieren ser descifrados, y que, al parecer, pueden ser descifrados a través de la matemática. Pronto se afianza la idea de que el mundo, la historia y el cosmos deben ser estudiados con las herramientas de ese nuevo conocimiento, que es el que aporta la razón. Tales son las raíces de la Ilustración.

* Una nueva clase social lucha por abrirse paso: la de los “intelectuales.” Su obra principal y programática será la Enciclopedia, señal de una aspiración de abordar el mundo y la vida con ojos de investigación, hipótesis, matemáticas, análisis y síntesis. La Biblia es puesta a comparecer ante esos ojos críticos de la nueva ciencia y por supuesto, puesta en ese contexto, se la ve como insuficiente, arbitraria, y sobre todo, como instrumento de dominación de un grupo en la sociedad: el clero.

* Contra el clero y su capacidad de influir en la sociedad enfilan sus baterías aquellos “ilustrados,” entre los que destaca Voltaire, con su lema blasfemo e incendiario: “¡Destruid a la Infame!” [la Iglesia]. La entronización de la “diosa” razón es a la vez el grito de guerra contra la fe en una revelación y en una Iglesia.

* Durante breve tiempo creen aquellos “ilustrados” que se puede afirmar un “dios,” figura lejana, abstracta, cuyo único papel sería servir de fundamento último a la realidad que la ciencia escruta con autonomía y libertad. Pronto ese “dios” inútil es desechado por hombres arrogantes aunque muy brillantes intelectualmente, como Laplace. Pasamos así a una fase de ateísmo racionalista y excluyente, que ya no sólo niega a Dios sino que desea desterrar cualquier vestigio suyo en la sociedad.

* Es comprensible entonces que las primeras reacciones de la Iglesia, en el corazón del siglo XIX, sean fuertes y que tengan el tono de quien da una voz de alarma o hace sonar la trompeta. El “Syllabus” de Pío IX, publicado en Diciembre de 1864, corresponde a ese momento. El tono defensivo de los documentos del Concilio Vaticano I (1870) quiere dar una respuesta más articulada y no sólo enunciativa. El anhelo de restaurar los estudios escolásticos bajo la guía de Santo Tomás de Aquino, con la encíclica “Aeterni Patris” de León XIII (1879), y su interés por la “cuestión social,” con la encíclica “Rerum Novarum” de 1881, reflejan ese mismo interés. La culminación de estos documentos defensivos está, sin duda, en al encíclica “Pascendi” del papa San Pío X, que condensa con el nombre de “herejía modernista” décadas de rupturas, ataques y malos entendidos que ya no sólo vienen “de fuera” sino que se han instalado adentro mismo de la Iglesia, en sacerdotes, facultades de teología y seminarios.

* Así las cosas, puede afirmarse que a principios del siglo XX una larga serie de “ismos” se levanta contra la Iglesia y bloquea una verdadera posibilidad de transmisión de su mensaje: comunismo, modernismo, cientificismo, positivismo… La sensación es dura porque poco a poco la Iglesia va quedando recluida en la irrelevancia y el prejuicio, y al parecer su principal manera de responder ha sido sólo señalar errores y lanzar anatemas. Por justificado que ello pueda ser, es evidente, por lo menos en el corazón de Juan XXIII, que debe buscarse un camino diferente.

* En la mente y los escritos de Juan XXIII son claras dos cosas, al convocar al Concilio Vaticano II: (1) No se trata de estudiar o definir nuevas cuestiones doctrinales: el Papa siente que la enseñanza de la fe está y debe ser clara. (2) Pero sí hay que buscar cómo puede transmitirse mejor esa fe dada la historia de desencuentros entre la Iglesia y el Mundo. Por ello, él mismo define el Concilio como “pastoral.”

Luces y sombras

La renovación de lo viejo

El mundo indígena americano, al encontrarse con el mundo cristiano que le viene del otro lado del mar, es, en un cierto sentido, un mundo indeciblemente arcaico, cinco mil años más viejo que el europeo. Sus cientos de variedades culturales, todas sumamente primitivas, sólo hubieran podido subsistir precariamente en el absoluto aislamiento de unas reservas. Pero en un encuentro intercultural profundo y estable, como fue el caso de la América hispana, el proceso era necesario: lo nuevo prevalece.

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Encuentro

En 1492 se inica un Encuentro entre dos mundos sumamente diferentes en su desarrollo cultural y técnico. Europa halla en América dos culturas notables, la mayo-azteca, en México y América central, y la incaica en Perú, y un conjunto de pueblos sumidos en condiciones sumamente primitivas.

