Organización jurídica en tiempos de la Conquista

El protagonismo de Castilla en el descubrimiento y otras circunstancias políticas de la península hispana explican, como dice Ots Capdequi, que los territorios de las «Indias Occidentales quedaran incorporados políticamente a la Corona de Castilla y que fuera el derecho castellano -y no los otros derechos españoles peninsulares- el que se proyectase desde España sobre estas comarcas del Nuevo Mundo» (El Estado 9).

Según el mismo autor, los rasgos característicos de este nuevo derecho indiano son éstos: «Un casuismo acentuado», más bien que amplias construcciones jurídicas. «Una tendencia asimiladora y uniformista», acentuada en la época borbónica. «Una gran minuciosidad reglamentista», por la que se pretendía llegar hasta la cuestiones más pequeñas. «Un hondo sentido religioso y espiritual. La conversión de los indios a la fe en Cristo y la defensa de la religión católica en estos territorios fue una de las preocupaciones primordiales en la política colonizadora de los monarcas españoles. Esta actitud se reflejó ampliamente en las llamadas Leyes de Indias. En buen parte fueron dictadas estas Leyes, más que por juristas y hombres de gobierno, por moralistas y teólogos» (12-14).

Los Reyes españoles decretaron «que se respetase la vigencia de las primitivas costumbres jurídicas» de los indios, en tanto no fueran inconciliables con la legislación hispana, con lo cual los derechos tradicionales de los indios «dejaron huella considerable en orden a la regulación del trabajo, clases sociales, régimen de la tierra, etc., instituciones tan representativas como los cacicazgos, la mita y otras» (11,15). Por otra parte, «frente al derecho propiamente indiano, el derecho de Castilla sólo tuvo en estos territorios un carácter supletorio» (15), es decir, sólo se aplicaba cuando en las leyes de Indias había algún vacío legal.

Finalmente, otro rasgo muy peculiar del derecho indiano fue que las autoridades locales, «frente a Cédulas Reales de cumplimiento difícil, o en su concepto peligroso, apelaron con frecuencia a la socorrida fórmula de declarar que se acata pero no se cumple», explícitamente reconocida como legítima en la Recopilación de 1680 (Leyes XXII y XXIV, tit.I, lib.II).

En efecto, «recibida la Real Cédula cuya ejecución no se consideraba pertinente, el virrey, presidente o gobernador, la colocaba solemnemente sobre su cabeza, en señal de acatamiento y reverancia, al propio tiempo que declaraba que su cumplimiento quedaba en suspenso. No implicaba esta medida acto alguno de desobediencia, porque en definitiva se daba cuenta al Rey de lo acordado para que éste, en última instancia y a la vista de la nueva información recibida, resolviese» (14).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

En busca de leyes justas

En aquel tiempo, como hemos visto, los Reyes prestaban oído al consejo de los teólogos y misioneros. Recordemos brevemente algunos de los pasos dados en búsqueda de la justicia en las Indias. Tras el sermón de fray Antonio de Montesinos, Fernando el Católico convocó una junta de notables, de la que nacieron las Leyes de Burgos (1512), en las que se declaró la libertad de los indios, la prioridad de la evangelización, y una serie de derechos fundamentales, al tiempo que se humanizaba el régimen de la encomienda. Poco después, en 1514, el Rey ordenó que no se hicieran conquistas sin previo requerimiento pacífico, medida que fue tenida en cuenta por todos los conquistadores, pero que no servía de mucho.

En 1525 las protestas de conciencia eran tan graves, que de momento se suspendieron los descubrimientos y conquistas. Al año siguiente, en las Ordenanzas de Granada (1526), establecidas por el Consejo de Indias, se dieron normas «sobre el buen tratamiento a los indios y manera de hacer nuevas conquistas», exigiendo en ellas requerimiento y presencia de dos clérigos que velasen por el buen trato, y prohibiendo de nuevo toda esclavización de los indios. Por otro lado, el tema de las encomiendas sigue siendo objeto de dudas continuas y de frecuentes retoques jurídicos, siempre insatisfactorios.

En 1529, una cédula real enviada desde Génova, impulsa a los tres grandes Consejos -Real, de Indias y de Hacienda- a regular de nuevo la encomienda, haciéndola pasar de servicio a tributo moderado (Céspedes, Textos n.34).

En 1537, el primer obispo de Tlaxcala, en México, el dominico fray Julián Garcés, escribió al papa Pablo III una notable carta, en la que ensalza la racionalidad y libertad de los indios, así como su idoneidad religiosa, y denuncia con fuerza a quienes, queriendo explotar a los indios, alegan para excusarse que éstos son como brutos sin entendimiento. Esta carta, según parece, fue causa principal de la Bula pontificia Sublimis Deus, de ese mismo año, en la que se reiteran, con la plena autoridad apostólica, esas mismas verdades (Xirau 87-101).

En 1541, a las muchas quejas que iban llegando, se añadieron las de cuatro dominicos procedentes de México, Perú y Cartagena, los padres Juan de Torres, Martín de Paz, Pedro de Angulo y Bartolomé de Las Casas, que reclamaron ante la corte de Carlos I. El emperador, que estaba dispuesto a suspender su acción en América si se demostraba que no tenía títulos legítimos para ella, convocó una junta extraordinaria del Consejo de Indias, y bajo el influjo de Las Casas, se promulgaron las famosas Leyes Nuevas (1542), un cuerpo legal de normas claras: «por ninguna vía se hagan los indios esclavos», sino que han de ser tratados como vasallos de la Corona; «de aquí en adelante ningun visorrey, gobernador… no pueda encomendar indios por nueva provisión, sino que muriendo la persona que tuviere los dichos indios sean puestos en nuestra real Corona» (Céspedes n.35).

Sin embargo, las convulsiones producidas en las Indias por estas Leyes Nuevas, sobre todo en lo referente a las encomiendas, fueron tales, en forma de recursos y alzamientos, que fue preciso suavizarlas o suspender su aplicación. No sólo los representantes de la Corona, sino la gran mayoría de los misioneros, estimaron que la acción de España en América, sin la base laboral de las encomiendas, al menos por entonces, se hacía imposible.

De nuevo en 1549, antes de la Junta de Valladolid, el emperador está dispuesto a abandonar las Indias a sus antiguos señores si su dominio allí no tuviera justos títulos. Tal decisión no se ejecutó al mediar en contrario el dictamen del padre Vitoria y otros consejos, de modo que se asentó ya moralmente la presencia de España en las Indias.

