Somos el buen olor de Cristo

Hablando de su apostolado, san Pablo constata que ha recibido la sublime misión de esparcir por todas partes la fragancia de Cristo (2 Cor. 2,14). En medio de un mundo corrompido por el hedor del pecado (cf. Rom. 3,10ss) contempla su acción evangelizadora como un difundir por el mundo entero el buen olor del conocimiento de Aquel cuyo nombre es «ungüento derramado» (cf. Ct. 1,3; Sir. 24,15). En el fondo de esta imagen late la convicción del inmenso atractivo de Cristo y de su amor, «que excede todo conocimiento» (Col. 3,19).

En ese versículo el «buen olor» es el mensaje de Cristo. Pero en el versículo siguiente desarrolla la imagen afirmando: «nosotros somos el buen olor de Cristo» (2 Cor. 2,15). Su misma vida, su misma existencia transformada, es buen olor, resulta atrayente. Sin embargo, remite a otro, es «buen olor de Cristo»: tratándose de una existencia transformada por Cristo, el perfume que exhala remite a Cristo; puesto que ha dejado a Cristo vivir en sí mismo (Gal. 2, 20), su vida toda remite a Cristo. Mensaje y mensajero se identifican.

Algo semejante encontramos en el texto ya citado de 2 Cor. 3,18: el apóstol refleja «como un espejo la gloria del Señor». Es un signo vivo del Señor y de su acción poderosa; pero un signo creciente, pues conforme va siendo transformado en Cristo, va reflejando su imagen y su gloria de manera cada vez más perfecta. Transformado en su interior -«ha hecho brillar la luz en nuestros corazones»- acaba manifestando esa vida nueva al exterior, pues ha sido transformado «para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Cor. 4,6).

De hecho, ya desde el comienzo, la simple noticia de su conversión constituía un testimonio viviente de la vida y del poder de Cristo: «las iglesias de Judea que están en Cristo no me conocían personalmente. Solamente habían oído decir: «El que antes nos perseguía ahora anuncia la Buena Nueva de la fe que entonces quería destruir». Y glorificaban a Dios por causa mía» (Gal. 1,22-24).

La paciencia y la misericordia que Cristo ha tenido con él sirven de ejemplo para otros muchos (1 Tim. 1,13-16). De este modo, hasta su misma obstinación y pecado han sido motivo de testimonio -más aún, el máximo motivo-, pues han dado ocasión para que Cristo muestre quién es y de lo que es capaz, al transformar al perseguidor en apóstol.

De este modo, hasta las situaciones aparentemente más negativas se convierten en ocasión de testimonio. Humanamente la situación de encarcelamiento constituye una traba absoluta para la evangelización. Sin embargo, Pablo, prisionero por Cristo, puede escribir a los de Filipos: «quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del Evangelio; de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra» (Fil. 1,12-14).

En su misión de predicar a Cristo, San Pablo no ha olvidado que era absolutamente esencial dejarse configurar con Cristo. «Crucificado con Cristo» (Gal. 2,19), su existencia se ha ido plasmando a imagen y semejanza de su Señor. La vida y las actitudes de Cristo se reproducían en las de su enviado. Y por eso su existencia toda era testimonio elocuente de Cristo. Y por eso podía exhortar: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). Cuando a lo largo y ancho del Imperio Romano los hombres y mujeres escuchaban a Pablo predicar a Cristo, podían ver reflejado en él al Cristo que anunciaba, pues era transparencia perfecta de Cristo, otro Cristo.


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.