La Europa cristiana y las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa, a tientas, sin precedente alguno orientador. Ambas, dice Rubert de Ventós, citado por Pedro Voltes, eran «partes de un encuentro puro, cuyo carácter traumático rebasaba la voluntad misma de las partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos ni culturales que preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesariamente trágica» (Cinco siglos 10).

Quizá nunca en la historia se ha dado un encuentro profundo y estable entre pueblos de tan diversos modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento hispánico de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a ocupar las tierras que habían vaciado previamente por la expulsión o la eliminación de los indios. Pero en la América hispana se realizó algo infinitamente más complejo y difícil: la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad, hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

De la « Rerum novarum » hasta la « Centesimus Annus »

89 Como respuesta a la primera gran cuestión social, León XIII promulga la primera encíclica social, la « Rerum novarum ».[Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 97-144] Esta examina la condición de los trabajadores asalariados, especialmente penosa para los obreros de la industria, afligidos por una indigna miseria. La cuestión obrera es tratada de acuerdo con su amplitud real: es estudiada en todas sus articulaciones sociales y políticas, para ser evaluada adecuadamente a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la ley y en la moral naturales.

La « Rerum novarum » enumera los errores que provocan el mal social, excluye el socialismo como remedio y expone, precisándola y actualizándola, « la doctrina social sobre el trabajo, sobre el derecho de propiedad, sobre el principio de colaboración contrapuesto a la lucha de clases como medio fundamental para el cambio social, sobre el derecho de los débiles, sobre la dignidad de los pobres y sobre las obligaciones de los ricos, sobre el perfeccionamiento de la justicia por la caridad, sobre el derecho a tener asociaciones profesionales ».[Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 20, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 24]

La « Rerum novarum » se ha convertido en el documento inspirador y de referencia de la actividad cristiana en el campo social.[Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS (1931) 189; Pío XII, Radiomensaje en el 50 Aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33 (1941) 198] El tema central de la encíclica es la instauración de un orden social justo, en vista del cual se deben identificar los criterios de juicio que ayuden a valorar los ordenamientos socio-políticos existentes y a proyectar líneas de acción para su oportuna transformación.

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El Descubrimiento

Descubrimiento

La palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar lo que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa. En referencia a América, desde hace cinco siglos, ya desde los primeros cronistas hispanos, venimos hablando de Descubrimiento, palabra en la que se expresa una triple verdad.

1. España, Europa, y pronto todo el mundo, descubre América, un continente del que no había noticia alguna. Este es el sentido primero y más obvio. El Descubrimiento de 1492 es como si del océano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso, grandioso y variadísimo.

2. Los indígenas americanos descubren también América a partir de 1492, pues hasta entonces no la conocían. Cuando los exploradores hispanos, que solían andar medio perdidos, pedían orientación a los indios, comprobaban con frecuencia que éstos se hallaban casi tan perdidos como ellos, pues apenas sabían algo -como no fueran leyendas inseguras- acerca de lo que había al otro lado de la selva, de los montes o del gran río que les hacía de frontera. En este sentido es evidente que la Conquista llevó consigo un Descubrimiento de las Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos indios. Los otomíes, por poner un ejemplo, eran tan ignorados para los guaraníes como para los andaluces. Entre imperios formidables, como el de los incas y el de los aztecas, había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso error decir que la palabra Descubrimiento sólo tiene sentido para los europeos, pero no para los indios, alegando que «ellos ya estaban allí». Los indios, es evidente, no tenían la menor idea de la geografía de «América», y conocían muy poco de las mismas naciones vecinas, casi siempre enemigas. Para un indio, un viaje largo a través de muchos pueblos de América, al estilo del que a fines del siglo XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.

En este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace que aquéllos que apenas conocían poco más que su región y cultura, en unos pocos decenios, queden deslumbrados ante el conocimiento nuevo de un continente fascinante, América. Y a medida que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios americanos descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la existencia de cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles, y una variedad casi indecible de pueblos, lenguas y culturas…