Recordemos, finalmente, la Recopilación de las leyes de los Reynos de las Indias, de 1681. En el prólogo de la excelente edición realizada en México en 1987, don Jesús Rodríguez Gómez, presidente del mexicano Colegio Nacional de Abogados, escribe: «De entre las numerosas legislaciones españolas de la época, son las castellanas las que se reflejan sobresalientemente en las Leyes de Indias, que no soslayan el derecho indígena, a tal grado que sorprende encontrar la minuciosa referencia a las costumbres de la República de Tlaxcala; pero más asombran disposiciones como las relativas a la jornada de ocho horas, interrumpidas por un descanso de dos, y a la inviolabilidad de la correspondencia»… (pg. XI).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Se cumplían las leyes en favor de los indios?

Es indudable que la Corona española, asistida por los misioneros, teólogos y juristas más valiosos, procuró desde el principio con gran empeño leyes justas, que fueran favorables a los indios. El historiador norteamericano Lewis Hanke, en su obra sobre La lucha por la justicia en la conquista de América (1949), dice con razón en su prólogo que «la conquista de América por los españoles… fue uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria» (17). Efectivamente, puede decirse que la Corona española fue siempre en América, con los misioneros, la principal protectora de los indios.

Hoy se reconoce con una considerable unanimidad que las leyes hispanas de Indias fueron muy buenas, y que en muchas cuestiones pudieron servir de modelo a otras legislaciones posteriores. Pero con frecuencia se añade simultáneamente que «no se cumplían», con lo que se desvirtúa prácticamente la afirmación anterior. Pues bien, las leyes cívicas y penales, ciertamente -basta mirar las situaciones presentes-, sean nacionales o internacionales, con gran frecuencia se incumplen, o se cumplen a medias, pero no por eso puede afirmarse que carecen de todo influjo benéfico.

Como observa el padre Lopetegui, «las leyes, y más cuando se urgen periódicamente, acaban por forjar una opinión, una conciencia, una norma de conducta, y esto indudablemente se dio también en las Indias Occidentales en un grado apreciable, especialmente cuando, después de las primeras guerras, se entró en un período de paz y de prosperidad relativa» (Historia 102).

Es cierto que para afirmar que «las leyes no se cumplían» en las Indias, donde la autoridad quedaba a veces tan lejos, podrá citarse una gran batería de hechos criminales comprobados. Pero la dureza de algunas resistencias, incluso armadas, que a veces se produjeron contra determinadas legislaciones, «los mismos nimios detalles de ciertas ordenanzas, las consultas continuas a virreyes o gobernadores, y de éstos a Madrid, con la repetición machacona de las mismas disposiciones, indican bien que se cumplían en grado apreciable» (103).

El cumplimiento de las leyes en las Indias se vio considerablemente favorecido por los juicios de residencia, en los que las autoridades reales, por altas que fueran -como el mismo Cortés-, habían de rendir cuenta de lo hecho en su gobierno. Estos juicios se realizaron con frecuencia, y quien los ha estudiado, como José María Mariluz Urquijo, estima que en los «tres siglos de gobierno español en América… no se escatimaron esfuerzos para lograr la máxima efectividad de las residencias, y lo que es más, esos esfuerzos dieron buen resultado» (Ensayo 293).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Reyes misioneros

El Papa, como vimos, concedió la soberanía del Nuevo Mundo a los Reyes hispanos con la condición de que éstos promovieran allí la evangelización misionera. Pues bien, como dice Pedro Borges, «desde el momento en que los monarcas españoles» asumieron esa responsabilidad, enviaron continuamente misioneros al Novus Orbis: «he aquí por qué, desde el siglo XV al XIX, e independientemente de cualquier interpretación que se le pudiera dar a la bula Inter cætera, e independientemente también de la mayor o menor religiosidad personal de cada monarca, la Corona española consideró siempre suya, y de hecho le incumbía, la responsabilidad espiritual de América y, por lo mismo, la del envío a ella de los misioneros necesarios como único medio para responder de dicha responsabilidad» (AV, Evangelización 577).

Hay que tener en cuenta además que hasta comienzos del siglo pasado, durante tres siglos, un peruano o mexicano era tan español como un andaluz o un aragonés, y que la solicitud religiosa de los Reyes hispanos llegaba con igualdad a todos sus reinos. En este aspecto, como bien observa Salvador de Madariaga, «la idea de colonia en su sentido moderno no existía en la España del siglo XVI. Méjico una vez conquistado vino a ser otro de tantos Reinos como los que constituían la múltiple Corona del Rey de España, en lista con Castilla, León, Galicia, Granada y otros de la Península, con Nápoles y Sicilia y otros de Ultramar -reinos de todos los que el Rey de España respondía ante Dios-» (Cortés 543-544). Es decir, «la colonización en el sentido moderno de la palabra, el desarrollo económico de un pueblo atrasado a beneficio de la metrópoli, no existía todavía» (47), aunque, añadiremos nosotros, este planteamiento se hizo predominante ya en el siglo XVIII, con el espíritu de la Ilustración, y del liberalismo después.

Pues bien, los Reyes Católicos, fieles a los compromisos espirituales de su Patronato regio, ya para el segundo viaje de Colón, enviaron una pequeña expedición de misioneros, presidida por fray Bernardo Boil, benedictino de Montserrat, para quien habían conseguido del Papa en la Bula Piis fidelium, de junio de 1493, altos poderes apostólicos. Esta primera misión, en buena parte por la ignorancia de la lengua indígena, fue un fracaso. Pero en las Capitulaciones del tercer viaje los Reyes insisten:

«Item, se ha de proveer que vayan a dichas Indias algunos religiosos clérigos y buenas personas para que allí administren los sacramentos a los que allí están y procurarán de convertir a nuestra santa fe católica a los dichos indios» (AV, Evangelización 583). Lo mismo reiteran las instrucciones dadas a Ovando en 1501; igual voluntad se expresa, con intensidad patética, en el Testamento de la Reina Católica; análogas instrucciones son dadas por Fernando el Católico en 1509 a Diego Colón, y son establecidas en las Leyes de Burgos de 1512.

