¿Es posible la felicidad perfecta?

La plenitud de gozo puede entenderse de dos maneras. La primera, por parte de la realidad objeto del gozo, de forma que se gozara de ella tanto cuanto es digna. En este sentido es evidente que solamente Dios puede tener gozo completo de sí mismo, pues su gozo es infinito, y por eso digno de su infinita bondad; el gozo, empero, de cualquier criatura es, por necesidad, finito.

Puede entenderse también de otra manera la plenitud del gozo, es decir, por parte de quien goza. Pues bien, el gozo se compara con el deseo como la quietud con el movimiento, según dijimos al tratar de las pasiones (1-2 q.25 a.1 y 2). Ahora bien, hay quietud plena cuando no hay movimiento alguno, y hay asimismo gozo cumplido cuando no queda nada por desear. Mientras estamos en este mundo, el impulso del deseo carece de sosiego, ya que tenemos posibilidades de acercarnos más a Dios por la gracia, como ya hemos demostrado (q.24 a.4 y 7). Pero, una vez que se haya llegado a la bienaventuranza perfecta, no quedará ya nada por desear, pues en ella será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes, según el salmo 102,5; El que colma de bien tus deseos. Así se aquieta no solamente el deseo con que deseamos a Dios, sino que también se saciará todo deseo. De ahí que el de los bienaventurados es un gozo absolutamente pleno, e incluso superpleno, porque obtendrán más que pudieron desear, pues según San Pablo en 1 Cor 2,9: No pasó por mente humana lo que Dios ha preparado para quienes le aman. Esto lo leemos también en San Lucas (6,38) en las palabras medida buena y rebosante echarán en vuestro pecho. Mas, dado que ninguna criatura es capaz de adecuar estrictamente el gozo de Dios, tenemos que decir que ese gozo no puede ser captado en su omnímoda totalidad por el hombre; antes al contrario, el hombre será absorbido por ella, según las palabras de San Mateo (25,21.23): Entra en el gozo de tu Señor. (S. Th., II-II, q.28, a.3, resp.)


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¿Es más meritorio amar al prójimo que a Dios?

Esa comparación puede hacerse de dos maneras. Primera: considerando por separado cada uno de esos dos amores. En este sentido es indudable que es más meritorio el amor de Dios, pues merece por sí mismo galardón, ya que la recompensa suprema es gozar de Dios, y a ello tiende el impulso del amor divino. Por eso al que ama a Dios se le promete la recompensa: como leemos en Jn 14,21: Si alguien me ama, será amado de mi Padre y yo me mostraré a él.

Puede entenderse también en el sentido de que sólo Dios es amado; el amor del prójimo, empero, se entiende en cuanto es amado por amor de Dios. En este sentido, el amor del prójimo implica el de Dios; el de Dios, en cambio, no excluye el del prójimo. Por eso da lugar a establecer una comparación entre un amor perfecto, que abarca también el amor al prójimo, y un amor incompleto e imperfecto de Dios, porque, en expresión de San Juan (4,21), tenemos mandado por Dios que el que le ame, ame también al hermano. En este supuesto prevalece el amor del prójimo. (S. Th., II-II, q.27, a.8, resp.)


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¿Es más meritorio amar al enemigo que al amigo?

Como ya hemos expuesto (q.25 a.1), el motivo de amar al prójimo con caridad es Dios. Por tanto, cuando se pregunta qué sea mejor o más meritorio, amar al amigo o al enemigo, estos dos tipos de amor pueden compararse entre sí de dos maneras: por parte del prójimo amado y por parte del motivo por el que se le ama. En el primer sentido, el amor al amigo prevalece sobre el amor al enemigo. El amigo, en verdad, no solamente es mejor, sino que también está más unido a nosotros. Por lo tanto, es una realidad más propicia para el amor, y por lo mismo el amor a esa realidad es mejor. En consecuencia, lo opuesto es peor: siempre es peor odiar al amigo que odiar al enemigo. Bajo el segundo aspecto, el amor al enemigo sobresale por dos cosas. Primera, porque el amor al amigo puede darse por un motivo que no sea Dios; el amor, en cambio, al enemigo tiene como motivo único a Dios. Segunda: en el supuesto de que uno y otro sean amados por Dios, arguye mayor fuerza el amor de Dios que lleva el ánimo del hombre hacia objetos más alejados, es decir, hasta el amor a los enemigos, de la misma manera que se manifiesta más ardiente la fuerza del fuego cuanto más lejos difunde su calor. De manera análoga, tanto más fuerte se demuestra el amor de Dios cuanto más difíciles son las cosas que se realizan por El, como es asimismo más fuerte la fuerza del fuego cuanto menos combustible es la materia que puede quemar. Sin embargo, como el mismo fuego calienta más de cerca que de lejos, así también la caridad ama con más ardor a los allegados que a los extraños. Desde este punto de vista, el amor a los amigos, considerado en sí mismo, es más ferviente y mejor que el amor a los enemigos. (S. Th., II-II, q.27, a.7, resp.)