Madariaga escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás unos en otros no ya como una unidad humana, sino ni siquiera como extraños. No se conocían mutuamente, no existían unos para otros antes de la conquista. A sus propios ojos, no fueron nunca un solo pueblo. «En cada provincia -escribe el oidor Zorita que tan bien conoció a las Indias- hay grande diferencia en todo, y aun muchos pueblos hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se tratan ni conocen, y esto es general en todas las Indias, según he oído» […] Los indios puros no tenían solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus territorios, y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del continente de cuya misma existencia apenas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico, la Nueva España de entonces, era un núcleo de organización azteca, el Anahuac, rodeado de una nebulosa de tribus independientes o semiindependientes, de lenguajes distintos, dioses y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha de la Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organizadas, rodeados de hordas de salvajes, caníbales y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que los incas lucharon siglos enteros por reducir a una obediencia de buen pasar a tribus de naturales de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y que cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez en decadencia y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres centros de organización que los españoles encontraron. Allende aztecas, chibchas e incas, el continente era un mar de seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar con unidad de cualquier forma que fuese» (El auge 381-382).

3. Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más profundo y religioso, poco usual. En efecto, Cristo, por sus apóstoles, fue a América a descubrir con su gracia a los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo, nuestro Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la paz… que arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (Is 25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que podía haber en el corazón del indio Cuauhtlatoatzin, si su gracia le sanaba y hacía de él un hombre nuevo: el beato Juan Diego.

Así pues, bien decimos con toda exactitud que en el año de gracia de 1492 se produjo el Descubrimiento de América.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Perfectae Caritatis, 02 de 12, Contexto histórico del Concilio Vaticano II

[Meditaciones para el Retiro Espiritual anual de un grupo de Hermanas Dominicas de la Inmaculada, en Quito, Ecuador.]

Tema 2 de 12: Contexto histórico del Concilio Vaticano II

* En la sesión inaugural del Concilio Vaticano II, el papa Juan XXIII subrayó el carácter “pastoral” de aquel evento. Para comprender qué implican esas palabras hay que acercarse a los tres últimos siglos de la historia de la Iglesia.

* A la base está una ruptura que se hizo visible en el siglo XVIII con la Ilustración y con la Revolución Francesa. La nueva clase de “intelectuales,” formados en el enciclopedismo y la masonería, sentía particular repulsión hacia la Iglesia, a la que consideraban una institución corrupta y egoísta que se alimenta de la ignorancia y la superstición.

* Aquellos intelectuales del XVIIII no eran todavía ateos, sino “deístas,” es decir, aceptaban que un “dios” era necesario para completar una explicación racional del mundo pero negaban que ese dios tuviera una injerencia en las vidas de los seres humanos particulares. Les repugnaba la idea de una “revelación” y por tanto, de un “clero” que en algún sentido pudiera representar a ese dios.

* Del deísmo no es difícil el paso al ateísmo: un dios tan lejano e inocuo como el que enseñaban aquellos arrogantes intelectuales en realidad no hacía falta ni en la vida personal ni menos en la vida social. La consecuencia práctica de esta postura fue el desprecio sistemático a la fe revelada y el ataque frontal a la Iglesia.

* La primera reacción de la Iglesia fue también contundente. El Syllabus del Papa Pío IX es una colección de condenaciones y anatemas. Décadas después, la encíclica Pascendi de San Pío X resumiría la situación de la Iglesia ante el mundo en términos de pura confrontación. El enemigo central, según señala esa encíclica, es el Modernismo.

* ¿En qué consiste el Modernismo, como herejía? En la presentación de la verdad como completamente dependiente del contexto. Según el modernismo, nada sería realmente estable y ninguna afirmación sería realmente definitiva pues, si no los enunciados mismos, las interpretaciones de los enunciados estaría siempre sujetas a las condiciones culturales, filosóficas y científicas, al punto de que algo que se dijo y creyó en un cierto contexto ya no sería posible enseñarlo en otro contexto.

* Es comprensible la actitud firme y beligerante de la Iglesia frente a tantos ataques frontales pero hay que tomar nota que poco a poco se fue gestando otro modo de respuesta, especialmente a través de tres corrientes vitales:

(1) El Movimiento Litúrgico, que tuvo su epicentro en la Abadía de Solesmes, destaca la necesidad de una liturgia más participativa y fructuosa, con mayor presencia de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, y con un centro más claro en la Pascua y por consiguiente en torno al Año Litúrgico.

(2) El Movimiento Bíblico quiere evitar dos extremos: el racionalismo de la Ilustración niega la posibilidad de la revelación y por tanto propone “pensar y no creer;” por otro lado, algunas formas de piedad miran con desconfianza la tarea del intelecto y en la práctica proponen “creer y no pensar.” Fr. José Ma. Lagrange, O.P., fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén, quiere afirmar ambos, el creer y el pensar, que ciertamente incluye investigar. Un primer fruto, pequeño pero enormemente significativo, fue la entrada franca de la enseñanza sobre los géneros literarios de la Biblia en el magisterio de la Iglesia.

