«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos…

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). Los hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.