Carlos I (1516-1556) dió un fuerte impulso al paso de misioneros a las Indias, y para ellos consiguió del papa Adriano VI el Breve Omnimoda (1522), en el que se organizaba mejor el esfuerzo misionero y se daba a los evangelizadores omnímodas facultades canónicas. Y parecido celo misional mostró Felipe II (1556-1598). En fin, para no alargar nuestro memorial, puede decirse que en los tres siglos que duró la presencia hispana en América, el apoyo de los Reyes a la evangelización fue continuo, aunque ya en el siglo XVIII, hasta la Independencia, como veremos, este apoyo fue decreciendo claramente.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Unión de todos en la misión

En el capítulo precedente recordábamos el clamor continuo de protesta contra el maltrato de los indios, y de aquella evocación podríamos sacar la impresión de que los españoles en las Indias no hicieron otra cosa que salvajadas y crímenes. Pero eso estaría muy lejos de la verdad histórica.

Los esquemas maniqueos distribuyen bondad y maldad en forma automática, por gremios o nacionalidades. Pues bien, al recordar la evangelización de América conviene desechar desde un principio tal esquema, según el cual los indios y misioneros serían los buenos, y los otros, conquistadores y encomenderos, funcionarios y comerciantes, serían los malos. Es preciso reconocer que los españoles en las Indias respiraban un espíritu común, y por eso imaginar que los religiosos, impulsados por un evangelismo heroico, se gastaban y desgastaban por el bien de los indios, arriesgando incluso sus vidas, en tanto que sus mismos hermanos, amigos y vecinos se dedicaban a explotar o matar indios, es algo que no corresponde a la realidad.

En Hispanoamérica entonces, como ahora, había de todo en cada uno de los grupos. Ya conocemos qué clase de hombres eran en el XVI aquellos españoles, en su mayoría andaluces, extremeños, castellanos y vascos, que pasaron a las Indias. Había entre ellos santos y pecadores, honrados trabajadores y pícaros de fortuna, pero lo que puede afirmarse de todos ellos sin dudas es que formaban un pueblo de profunda convicción de fe cristiana, y que fueron capaces de transmitir su fe a los naturales de las Indias. Ellos eran más cristianos que nosotros. Ellos, por ejemplo, creían en la posibilidad de condenarse en el infierno para siempre, y muchos pensaban, siquiera a la hora de la muerte, que era necesario estar a bien con Dios. Lo veremos luego, recordando testamentos y restituciones.

Y por otro lado los españoles en América no sólo temían a Dios, sino también al Rey. La autoridad de la Corona, sobre todo en el XVI y primera mitad del XVII, es decir, cuando se realizó la evangelización fundamental, no era cosa de broma. Las Indias, ciertamente, estaban muy lejos de la Corte, pero el brazo del Rey era muy largo, y no pocos españoles pagaron duramente sus crímenes indianos.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un mundo extremadamente violento

En los capítulos siguientes describiremos una acción apostólica que se dió en un mundo muy diverso del actual, y conviene que ya desde ahora tomemos conciencia de estas diferencias. Concretamente, en el XVI era el hombre, indio o blanco, sumamente violento, aficionado a la caza, la guerra y los torneos más crueles, y con todo ello, altamente resistente al sufrimiento físico.

En esto último apenas podemos hacernos una idea. La resistencia física de aquellos hombres al dolor y al cansancio apenas parece creíble. Cabeza de Vaca, ocho años caminando miles y miles de kilómetros, medio desnudo, atravesando zonas de indios por una geografía desconocida; Hojeda, con la pierna herida por una flecha envenenada, haciéndose aplicar hierros al rojo vivo, y escapando así de la muerte; Soto, aguantando en pie sobre los estribos de su caballo durante horas de batalla, con una flecha atravesada en el trasero…, forman un retablo alucinante de personajes increíbles.

La dureza de los castigos físicos y de la disciplina militar de la época apenas es tampoco imaginable para el hombre de nuestro tiempo. Hernán Cortés, querido por sus soldados a causa de su ecuanimidad amigable, cuando conoció una conspiración contra él de partidarios de Velázquez, «se mostró -dice Madariaga- capaz de una moderación ejemplar en el uso de la fuerza». Fingió ignorar la traición del sacerdote Juan Díaz, mandó ahorcar sólo a Escudero y Cermeño, y cortar los pies al piloto Umbría. «Habida cuenta de la severidad de la disciplina militar y de sus castigos, no ya en aquellos días sino hasta hace unos cien años, estas medidas de Cortés resultan más bien suaves que severas» (Cortés 181).

Con los indios traidores manifestaba un talante semejante: por ejemplo, a los diecisiete espías confesos enviados por Xicotenga, Cortés se limitó a devolverlos vivos, mutilados de nariz y manos. Muy duro se mostraba contra quienes ofendían a los indios de paz. Mandó dar cien azotes a Polanco por quitar una ropa a un indio, y a Mora le mandó ahorcar por robar a otro indio una gallina. Este fue salvado in extremis por Alvarado, que de un sablazo cortó la soga… Todo perfectamente normal, se entiende, entonces. Los indios, por supuesto, eran de costumbres todavía más duras.

A los indígenas incas, por ejemplo, no debió causarles un estupor excesivo ver cómo Atahualpa exterminaba a toda la familia real, centenares de hombres, mujeres y niños, y cómo él, hijo de doncella (ñusta), para usurpar el trono imperial, asesinaba a su hermano Huáscar, hijo de reina (coya), guardaba su cráneo para beber en él, y su pellejo para usarlo de tambor; y tampoco debió causarles una perplejidad especial ver cómo, finalmente, era ejecutado por Pizarro, su vencedor. Normal. Y normal no sólo en las Indias: «Cuando Pizarro mataba al Inca Atahualpa… Enrique VIII de Inglaterra asesinaba a su mujer, Ana Bolena. Ese mismo Rey ahorcaba a 72.000 ingleses» (C. Pereyra, Las huellas 256)…

Tampoco los españoles peruanos de entonces eran de los que tratan de arreglar sus diferencias por medio del «diálogo». En los Anales de Potosí, que refieren las guerras civiles libradas entre ellos, puede leerse por ejemplo: «Este mismo año 1588, dándose una batalla, de una parte andaluces y extremeños, y criollos de los pueblos del Perú; y de la otra vascongados, navarros y gallegos, y de otras naciones españolas, se mataron unos a otros 85 hombres». Banderías y luchas, que duraron un par de decenios. Normal.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Qué significaba en realidad ser siervo o esclavo en la conquista y la colonia?