(3) Movimiento Teológico. Desde la neoescolástica hasta la teología narrativa, el final del siglo XIX y la primera mitad del XX vieron una floración de tendencias de muy diversos estilos, no todos ortodoxos. Una convicción sí quedó clara: que la teología no puede verse como un saber de piedra, establecido para siempre e inalterable, pero tampoco como un bulto amorfo al estilo del pensamiento modernista. La imagen apropiada es la de la evolución homogénea del dogma, es decir, como un árbol de hondas raíces, y con un tronco y ramas principales bien firmes, pero que no cesa de crecer, como organismo vivo que es.

Prólogo a una Historia de la Iglesia en Hispanoamérica

Prólogo a la 1ª edición

Desde el principio debo confesar que llevo en el corazón a la América hispana. Allí pasé los primeros años de mi vida de sacerdote, y allí he vuelto una veintena de veces para dar cursillos o ejercicios espirituales. Aunque mi especialidad es la Teología espiritual, que enseño en Burgos, en la Facultad de Teología, hace ya muchos años que vengo estudiando la evangelización de las Indias en los antiguos cronistas o en escritos modernos, fijándome sobre todo en la espiritualidad de aquella acción apostólica.

Esto me ha llevado a componer esta obra, en la que sigo el modelo de San Lucas evangelista, el primer historiador de la Iglesia, en sus Hechos de los Apóstoles. Él centra sus relatos en las figuras de los santos apóstoles Pedro y Pablo, no hace mucho caso de los personajes negativos, como Simón Mago o Ananías y Safira, y no se detiene apenas a describir la organización progresiva de la Iglesia naciente.

De modo semejante, mi crónica centrará su atención en los hechos apostólicos de Martín de Valencia, Zumárraga, Motolinía, Montesinos, Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, Pedro Claver, etc., y no describiré, como no sea ocasionalmente, la figura lamentable de otros personajes oscuros de su entorno, ni tampoco la acción misionera de la Iglesia en sus complejos empeños colectivos, en la organización de diócesis y parroquias, doctrinas y provincias religiosas.

Por otra parte, si San Lucas dedica once capítulos de los Hechos a San Pablo y seis a San Pedro, no es porque piense que aquél tiene doble importancia que éste en la historia del apostolado, sino porque fue compañero de San Pablo y conoció mejor su vida y acciones. Tampoco mi escrito, por las mismas razones, guardará una proporción estricta entre la importancia de cada apóstol y las páginas que le dedico.

Y no me alargo más, pues tengo por delante una tarea muy amplia y preciosa: escribir los grandes Hechos de los apóstoles de América.

Prólogo a la 2ª edición

Al preparar la segunda edición de esta obra -que apenas añade a la primera, de 1992, algunos retoques del texto y breves complementos bibliográficos-, sigo convencido de que el crecimiento de las Iglesias locales de América ha de potenciarse con un conocimiento y una estima cada vez mayores de sus propias tradiciones y de sus gloriosos orígenes. En este sentido, dice Juan Pablo II:

«La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos… Es necesario que sus ejemplos de entrega sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del Continente» (ex. apost. Ecclesia in America 15, 22-1-1999).

Los trabajos de los primeros evangelizadores de América, tantas veces ignorados o discutidos, estos empeños que se narran en las presentes páginas, han de ser juzgados por sus frutos históricos. Ahora bien, «¿no es acaso motivo de esperanza gozosa pensar que para finales de este milenio los católicos de América Latina constituirán casi la mitad de toda la Iglesia?» (Juan Pablo II, 14-6-1991).

Dios quiera concederle a esta segunda edición de los Hechos de los apóstoles de América una muy amplia difusión. La pedimos confiadamente al Señor, acudiendo a la intercesión poderosa de Nuestra Señora, la Virgen de Guadalupe. A Ella le rezamos ahora con Juan Pablo II (México 23-1-1999):

«¡Oh Madre! Tú conoces los caminos que siguieron los primeros evangelizadores del nuevo mundo, desde la isla Guanahaní y La Española hasta las selvas del Amazonas y las cumbres andinas, llegando hasta la Tierra de Fuego en el sur y los grandes lagos y montañas del norte…

«Oh Señora y Madre de América! Salva a las naciones y a los pueblos del continente…

«¡Para ti, Señora de Guadalupe, Madre de Jesús y Madre nuestra, todo el cariño, honor, gloria y alabanza continua de tus hijos e hijas americanos!»

