Hay que comer de este pan
Todos conocemos las palabras con las que Jesús instituyó el sacramento por excelencia: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo… Tomad y bebed, este es el cáliz de mi sangre…” (Lucas 22,19-20). Es bueno preguntarse qué son esas palabras: ¿Una sugerencia? ¿Una orden? ¿Una petición? Probablemente las tres cosas.
Una sugerencia
En la tradición católica se suele distinguir entre los mandatos y los consejos. La Eucaristía es ambas cosas; pero pienso que en primer lugar es un consejo, una sugerencia que hemos de recibir con el mismo amor con que fue pronunciada.
Una sugerencia es como una invitación. En Apocalipsis 3,20 leemos que Cristo toca nuestra puerta y llama; “si alguno me abre, entraré, y cenaré con él y él conmigo.” No es una obligación sino una propuesta. Cristo quiere que yo abra la puerta porque él ha abierto primero su puerta. Quiere que mi corazón se abra porque él suyo está ya abierto, dramáticamente abierto por la lanza del soldado.
Los judíos preguntaban: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Juan 6,52). Esa misma pregunta puede hacerse de muchas maneras en la vida de Jesús. Podemos preguntar, en efecto: ¿Cómo puede ser que Dios se encarne y se haga uno de nosotros? ¿Cómo puede él decirnos que hay que nacer de nuevo? ¿Acaso debe uno entrar de nuevo en el vientre de la madre? ¿Cómo puede él entregarse de ese modo tan completo y tan perfecto al servicio de los más despreciados, como son los leprosos, los paralíticos, los posesos del demonio, en vez de dedicar su tiempo a construir buenas relaciones con los poderosos y la gente influyente? ¿Cómo puede Dios cargar sobre sí nuestros pecados y subir así cargado a la Cruz? ¿Cómo puede el más santo morir sin una queja y sólo suplicando perdón para sus enemigos? ¿Cómo puede resucitar esa carne macerada por nuestros maltratos?
La respuesta a todas esas preguntas es la misma: el amor.
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