Otra gran diferencia que nos distancia de los hombres del XVI, y de la que debemos ser conscientes, se da en que tanto los europeos, como en mayor grado los indios, estaban habituados a ciertas modalidades, más o menos duras, de servidumbre, y la consideraban, como Aristóteles, natural. Puede incluso decirse que, allí donde era normal que los indios presos en la guerra fueran muertos, comidos o sacrificados a los dioses, una supervivencia en esclavitud podía ser interpretada a veces como signo de la benignidad del vencedor.

Por otra parte, el respeto sincero, interiorizado, del inferior al superior o del vencido al vencedor era en las Indias relativamente frecuente. El inca Garcilaso, por ejemplo, en la Historia General del Perú, hace notar que los indios veneraban y guardaban leal servidumbre hacia quienes veían como superiores:

«Cada vez que los españoles sacan una cosa nueva que ellos no han visto… dicen que merecen los españoles que los indios los sirvan». Esta actitud de docilidad sincera era aún mayor en los indios cuando habían sido vencidos en guerra abierta: «El indio rendido y preso en la guerra, se tenía por más sujeto que un esclavo, entendiendo, que aquel hombre era su dios y su ídolo, pues le había vencido, y que como tal le debía respetar, obedecer, servir y serle fiel hasta la muerte, y no le negar ni por la patria, ni por los parientes, ni por los propios padres, hijos y mujer. Con esta creencia posponía a todos los suyos por la salud del Español su amo; y si era necesario, mandándolo su señor, los vendía sirviendo a los Españoles de espía, escucha y atalaya» (cit. Madariaga, Auge 74).

Esta sumisión de los indios a aquellos hombres, que en el desarrollo cultural iban miles de años por delante, era sincera en muchos casos. Y concretamente, cuando había mediado una batalla, la sujeción del indio al vencedor blanco no indicaba con frecuencia una actitud meramente servil, sino también caballeresca.

Cuenta, por ejemplo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Comentarios que, una vez vencidos al norte de La Plata los indios guaycurúes, se produjo esta escena: «hasta veinte hombres de su nación vinieron ante el Gobernador, y en su presencia se sentaron sobre un pie como es costumbre entre ellos, y dijeron por su lengua que ellos eran principales de su nación de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de los guaraníes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes, y otras muchas generaciones, y que siempre les habían vencido y maltratado, y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser; y que pues habían hallado [en los españoles] otros más valientes que ellos, que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos» (cp.30).

La gran mayoría de los indios de Hispanoamérica fueron siempre fieles a la autoridad de la Corona española, incluso en los tiempos de la Independencia, no sólo porque estaban habituados a encontrar defensa en ella y en sus representantes, sino por respeto leal a una autoridad que internamente reconocían.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Aprender a adquirir perspectiva histórica: hubo crímenes no vistos como tales

El maltrato y la sujeción servil de los indígenas eran prácticas consideradas en el siglo XVI más o menos como en el siglo XX son considerados el aborto, el divorcio o la práctica de la homosexualidad, es decir, como algo que, sin ser ideal -ni tampoco practicado por la mayoría-, debe ser tolerado, pues de su eventual eliminación se seguirían males peores.

Entre aquella situación moral y ésta hay, sin embargo, una diferencia importante. Mientras que en el XVI hispano se alzaba contra aquellos males un clamor continuo de protestas, que modificaba con frecuencia las conciencias y conductas, y que llegaba a configurar las leyes civiles, en cambio, en el siglo XX, las denuncias morales de los males aludidos son mucho más débiles, afectan menos las conciencias y conductas, y desde luego no tienen fuerza para modelar las leyes.

Eran otros tiempos, sin duda. La primera época de España en las Indias era un tiempo muy diverso del nuestro actual, y no podríamos juzgar rectamente a aquellos hombres sin colocarnos mentalmente en su cuadro histórico cultural y circunstancial. Por lo demás, si hiciéramos una comparación entre la moralidad de los encomenderos o de los representantes de la Corona en las Indias, y el grado de honradez de los empresarios o políticos españoles e hispanoamericanos de hoy, probablemente saldrían ganando aquéllos. Y de los soldados, funcionarios, artesanos y comerciantes, habría que decir lo mismo.

Será mejor, pues, que no juzguemos a aquellos hombres con excesiva dureza, ya que nuestro presente no nos permite hacer duras acusaciones a nuestro pasado. Y menos aún deben hacerlas quienes hoy más las hacen, es decir, aquéllos que durante cuarenta años no han tenido nada que denunciar en los países esclavizados por el comunismo en Europa, sino que por el contrario, cuando eran invitados a visitarlos, volvían cantando alabanzas…

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Descubridores, conquistadores y cronistas

Descubridores, conquistadores y cronistas

Pero estamos aquí para recordar los hechos de los Apóstoles de América, es decir las grandes gestas misioneras que deben ser conmemoradas en su quinto centenario. Y antes de entrar a contemplar la figura de los santos apóstoles de las Indias, en su gran mayoría religiosos, debemos recordar también a los buenos cristianos que, sin ser propiamente misioneros, colaboraron positivamente en la evangelización.

Y en primer lugar hemos de recordar a aquellos descubridores, conquistadores y cronistas que, cada uno a su manera, supieron colaborar a la difusión de la fe en Cristo. Ya hemos dedicado un breve capítulo a Cristóbal Colón, y en seguida estudiaremos en otro el talante apostólico de Cortés. Aludiremos ahora brevemente a algunos otros personajes que interesan a nuestro tema.

Alonso de Hojeda (1466-1515)

Compañero de Colón en el segundo viaje, en 1493, era Hojeda un hombre muy atractivo, «de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas las otras cosas de fuerzas», dice Las Casas, y añade: «todas las perfecciones que un hombre podía tener corporales, parecía que se habían juntado en él, sino ser pequeño». Obtuvo Hojeda la gobernación de la Nueva Andalucía -parte de la actual Colombia-Venezuela-, donde él y los suyos pasaron innumerables calamidades.

Hojeda siempre llevaba consigo una imagen de la Virgen que le había regalado en España el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el del Consejo de Indias. Cuando al fin tuvieron que pasar a La Española en busca de socorros, fueron a dar en una costa cenagosa del sur de Cuba, y hubieron de caminar varias semanas con barro hasta las rodillas y la vida en peligro. Cada vez que descansaban sobre las raíces de algún mangle, allí plantaba Hojeda su imagen de la Virgen, exhortando a todos a que le rezasen y pusieran en ella su confianza. En la mayor angustia, hizo voto de regalar la imagen en el primer pueblo que hallasen, que fue Cueyba, en Camagüey, donde les acogieron compasivos unos indios infieles. Hojeda, en el lenguaje de la mímica, se ganó al cacique para hacer allí una ermita.