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud.

Décima Lección sobre el martirio

Lección Décima

Honores rendidos a los mártires

La sepultura concedida

Ha terminado el drama trágico del martirio, y la muchedumbre se aleja embargada de sentimientos muy diversos: unos contentos y satisfechos, otros tristes y preocupados, algunos conmovidos…

Pero junto a los restos del mártir queda un grupo de familiares, amigos o hermanos en la fe. La ley disponía que aquellos restos lastimosos fueran entregados a quien los reclamara.

«Los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para enterrarlos» (Pablo, Digesto XLVIII, XXIV,3). «Los cadáveres de los decapitados no se deben negar a los parientes. Las cenizas y huesos de los ejecutados por el fuego se pueden recoger y depositar en un sepulcro» (Ulpiano, ib. 1).

A ejemplo de José de Arimatea, que pide a Pilato el cuerpo del Salvador (Mt 27, 57-58), los fieles cristianos piden a los magistrados los cuerpos de sus hermanos martirizados. Y aún durante las mismas persecuciones, se hacen a los mártires solemnes exequias.

Cuando en Cartago fue decapitado el obispo San Cipriano, los fieles lo sepultaron de modo provisional cerca del lugar de su ejecución. Pero por la tarde, fueron a buscarlo clero y fieles, y en procesión solemne, con cirios y antorchas, cantando himnos de victoria -cum cereis et scolacibus, cum voto et triumpho- , lo trasladaron a una posesión del procurador Macrobio Condidiano, junto a un camino que llamaban «la vía de los sepulcros», y allí recibió sepultura definitiva.

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Novena Lección sobre el martirio

Lección Novena

El testimonio de los mártires

Naturaleza y valor del testimonio de los mártires

Hemos contemplado las atroces circunstancias en las que, en todas las regiones del mundo antiguo, dieron testimonio de su fe mártires de toda edad, sexo y condición. ¿Cuál es el valor objetivo de este testimonio?

Hay autores, que de ordinario son imparciales, aunque no militen en nuestro mismo campo, como M. Boissier, que devalúan el valor demostrativo del testimonio de los mártires:

«Este asunto, propiamente hablando, no es una cuestión religiosa. Lo sería si pudiese afirmarse que la verdad de una doctrina se mide por la firmeza de sus defensores. Apologistas hay del cristianismo que así lo han pretendido, queriendo obtener de la muerte de los mártires una prueba indiscutible de la veracidad de las opiniones por las que se sacrificaban: “No se deja nadie matar por una religión falsa”. Pero este razonamiento no es convincente, y la misma Iglesia lo ha desvirtuado tratando a sus adversarios como sus propios hijos habían sido tratados. Ante la muerte valerosa de valdenses, husitas y protestantes que ella ha quemado o ahorcado, sin lograr con ello arrancarles ninguna retractación de sus creencias, es necesario que renuncie a sostener que nadie da la vida por afirmar una doctrina que no sea verdadera» (La fin du paganisme I,400).

Estas palabras exigen varias correcciones. En primer lugar, nunca la Iglesia ha sostenido que “nadie da la vida sino por una doctrina verdadera”. Las ejecuciones de herejes aludidas muestran claramente que es posible dar la vida con valor y buena fe por una doctrina falsa.

Pero, a nuestro juicio, la cuestión ha de plantearse de modo muy diferente. A pesar de ciertas extensiones frecuentes del término mártir, no todo el que da la vida por una doctrina puede ser llamado propiamente mártir. El significado etimológico de mártir es testigo. Pero nadie es testigo de sus propias ideas. El testigo da testimonio de hechos. Y es en este sentido en el que Jesucristo dice a sus discípulos: «vosotros seréis mis testigos» (Hch 1,8). Y ése el sentido de la afirmación de San Pedro y San Juan ante los judíos que les querían imponer silencio: «nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (4,20).

Los mártires son testigos no de una opinión, sino de un hecho: el hecho cristiano. Algunos, según expresión de San Juan, lo han visto nacer, han conocido a su autor, «han tocado con sus manos al Verbo de la vida» (1Jn 1,1). Otros han conocido ese hecho por una tradición viva, a través de una cadena de la que pueden ser comprobados cada uno de sus eslabones. Entre el testimonio que los mártires dan de esta tradición y la muerte de los herejes, que rehusan abandonar una opinión nueva, casi siempre extraña a la tradición y destructora del hecho cristiano, no hay una medida común. Aunque en ambos casos fueran iguales la sinceridad y la valentía, el valor del testimonio es desigual, o por decirlo mejor, solamente los primeros tienen derecho al título de testigos.