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LA GRACIA del Jueves 18 de Abril de 2019

JUEVES SANTO

El verdadero amor es servicio; el verdadero servicio es amor, acogiendo en la casa de Dios al otro limpiándolo es decir haciendo que renuncie al pecado y aliviando porque el pecado trae dolor.

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¿Puede ser amado Dios inmediatamente en esta vida?

Queda ya expuesto (q.26 a.1 ad 2) que el acto de la potencia cognoscitiva se perfecciona por el hecho de que el objeto conocido está en el sujeto que conoce; el acto, empero, de la potencia apetitiva se perfecciona por la tendencia del apetito hacia la realidad misma. Por eso es menester que el movimiento del apetito sensitivo se dirija hacia la realidad tal cual es, mientras que el acto de la potencia cognoscitiva se conforma a la condición de quien conoce. Ahora bien, este mismo orden se encuentra de suyo en las cosas, y es: Dios es cognoscible y amable por El mismo, puesto que es esencialmente la verdad y la bondad, por lo que son conocidas y amadas las demás cosas. Pero respecto a nosotros hay que considerar que nuestro conocimiento tiene su origen en el sentido, y lo más cognoscible es lo más inmediato a los sentidos, mientras que lo más alejado es lo último que conocemos. De todo esto hay que concluir que el amor, acto de la potencia apetitiva, tiende en primer lugar hacia Dios, incluso en nuestra vida, y de El va hacia las otras cosas. A tenor de eso, la caridad ama inmediatamente a Dios, y a las demás cosas las ama mediante El. En el conocimiento, en cambio, al revés: a Dios le conocemos por las cosas, como a la causa por los efectos, o por vía de eminencia o de negación, como está claro en Dionisio en el libro De div. nom. (S. Th., II-II, q.27, a.4, resp.)


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¿Dios debe ser amado simplemente por ser quien es?

La palabra por (propter) implica relación con alguna de las causas. Pero hay cuatro géneros de causas: final, formal, eficiente y material, y a esta última se reduce también la disposición material, que es causa no de suyo, sino circunstancialmente. Pues bien, una cosa debe ser amada por otra a tenor de estos cuatro géneros de causas. Según la causa final, queremos la medicina como remedio para la salud. Según la causa formal, amamos al hombre por la virtud, porque por la virtud es formalmente bueno y, por consiguiente, amable. Según la causa eficiente, amamos a algunos porque son hijos de tal padre. En conformidad con la disposición, que se reduce al género de la causa material, decimos que amamos algo por aquello que nos dispone a amar, por ejemplo, los beneficios recibidos, si bien, después que comenzamos a amar, no amamos al amigo por esos beneficios, sino por su virtud.

Pues bien, de las tres primeras maneras no amamos a Dios por ninguna otra cosa sino por El mismo, dado que Dios no se ordena a otra cosa como a su fin, puesto que El mismo es fin último de todo. Tampoco es informado por otro alguno para ser bueno, puesto que su sustancia es su bondad, que hace ejemplarmente buenas todas las cosas. Tampoco recibe de otro su bondad, ya que todos la reciben de El. Sin embargo, del cuarto modo puede ser amado por otra cosa, en el sentido de que algunas cosas que no son El nos disponen a progresar en el amor, por ejemplo, los beneficios recibidos de El o los premios esperados, e incluso las penas que por El mismo intentamos evitar.
(S. Th., II-II, q.27, a.2, resp.)


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¿Es más propio de la caridad ser amado o amar?

Amar atañe a la caridad en cuanto caridad. Efectivamente, por ser virtud tiene inclinación esencial a su propio acto. Ahora bien, el acto propio de quien recibe la caridad no es ser amado, sino que su acto de caridad es amar; ser amado le compete por la razón común de bien, a saber, en cuanto que otro, por el acto de caridad, intenta su bien; de donde se desprende que a la caridad atañe más amar que ser amado, porque a cualquiera le concierne más lo que le corresponde de suyo y sustancialmente que lo que le compete por otro. Esto lo confirman dos hechos significativos. Primero, al amigo se le alaba más por amar que por ser amado; más aún, se les reprocha si son amados y no aman. Segundo, las madres, que son las que más aman, estiman más amar que ser amadas. Algunas —escribe el Filósofo en el mismo lugar— confían los hijos a la nodriza y aman efectivamente, pero sin inquietarse por la reciprocidad si no se da. (S. Th., II-II, q.27, a.1, resp.)