Y el padre Las Casas cuenta: «Yo llegué algunos días después de este desastre de Hojeda», y estaba la imagen bien guardada por los indios, «compuesta y adornada». Quiso Las Casas quedarse con ella, ofreciendo otra a los indios, pero éstos no quisieron ni oir hablar del tema. Y cuando al otro día fue a celebrar misa en la ermita, la imagen no estaba, pues el cacique se la había llevado al monte, y no la volvió hasta que se fueron los españoles. Según parece es ésta la actual Virgen de la Caridad del Cobre. Así que el primer santuario mariano de las Indias lo fundó un laico (Historia II,60). También Cortés, como veremos, hacía lo mismo al afirmarse en un lugar: lo primero de todo, un altar con una cruz y la imagen de la Virgen con su glorioso Niño. Y muchas flores.

Por lo demás, estos hombres que iban de exploración o de guerra con una imagen de la Virgen a la espalda no eran santos, sino cristianos pecadores, y no raras veces prevalecía en ellos el pecado sobre la gracia. Hojeda, por ejemplo, fue a veces muy duro con los indios, y Balboa tuvo que denunciarle en carta al emperador. Tampoco Fonseca, que le regaló la imagen de la Virgen, era un obispo demasiado ejemplar, si pensamos que tuvo en La Española sus buenos intereses económicos y un no pequeño repartimiento de indios. Eran pecadores, cristianos pecadores, para ser más exactos. Es decir, cristianos. Hojeda en 1510 entró en un convento de Santo Domingo, para dedicarse sólo a Dios.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Vasco Núñez de Balboa (1475-1519)

Fue Balboa un hidalgo extremeño pobre, que desde 1501 viajó por el Caribe, viviendo oscuramente. Sin embargo, después de Hojeda y Nicuesa, entre 1510 y 1513 gobernó con mano prudente en Santa María de La Antigua, el único enclave de España en Tierra Firme. Y usando un mínimo de fuerza, en contraste con la brutalidad de sus predecesores, pudo establecer con los indios unas relaciones amistosas, respetando sus estructuras tribales, y llegando a ser árbitro entre tribus enfrentadas.

Pues bien, a este Balboa le eligió Dios para descubrir el Océano Pacífico, o como se decía entonces, con gran ignorancia, Mar del Sur. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo cuenta el acontecimiento muy bien contado:

«Un martes, veinte y cinco de septiembre de aquel año de mil quinientos y trece, a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de todos los que llevaba por un monte raso arriba, vio desde encima de la cumbre dél la Mar del Sur, antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí iban; y volvióse incontinente la cara hacia la gente, muy alegre, alzando las manos y los ojos al cielo, alabando a Jesucristo y a su gloriosa Madre la Virgen Nuestra Señora; y luego hincó ambas rodillas en tierra y dio muchas gracias a Dios por la merced que le había hecho en le dejar descubrir aquella mar… Y mandó a todos los que con él iban que asimismo se hincasen de rodillas y diesen las mismas gracias a Dios… Todos lo hicieron así muy de grado y gozosos, y incontinente hizo el capitán cortar un hermoso árbol, de que se hizo una cruz alta, que se hincó e fijó en aquel mismo lugar… Y porque lo primero que se vio fue un golfo o ancón que entra en la tierra, mandóle llamar Vasco Núñez golfo de San Miguel, porque era la fiesta de aquel arcángel desde a cuatro días» (Historia gral. XXIX,2 y 3).

Al modo de Colón, alzó Balboa una gran cruz y dió nombre cristiano a aquellos lugares. Más tarde se produjo una escena grandiosa que pasó a la historia. En aquellos parajes bellísimos, «llenos de arboleda», ante 26 hombres de armas, uno de ellos Francisco Pizarro, y cuando el sol iniciaba su caída en el horizonte, Balboa «llegó a la rivera a la hora de víspera, y el agua era menguante». Esperó a la pleamar, y «estando así creció la mar a vista de todos mucho y con gran ímpetu». Sólo entonces fue cuando Balboa, con la bandera real de Castilla y León, «con una espada desnuda y una rodela en la mano entró en el agua de la mar salada, hasta que le dio en las rodillas», y tomó posesión del Océano Pacífico en el nombre de Dios y de los Reyes Católicos.

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Pedro de Valdivia (1497-1554)

El extremeño Valdivia fue desde 1539 conquistador y poblador de Chile, la tierra de los araucanos. De ellos dijo Alonso de Ovalle: «Los indios de Chile, a boca de todos los que los conocen y han escrito de ellos, [son] de los más valerosos y más esforzados guerreros de aquel tan dilatado mundo» (Histórica relación 56). En situación militar tan hostil, era necesario unir a las armas el valor de la fe. Y así lo hacía Valdivia:

Habiendo «llegado el ejército de los cristianos al valle de Mapocho», cuenta Mariño de Lobera, supieron que se les venía encima la indiada, cantando victoria anticipadamente. Los españoles, sin atemorizarse, se pertrecharon «de las cosas necesarias para tal conflicto, y ante todas cosas la oración, la cual siempre tiene el primer lugar entre todas las municiones y estratagemas militares. Y muy en particular invocando todos el auxilio del glorioso Apóstol Santiago, protector de las Españas y españoles en cualquier lugar donde se ofrece lance de pelea.

Tras esto se siguió un breve razonamiento del general [Valdivia] a sus soldados, en que sólamente les daba un recuerdo de que eran españoles y mucho más de que eran cristianos, gente que tiene de su parte el favor y socorro del Señor universal» (Crónica 26). En otra ocasión, «estando los dos ejércitos frente a frente, se apeó [del caballo] el gobernador [Valdivia], postrándose en tierra en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y favoreciese en aquel encuentro, interponiendo a su gloriosa Madre, y diciendo otras palabras con mucha devoción y ternura» (71). Pláticas igualmente devotas pone el cronista en labios del teniente Alonso de Monroy (40).

Por otra parte, la religiosidad de Valdivia no se despertaba sólo en la guerra, sino que se mantenía igualmente en la paz. Según escribe el historiador chileno Gabriel Guarda, citando crónicas antiguas (197-202), Valdivia, «conociendo que Dios le quería para que fuese instrumento de que estos gentiles viniesen al conocimiento de su santísima fe, muy contento y muy animado comenzó a publicar su jornada [a alistar personas] y buscó lo primero dos sacerdotes que le acompañasen y fuesen capellanes de su ejército y ministros del evangelio entre los infieles».