Consideremos más detenidamente la calidad de estos testimonios martiriales.

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Octava Lección sobre el martirio

Lección Octava

Los suplicios de los mártires

Destierro, deportación, trabajos forzados

El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el mártir que recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a destierro, deportación, trabajos forzados o pena de muerte.

El destierro era la pena más suave en que podía incurrir el cristiano. No se consideraba pena capital, porque, al menos en principio, no implicaba la pérdida de los derechos civiles ni, por tanto, la confiscación de bienes. Muchos cristianos sufrieron destierro entre los siglos I y IV.

El apóstol San Juan es desterrado a la isla de Patmos, las dos Flavias Domitilas son relegadas a las islas de Pandataria y de Pontia; el Papa San Cornelio muere desterrado en Civitá Vecchia. También son desterrados San Cipriano, San Dionisio de Alejandría y tantos otros mártires sufren la misma pena.

A veces los desterrados son tratados con relativa suavidad, como los dos últimos citados. Parece, sin embargo, que el destierro de los cristianos fue más duro que el de los paganos, pues, al menos en la persecución de Decio, contra el derecho común, sufrían confiscación de bienes.

La deportación era pena más grave que el destierro. Era pena capital, que implicaba una muerte civil. Los deportados eran tratados como forzados, y se les enviaba a los lugares más inhóspitos. Un jurista, Modestino, decía que «la vida del deportado debe ser tan penosa que casi equivalga al último suplicio» (Huschke, Jurispru. antejustin. 644; Tácito, Annales II,45). A veces el látigo y el palo de los guardianes apresuraban el fin del deportado. Así murió deportado en Cerdeña en el año 235 el Papa Ponciano.

La condenación a trabajos forzados era la segunda pena capital, que se cumplía en las canteras y en las minas que el Estado explotaba en diversos lugares del imperio. Muchos cristianos de los primeros siglos sufrieron esta terrible pena.

La matriculación de los condenados, al llegar a la cantera o la mina, comenzaba por los azotes (San Cipriano, Epist. 67), para dejar claro desde un principio que habían venido a ser «esclavos de la pena». En seguida eran marcados en la frente, pena infamante que duró hasta Constantino, emperador cristiano que la abolió «por respeto a la belleza de Dios, cuya imagen resplandece en el rostro del hombre» (Código Teodosiano IX, XL,2). Además de esa marca, se les rasuraba a los condenados la mitad de la cabeza, para ser reconocidos más fácilmente en caso de fuga. Alternativa ésta muy improbable, pues un herrero les remachaba a los tobillos dos argollas de hierro, unidas por una corta cadena, que les obligaba a caminar con pasos cortos y les impedía, por supuesto, correr.

Cristianos condenados a las minas los hubo en las diversas épocas que estudiamos. Y de mediados del siglo III tenemos un precioso documento que nos describe su situación, las cartas del obispo San Cipriano a los mártires condenados a las minas de Sigus, en Numidia.

Entre ellos había obispos, sacerdotes y diáconos, laicos varones y mujeres, y también niños y niñas. Estos últimos, no teniendo fuerza para excavar con las herramientas de los mineros, se encargaban de transportar en cestos el material; eran condenados in opus metallorum, única modalidad de esta condena posible para las mujeres (Ulpiano, Digesto XLVIII, XIX,8, párrf.8).

Estos forzados cristianos, según describe San Cipriano, vivían dentro de la mina, en las tinieblas que se veían acrecentadas por el humo pestilente de las antorchas. Mal alimentados y apenas vestidos, temblaban de frío en los subterráneos. Sin cama ni jergón alguno, dormían en el suelo. Se les prohibían los baños, y a los sacerdotes se les negaba permiso para celebrar el santo sacrificio. A estos confesores condenados por el odio de los paganos a la suciedad y las tinieblas, San Cipriano les exhorta a perseverar en la virtud, esperando los esplendores de la vida futura (Epist. 77).