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LA GRACIA del Lunes 11 de Marzo de 2019

PRIMER LUNES DE CUARESMA

La fe me permite descubrir lo que Dios ha hecho por mí y el amor me permite responder a eso que Dios ha hecho con las obras que alivian la necesidad de mi prójimo.

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¿Cómo se comparan el amor a sí mismo y al prójimo?

En el hombre hay dos elementos: su naturaleza espiritual y su naturaleza corporal. Se dice que se ama a sí mismo el hombre cuando se ama según su naturaleza espiritual, como ha quedado ya expuesto (q.25 a.7). Bajo este aspecto, después de Dios debe amarse el hombre más a sí mismo que a otro cualquiera. Esto está claro por el motivo mismo de amar. Efectivamente, como hemos expuesto (a.2; q.25 a.12), Dios es amado como principio del bien sobre el que se funda el amor de caridad; el hombre, en cambio, se ama a sí mismo en caridad por ser partícipe de ese bien; el prójimo, empero, es amado como asociado a esa participación. Pero esa asociación se torna en motivo de amor en cuanto implica cierta unión en orden a Dios. Por consiguiente, así como la unidad es superior a la unión, el hecho de participar del bien divino el hombre es superior al hecho de que alguien esté asociado a esa participación. En consecuencia, el hombre debe amarse a sí mismo en caridad más que al prójimo. La confirmación de ello es el hecho de que el hombre no debe incurrir en el mal del pecado, que contraría a la participación de la bienaventuranza eterna, por librar al prójimo de un pecado. (S. Th., II-II, q.26, a.4, resp.)


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¿Es lógico decir que hay que amar a Dios más que a sí mismo?

De Dios podemos recibir dos tipos de bienes: de naturaleza y de gracia. El amor natural se funda en la comunicación de los bienes naturales concedidos por Dios, y en virtud de ese amor, el hombre, en su naturaleza íntegra, ama no sólo a Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo, y lo mismo hace cualquier otra criatura con el amor que le es propio, sea intelectual o racional, sea animal o, al menos, el natural en las cosas que carecen de conocimiento, como las piedras y demás cosas. La razón de ello está en el hecho de que, en un todo, cada parte ama naturalmente el bien común del todo más que el bien propio y particular. Esto se pone de manifiesto en la actividad de los seres: cada parte tiene, en efecto, una inclinación primordial a la acción común que redunda en beneficio del todo. Esto se echa de ver igualmente en las virtudes políticas, que hacen que los ciudadanos sufran perjuicios en menoscabo de sus propios bienes y a veces en sus personas. Con mucha mayor razón, pues, se da esto en la amistad de caridad, fundada en la comunicación de los dones de gracia. Por eso debe amar el hombre a Dios, bien común de todos, más que a sí mismo, porque la bienaventuranza eterna está en Dios como en principio común y fontal de cuantos pueden participarla. (S. Th., II-II, q.26, a.3, resp.)


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La adecuada relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo

Toda amistad considera con preferencia aquello que atañe principalmente al bien en cuya comunicación se funda, y así, la amistad política se fija principalmente en el príncipe de la ciudad, de quien depende el bien común total de la misma. Por eso los ciudadanos le deben también, sobre todo, fidelidad y obediencia. Pues bien, la amistad de caridad se cimienta en la comunicación de la bienaventuranza, que esencialmente radica en Dios como primer principio, y de él se deriva a todos los seres capaces de poseerla. Por eso Dios debe ser amado con caridad de manera peculiar y en sumo grado, dado que es amado como causa de la bienaventuranza; el prójimo, en cambio, como copartícipe nuestro de esa bienaventuranza. (S. Th., II-II, q.26, a.2, resp.)


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Una reflexión sobre el sano amor a sí mismo

Siendo la caridad, como hemos visto (q.23 a.1), amistad, podemos hablar de ella en dos sentidos. Uno, bajo la razón común de la amistad. En este sentido hay que decir que propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella. La amistad, en efecto, entraña cierta unión, ya que, como escribe Dionisio, el amor es un poder unitivo, y cada uno tiene en sí mismo una unidad superior a la unión. Y así como la unidad es principio de unión, el amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, ya que con los demás tenemos amistad en cuanto nos comportamos con ellos como con nosotros mismos: Lo amistoso para con otro —escribe el Filósofo— proviene de lo amistoso para con uno mismo; como tampoco hay ciencia sobre los principios, sino algo mayor, es decir, el entendimiento.

En otro sentido podemos hablar también de la caridad según su naturaleza propia, es decir, en cuanto es principalmente amistad del hombre con Dios, y, como consecuencia, con todas las cosas de Dios, entre las cuales está también el hombre mismo que tiene caridad. De esta forma, entre las cosas que por caridad ama el hombre como pertenecientes a Dios, está que se ame también a sí mismo por caridad. (S. Th., II-II, q.25, a.4, resp.)


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