Su buen intento se fue realizando, y en 1550 el Cabildo de Concepción podía escribirle al príncipe Felipe que Valdivia, al fundar esa ciudad, comenzó por reunir a los indios para «darles a entender y mostrarles quién fue su Creador y que así les daría maestro a sus hijos para que lo deprendiesen y a ellos lo declarasen y fuesen cristianos y viviesen el verdadero conocimiento del Creador de todas las cosas criadas».

De él testificaba también Diego García de Cáceres en 1548: «los indios le tienen afición porque aún cuando se venía entraban caciques llorando, pensando que no había de volver más allá; porque este deponente no ha visto tratar hombre tan bien a los indios como él trata, y esto hace tanto que a muchos, que no son tan buenos cristianos, les pesa que tenga tanto cuidado de que no se les haga mal». Y añade el mismo testigo que, al fundar Valdivia la ciudad de su nombre, no quiso hacer repartimiento de los indios, sino que «en lugar de encomenderos señaló personas que atendiesen al bien de los indios, los cuales les doctrinasen y sosegasen en la paz y quietud», y también tuvo cuidado de que en su encomienda de Quillota los indios fueran adoctrinados por un maestro de escuela. En fin, otro testigo ocular, Góngora Marmolejo, pudo asegurar: «Yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la cual hacía todo lo que era en sí como cristiano». Por lo demás, tanto Valdivia como Martín García Oñez de Loyola, ambos gobernadores, murieron despedazados por los naturales.

Entre los primeros conquistadores y gobernadores de Chile no fue Valdivia el único buen cristiano. Escribe Guarda: «De don García Hurtado de Mendoza y de Francisco de Villagra, sucesores de Valdivia en el gobierno de Chile, hay varios testimonios acerca de su cristiandad. Más relevantes, sin embargo, son los relativos a sus otros sucesores, Pedro de Villagra y Rodrigo de Quiroga, ambos veteranos de la conquista» (201).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Francisco López de Gómara (1511-1560)

Este soriano, que estuvo en Alcalá y en Roma, se hizo sacerdote y fue en España capellán de Hernán Cortés. Su Historia de las Indias y conquista de México comienza con una solemne Dedicatoria al emperador, en la que se expresa bien cómo un español idealista y literato veía las cosas de las Indias por 1552:

«La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias… Los hombres son como nosotros, fuera del color; que de otra manera bestias y monstruos serían, y no vendrían, como vienen, de Adán. Mas no tienen letras, ni moneda, ni bestias de carga: cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad. Y como no conocen al verdadero Dios y Señor, están en grandísimos pecados de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, habla con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres, y otros así. Aunque todos los indios, que son vuestros súbditos, son ya cristianos por la misericordia y bondad de Dios, y por la vuestra merced y de vuestros padres y abuelos, que habeis procurado su conversión y cristiandad. El trabajo y peligro vuestros españoles lo toman alegremente, así en predicar y convertir como en descubrir y conquistar.

«Nunca nación extendió tanto como la española sus costumbres, su lenguaje y armas, ni caminó tan lejos por mar y tierra, las armas a cuestas… Quiso Dios descubrir las Indias en vuestro tiempo y a vuestros vasallos, para que las convirtiéseis a su santa ley, como dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron las conquistas de indios acabada la de moros, porque siempre guerreasen españoles contra infieles; otorgó la conquista y conversión el Papa; tomasteis por letra Plus ultra, dando a entender el señorío del Nuevo-Mundo. Justo es pues que vuestra majestad favorezca la conquista y los conquistadores, mirando mucho por los conquistados. Y también es razón que todos ayuden y ennoblezcan las Indias, unos con santa predicación, otros con buenos consejos, otros con provechosas granjerías, otros con loables costumbres y policía. Por lo cual he yo escrito la historia: obra, ya lo conozco, para mejor ingenio y lengua que la mía; pero quise ver para cuánto era». Y poco después, inicia gloriosamente su crónica: «Es el mundo tan grande y hermoso, y tiene tanta diversidad de cosas tan diferentes unas de otras, que pone admiración a quien bien lo piensa y contempla…»

Para Gómara la finalidad de España en las Indias es muy clara: «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en un saco» (cp.120). En otra obra importante narra Gómara la Conquista de México, y en ella se muestra admirador de Cortés y un tanto inclinado hacia lo maravilloso, como cuando refiere piadosamente una batalla en la que los españoles reciben la asistencia visible de los apóstoles Pedro y Santiago…

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Francisco de Xerez (1497-1565)

En 1514 llegó a Tierra Firme este sevillano en la expedición de Pedrarias Dávila, y allí fue uno de los primeros pobladores. Fue más tarde secretario de Francisco Pizarro y le acompañó como escribano en el descubrimiento y conquista del Perú. Su Verdadera Relación de la Conquista del Perú, aunque breve, es fuente imprescindible para el conocimiento de aquellos hechos. Transcribiendo largos parlamentos textuales de Pizarro, deja claros Xerez los principios que impulsaron aquellas acciones tan audaces: llevar a los indígenas al conocimiento de la santa fe católica, y sujetarlos al vasallaje del emperador Carlos.

Xerez narra con todo detalle, como testigo presencial, aquel drámatico encuentro de Cajamarca entre Pizarro y Atahualpa, y cuenta cómo lo primero que se trató fue de la fe cristiana. Y lo mismo refiere Diego de Trujillo (véase al final de la Relación de Xerez) en su mucho más breve Crónica, donde dice así: Estaba todavía Atahualpa en las andas en que le habían traído, cuando «con la lengua [el intérprete], salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y procuró darle a entender al efecto que veníamos, y que por mandado del Papa, un hijo que tenía, Capitán de la cristiandad, que era el Emperador nuestro Señor. Y hablando con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa: “¿Quién dice eso?”. Y él respondió: “Dios lo dice”. Y Atabalipa dijo: “¿Cómo lo dice Dios?”. Y Fray Vicente le dijo: “Veslas aquí escritas”. Y entonces le mostró un breviario abierto, y Atabalipa se lo demandó y le arrojó después que le vio, como un tiro de herrón [disco de hierro, perforado, que se arrojaba en un juego] de allí, diciendo: “¡Ea, ea, no escape ninguno!”» (Xerez 110-112, 202)… Y allí fue la tremenda…

Esta primacía de la finalidad misionera, Xerez la resume, al terminar su Relación, en un poema dedicado al emperador, que dice así: «Aventurando sus vidas / han hecho lo no pensado / hallar lo nunca hallado / ganar tierras no sabidas / enriquecer vuestro estado: / Ganaros tantas partidas / de gentes antes no oídas / y también como se ha visto, / hacer convertirse a Cristo / tantas ánimas perdidas».