Aún más terribles fueron los padecimientos de los cristianos condenados a las minas en el Oriente, al fin de la última persecución, bajo Maximino Daia. El gobernador de Palestina, en el 307, mandó que con hierro candente se quemasen los nervios de uno de los jarretes. Y se llegó a una mayor crueldad cuando en los años 308 y 309, a los cristianos, hombres, mujeres y niños, que de las minas de Egipto eran enviados a las de Palestina, no sólo se les dejó cojos al pasar por Cesarea, sino también tuertos: se les sacó el ojo derecho, cauterizando luego con hierro candente las órbitas ensangrentadas (Eusebio, De Martyr. Palest. 7,3,4; 8,1-3,13; 10,1).

Sufriendo tan terribles calamidades en las minas, todavía los cristianos en algunas de ellas construían iglesias, como en Phaenos, en el 309. Allí dispusieron oratorios improvisados junto a los pozos. Algunos obispos presos celebraban el santo sacrificio y distribuían la eucaristía. Un forzado, ciego de nacimiento, al que también se le había sacado un ojo, recitaba de memoria en estas celebraciones partes de la Sagrada Escritura.

No faltaron delatores de estos cultos. Los mártires de Phaenos fueron dispersados en Chipre y en el Líbano; los viejos, ya inútiles, fueron decapitados; dos obispos, un sacerdote y un laico, que se habían distinguido más en su fe, fueron arrojados al fuego. Así desapareció la diminuta iglesia de una mina (ib. 11,20-23; 13,1-3,4,9,10).

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Séptima Lección sobre el martirio

Lección Séptima

Los procesos de los mártires

Evolución del derecho penal romano

Una cierta suavización humanitaria, respecto de la letra dura y formalista del Derecho romano antiguo, parece darse en la evolución de las leyes civiles desde el siglo I al III, quizá a causa del estoicismo que inspiraba a muchos jurisconsultos y a algunos emperadores. Pero, en extraña anomalía, las leyes penales no siguieron en absoluto ese mismo camino. Y es que estas leyes no venían configuradas por las tendencias filosóficas o jurídicas, sino solamente por la política, que en aquella época se manifiesta prepotentemente «imperial», es decir, inclinada al despotismo y hostil a la libertad. Las disposiciones protectoras del tiempo de la República se ven anuladas en el Imperio por la arbitrariedad autoritaria.

Este movimiento retrógrado se acentúa en el siglo III, cuando desaparece el jurado y las causas capitales quedan en manos del prefecto.

La extensión del derecho de ciudadanía realizada en tiempos de Caracalla fue engañosa, pues no hizo gozar a los provincianos de los privilegios de los ciudadanos de Roma, sino que asimiló a éstos a los provincianos, sujetando a unos y a otros a la autoridad de los gobernadores, y suprimiendo el derecho ciudadano del recurso al César, del que en el siglo I usó San Pablo. En este mismo tiempo la tortura, reservada antes a los esclavos, se extiende a los plebeyos libres. Suplicios, como el del fuego, desconocidos antes, quedan inscritos en las leyes. Hay, pues, en el Derecho penal un claro endurecimiento regresivo.

Los cristianos, sin duda, fueron los más gravemente perjudicados por este retroceso del derecho penal. Se reafirmó contra ellos el delito de religión extranjera, antes caído en desuso. Y contra ellos, incluso, se acentuaron arbitrariamente las durezas, ya de suyo graves, del proceso criminal: el arresto, la cárcel preventiva, los interrogatorios, las torturas, la sentencia.

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Sexta Lección sobre el martirio

Lección Sexta

Padecimientos morales de los mártires

Confiscación de los bienes

Antes de sufrir las pruebas corporales de la tortura, los mártires han salido victoriosos de pruebas morales que para muchos fueron verdaderamente terribles. Como hemos visto en el estudio precedente, el sacrificio que a no pocos se les exigía era tan grande como los bienes mundanos que habían de perder si querían guardarse fieles a su fe. Tanto dejaban los mártires cuanto más habían tenido. Antes del martirio, había, pues, una prueba previa, que para algunos podía ser durísima, e implicar terribles desgarramientos morales. A los mártires, como a su divino Maestro mártir, les era ofrecido el cáliz antes que la cruz.

Orígenes, escribiendo a un amigo cristiano, encarcelado por serlo, y que antes había tenido grandes riquezas y altos puestos, le decía: «¡Cómo desearía yo, si hubiera de morir mártir, tener también que dejar casas y campos, para recibir el céntuplo que el Señor ha prometido!… Nosotros, los pobres, debemos eclipsarnos, aun en el martirio, ante vosotros, porque habéis sabido menospreciar la gloria mentirosa del mundo, de la que tantos otros se enamoran, y el apego a vuestros grandes bienes» (Exhort. ad mart. 14,15).