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558)

Este sevillano se fue a las Indias en 1527, con la expedición de Pánfilo de Narváez. Bajó Alvar con un grupo a tierra en Tampa, Florida, y al volver a la costa se habían ido las naves. Ahí comenzó una odisea increíble. Como pudieron, construyeron unas embarcaciones y llegaron por el Golfo de México hasta la Isla del Mal Hado, hoy Galveston, donde fueron apresados por los indios. Alvar y tres compañeros supervivientes escaparon, y a pie, completamente perdidos entre indios hostiles, y en ocho años de marcha incesante, hicieron miles y miles de kilómetros, atravesando Texas, hasta llegar a Sinaloa, al extremo oeste, y descender al sur de México.

Todo esto lo narra en sus Naufragios y Relación de la jornada de la Florida, que publicó en 1542. Aún le pedía el cuerpo más aventura, y fue nombrado Adelantado del Río de la Plata, en Asunción, donde fue gobernador con no pocas vicisitudes que narra en Comentarios.

En la isla del Mal Hado, estando Alvar y sus compañeros presos de los indios, éstos, esperando que habría algún poder extraño en aquellos blancos barbudos, les llevaban enfermos para que los curasen, y ellos, jugándose la vida, intentaban el milagro:

Uno de ellos, Castillo «los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida; y El lo hizo tan misericordiosamente que, venida la mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más enteramente conociésemos su bondad y tuviésemos firme esperanza que nos había de librar y traer donde le pudiésemos servir»…

«Por toda esta tierra, cuenta Alvar, anduvimos desnudos, y como no estabamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudabamos los cueros dos veces al año… Nos corría por muchas partes la sangre, de las espinas y matas con que topábamos… No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquel que yo entonces sufría» (Naufragios cp.22).

Estos hombres, malos o buenos, malos y buenos, eran cristianos y misioneros, pues tenían una firmeza absoluta en su fe. Y así, por ejemplo, descubridores y conquistadores, donde quiera que llegaban, atacaban la antropofagia, que estaba difundida, en unos sitios más, en otros menos, por casi todas las Indias. Desde el principio, en un planteamiento netamente cristiano, y no en una ética meramente natural, enseñaban que la ofensa al hombre era aborrecible sobre todo porque era ofensa a su Creador divino. Así, por ejemplo, siendo Cabeza de Vaca, años después, gobernador del Paraguay, llegaron a él muchas quejas,

y él «mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorecer y dar a entender cómo habían de venir en conocimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina y el enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos, como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de Su Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados y favorecidos que hasta allí lo habían sido. Y allende de esto, les fue dicho y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates, camisas, ropas, bonetes y otras cosas, con que se alegraron» (Comentarios cp.16).

La lucha contra los ídolos era también uno de los primeros objetivos de los conquistadores, y así, por ejemplo, lo consideró Cabeza de Vaca como gobernador:

«Según informaron al Gobernador, adelante la tierra adentro tienen los indios ídolos de oro y de plata, y procuró con buenas palabras apartarlos de la idolatría, diciéndoles que los quemasen y quitasen de sí, y creyesen en Dios verdadero, que era el que había criado el Cielo y la Tierra, y a los hombres, y a la mar, y a los peces, y a las otras cosas, y que lo que ellos adoraban era el diablo, que los traía engañados». Esta primera evangelización elemental de los conquistadores, al venir propuesta por el gran jefe de los blancos, con frecuencia impresionaba sinceramente a los indios. «Y así, quemaron muchos de ellos, aunque los principales de los indios andaban atemorizados, diciendo que los mataría el Diablo, que se mostraba muy enojado… Y luego que se hizo la iglesia y se dijo misa, el Diablo huyó de allí, y los indios andaban asegurados, sin temor» (Comentarios 54).

Muchas crónicas primeras de las Indias nos muestran que los conquistadores, con eficacia frecuente, fueron exorcizando los pueblos indios, liberándolos del Demonio y de su servidumbre idolátrica. En general, los conquistadores procuraban sujetar a los indios por la amistad y la alianza, antes que por las armas.

Y así procedía también Cabeza de Vaca, que una vez, por ejemplo, subiendo por el río Iguatú, hizo asiento con su expedición en un lugar determinado, y en seguida mandó hacer una iglesia, celebrar la misa y los oficios, y alzar «una cruz de madera grande, la cual mandó hincar junto a la ribera». Reunió luego a los españoles y guaraníes amigos, que acompañaban la expedición, dándoles orden severa de que respetasen a los indios pacíficos de aquel lugar, y mandándoles que

«no hiciesen daño ni fuerza ni otro mal ninguno a los indios y naturales de aquel puerto, pues eran amigos y vasallos de Su Majestad, y les mandó y defendió [prohibió] no fuesen a sus pueblos y casas, porque la cosa que los indios más sienten y aborrecen y por que se alteran es por ver que los indios y cristianos van a sus casas, y les revuelven y toman las cosillas que tienen en ellas; y que si trajesen y rescatasen con ellos, les pagasen lo que trujesen y tomasen de sus rescates; y si otra cosa hiciesen, serían castigados» (Com. 53).

Al parecer, el hecho de que gobernadores, como Cabeza de Vaca, hicieran abierto apostolado misionero en sus expediciones de descubrimiento y conquista fue relativamente frecuente en las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo, por ejemplo, cuenta del gobernador Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, que

«por las mejores palabras que podía les daba a entender [a los indios] la verdad de nuestra fe, y les amonestó que no creyesen en nada de aquello [falso], y que fuesen cristianos y creyesen en Dios trino e uno, y Todopoderoso, y que se salvarían e irían a la gloria celestial. Y con estas y otras muchas y buenas amonestaciones se ocupaba muchas veces este gobernador para enseñar a los indios y los traer a conocer a Dios y convertirlos a su santa Iglesia y fe católica» (Historia General XVII,28).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Pedro Cieza de León (1518?-1560)

Extremeño de Llerena, en las Indias desde 1535, Cieza luchó en las guerras civiles del Perú, y fue cronista de La Gasca. También este soldado escritor, la mejor fuente de la historia de los incas y de la conquista del Perú, se nos muestra en la Crónica de la conquista del Perú y en El señorío de los incas como hombre cristiano empeñado en una empresa evangelizadora. Así expresa en el Proemio de su Crónica su inesperada vocación de escritor:

«Como notase tan grandes y peregrinas cosas como en este Nuevo Mundo de Indias hay, vínome gran deseo de escribir algunas de ellas, de lo que yo por mis propios ojos había visto… Mas como mirase mi poco saber, desechaba de mí este deseo, teniéndolo por vano… Hasta que el todopoderoso Dios, que lo puede todo, favoreciéndome con su divina gracia, tornó a despertar en mí lo que ya yo tenía olvidado. Y cobrando ánimo, con mayor confianza determiné de gastar algún tiempo de mi vida en escribir esta historia. Y para ello me movieron las causas siguientes:

«La primera, ver que en todas las partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba en escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las cosas de tal manera, que si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero no se sabe con verdadera noticia lo que pasó.

«La segunda, considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos traemos origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva, y que por todos los hombres el Hijo de Dios descendió de los cielos a la tierra, y vestido de nuestra humanidad recibió cruel muerte de cruz para nos redimir y hacer libres del poder del demonio, el cual demonio tenía estas gentes, por la permisión de Dios, opresas y cautivas tantos tiempos había, era justo que por el mundo se supiese en qué manera tanta multitud de gentes como de estos indios había fue reducida al gremio de la santa madre Iglesia con trabajo de españoles; que fue tanto, que otra nación alguna de todo el universo no lo pudiera sufrir. Y así, los eligió Dios para una cosa tan grande más que a otra nación alguna».

Cieza de León reconoce que en aquella empresa hubo crueldades, pero asegura que no todos actuaron así, «porque yo sé y vi muchas veces hacer a los indios buenos tratamientos por hombres templados y temerosos de Dios, que curaban a los enfermos». Sus escritos denotan un hombre de religiosidad profunda, compadecido de los indios al verlos sujetos a los engaños y esclavitudes del demonio…

«hasta que la luz de la palabra del sacro Evangelio entre en los corazones de ellos; y los cristianos que en estas Indias anduvieren procuren siempre de aprovechar con doctrina a estas gentes, porque haciéndolo de otra manera no sé como les irá cuando los indios y ellos aparezcan en el juicio universal ante el acatamiento divino» (Crónica cp.23).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Bernal Díaz del Castillo (1496-1568)

Las crónicas que los autores literatos, como López de Gómara, escribían sobre las Indias, muy al gusto del renacimiento, daban culto al héroe, y en un lenguaje muy florido, engrandecían sus actos hasta lo milagroso, ignorando en las hazañas relatadas las grandes gestas cumplidas por el pueblo sencillo.

Frente a esta clase de historias se alza Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina del Campo, soldado en Cuba con Diego Velázquez, compañero de Cortés desde 1519, veterano luchador de ciento diecinueve combates. Siendo ya anciano de setenta y dos años, vecino y regidor de Santiago, en Guatemala, con un lenguaje de prodigiosa vivacidad, no exento a veces de humor, reivindica con pasión la parte que al pueblo sencillo, a los soldados, cupo tanto en la conquista como en la primera evangelización de las Indias. Como dice Carmen Bravo-Villasante, «en la literatura española su Historia verdadera de la Nueva España [1568] es uno de los libros más fascinantes que existen» (64).

En primer lugar, la importancia de los soldados en la conquista. Ciertamente fue Cortés un formidable capitán, pero, dice Bernal,

«he mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la honra dan a Cortés» (cp.212). ¿Dónde quedan los hechos heróicos y las fatigas de los soldados de tropa?… Yo mismo, «dos veces estuve asido y engarrofado de muchos indios mexicanos, con quien en aquella sazón estaba peleando, para me llevar a sacrificar, y Dios me dió esfuerzo y escapé, como en aquel instante llevaron a otros muchos mis compañeros». Y con esto, todos los soldados pasaron «otros grandes peligros y trabajos, así de hambre y sed, e infinitas fatigas» (cp.207). «Muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados, y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían Tezcatepuca y Huichilobos» (cp.208). Sí, es cierto que no es de hombres dignos alabarse a sí mismos y contar sus propias hazañas. Pero el que «no se halló en la guerra, ni lo vio ni lo entendió ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando, o las nubes que pasaban por alto, sino sólamente los capitanes y soldados que en ello nos hallamos?» (cp.212).

Tiene toda la razón. La conquista en modo alguno hubiera podido hacerse sin la abnegación heroica de aquellos hombres a los que después muchas veces se ignoraba, no sólo en la fama, sino también en el premio.

Por eso Bernal insiste: «y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces, que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su Majestad, y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante su Majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas» (cp.210).

En segundo lugar, Bernal, con objetividad popular sanchopancesca, purifica las crónicas de Indias de prodigios falsos, como «el salto de Alvarado» (cp. 128), o de victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales, como aquel triunfo que López de Gómara atribuía a una visible intervención apostólica:

«Pudiera ser, escribe Bernal con una cierta sorna, que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, y yo, como pecador, no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra… Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros…, y si fuera así como lo dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía» (cp.34).

En tercer lugar, y este punto tiene especial importancia para nuestro estudio, Bernal afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización de las Indias. En un plural que expresa bien el democratismo castellano de las empresas españolas en América, escribe: hace años «suplicamos a Su Majestad que nos enviase obispos y religiosos de todas órdenes, que fuesen de buena vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes nuestra santa fe católica». Vinieron franciscanos, y en seguida dominicos, que ambos hicieron muy buen fruto, cuenta, y en seguida añade:

«Mas si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (cp. 208). En efecto, entonces como ahora, al hablar de la evangelización de las Indias sólo se habla de los grandes misioneros, y ni se menciona la tarea decisiva de estos soldados y cronistas que, de hecho, fueron los primeros evangelizadores de América, y precisamente en unos días decisivos, en los que todavía un paso en falso podía llevar a quedarse con el corazón arrancado, palpitando ante el altar de Huitzilopochtli.

Por lo demás, es Bernal Díaz del Castillo un cristiano viejo de profundo espíritu religioso, y cuando escribe lo hace muy consciente de haber participado en una gesta providencial de extraordinaria grandeza: «Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos, que me parece que las veo presentes. Y digo que nuestros hechos no los hacíamos nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados, y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México?»… y sigue evocando aquellos «hechos hazañosos» (cp. 95).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse

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