Suele parecer en ocasiones que los hombres están más apegados a los bienes temporales que a su misma vida. Y esto, hasta cierto punto, puede tener a veces cierta nobleza. Quien posee bienes, considerándolos un depósito recibido de sus antepasados para transmitirlo a sus descendientes, ve esos bienes con el aura majestuosa de las cosas hereditarias, integradas en la santidad del hogar doméstico.

Por eso la confiscación de bienes resulta tan odiosa. Y en el derecho penal romano ocupaba un gran lugar. La confiscación era el complemento terrible de toda pena que implicase pérdida de la ciudadanía, condena de muerte, trabajos forzados, deportación. Solamente una concesión graciosa del emperador podía reservar para los hijos una parte o la totalidad del patrimonio confiscado. Pero la ley prohibía expresamente esta gracia cuando se trataba de crímenes de lesa majestad o de magia (Código Teodosiano IX, 47,2). Y según parece, profesar el cristianismo se equiparaba a estos dos delitos.

Así fue al menos desde mediados del siglo III, época en que el tesoro público estaba muy escaso. En tiempos de Decio, concretamente, vemos que sin cesar se aplica la pena de confiscación, sea contra los cristianos condenados a muerte o a las minas, sea a los castigados con destierro o contra los que han huído. También Valeriano hizo gran uso de la pena de confiscación, y el emperador Diocleciano llegó a privar a los hijos de toda participación en los bienes de los condenados.

Los fondos de la Iglesia habían de subvenir a los cristianos que habían sufrido el expolio de sus bienes. La confiscación era la ruina de la familia, rei familiaris damna, según dice San Cipriano; la caída brusca de la fortuna a la miseria. Y en no pocos casos llevaba consigo la degradación -dignitate amissa, según el edicto de Valeriano-, pues al carecer de la hacienda necesaria, los descendientes de quien había sufrido confiscación de bienes pasaban necesariamente a la clase de los plebeyos. Ya no eran nobles empobrecidos, sino pobres a secas. Para un padre de familia cristiana noble, sufrir un proceso a causa de su fe significaba una perspectiva de suplicio propio y de ruina completa de los suyos.

San Basilio narra el caso impresionante de una conciudadana suya, Julita, viuda cristiana. Acosada por un depredador malvado de sus bienes, tuvo que reclamar en juicio sus bienes contra el usurpador. Pero inmediatamente el demandado alegó una excepción, sacada de un edicto del año 303, en el que se negaba a los cristianos el derecho a personarse en juicio. Así las cosas, el magistrado mandó traer un altar ante el tribunal, e invitó a los contendientes a quemar incienso ante los dioses. Julita rehusó en absoluto: «Perezca mi vida, perezcan las riquezas, perezca mi cuerpo, si es necesario, antes que salga de mi boca una palabra contra mi Dios, mi Creador». Con esto, inmediatamente, perdió el proceso, quedando completamente arruinada. Y por si fuera poco, una segunda sentencia la condenó a ser quemada en la hoguera por ser cristiana (Hom. V,1-2).

La prueba del mártir había de ser extraordinariamente amarga cuando se le instaba a renegar su fe para salvar el interés de su familia; cuando voces amistosas presionaban su conciencia de padre o de esposo en contra de la fe cristiana.

Unas veces eran amigos paganos: «Si no obedeces al juez, no solo vas a padecer horribles tormentos, sino que expondrás a tu familia a una ruina segura. Serán confiscados tus bienes y desaparecerá tu linaje» (Passio S. Theodoti 8). Otras, el mismo juez: «Piensa en tu salud, piensa, sobre todo en tus hijos» (Passio S. Philippi 9). «Eres riquísimo, y tienes bienes como para alimentar casi a una provincia… Tu pobre mujer te está mirando» (Acta SS. Philæ et Philoromi 2). Los abogados, los parientes, todos suplican al mártir que «mire por su esposa, que cuide de sus hijos» (Eusebio, Hist. eccl. VI,2,6) .

No todos los cristianos tenían el heroísmo del joven Orígenes, cuando escribía a su cristiano padre, que tenía siete hijos, y estaba amenazado de suplicio: «mantente firme, no cambies de conducta por causa de nosotros». Seguramente, muchos cristianos, combatidos por quienes debían confortarles, cedieron a estas pruebas, que eran peores que las torturas. Y los que vencieron, solamente pudieron vencer asistidos por una fuerza sobrehumana.

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