El gozo de la Cruz en la misión: Historias de la Iglesia Católica en Norteamérica

El gozo de la Cruz en la misión

Los misioneros jesuitas, en 1637, eran ya 23 padres y 6 hermanos coadjutores, y su celo apostólico fue tan grande que les llevó incluso a dilatar los límites conocidos de la Nueva Francia. Así, por ejemplo, el padre Marquette, llegó en su impulso evangelizador a descubrir y explorar el Mississippi. Sin descuidar los centros importantes de colonización, como Quebec, Trois-Riviéres y Montreal, los jesuitas se dedicaron especialmente a la evangelización de los indios, y entre ellos los micmacs, los algonquinos, y especialmente los hurones e iroqueses.

La alegría inmensa que viven estos misioneros no se produce a pesar de la enorme cruz que han de padecer entre nieves y soledades, persecuciones y peligros, sino precisamente a causa de ella. Lo entenderemos mejor con la ayuda de una carta escrita en 1635 por un misionero anónimo, y hoy transcrita en la revista Reino de Cristo (X-1991, 21-22):

«Éste es un clima donde se aprende perfectamente a no buscar otra cosa más que a Dios, a no desear más que a Dios sólo, a poner la intención puramente en Dios, a no esperar y a no apoyarse más que en su divina y paternal providencia. Éste es un tesoro riquísimo que no podemos apreciar bastante.

«Vivir en la Nueva Francia es en verdad vivir en brazos de Dios, no respirar más aire que el de su acción divina. No puede uno imaginar la dulzura de ese aire más que cuando de hecho lo respira.

«El gozo que se siente cuando se bautiza a un salvaje que muere poco después del bautismo y vuela derecho al cielo como un ángel, es un gozo que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar…

«En mi vida no había yo entendido bien en Francia lo que era desconfiar totalmente de sí mismo y confiar sólo en Dios -digo sólo, sin mezca de alguna criatura-.

«Mi consuelo entre los hurones es que me confieso todos los días, y luego digo la Misa como si tuviera que recibir el viático y morir ese día; no creo que se pueda vivir mejor, ni con más satisfacción y valentía, e incluso méritos, que viviendo en un sitio donde se piensa que uno puede morir todos los días…

«Nos llamó mucho la atención [al llegar] y nos alegró mucho el ver que en nuestras pequeñas cabañas se guardaba la disciplina religiosa tan exactamente como en los grandes colegios de Francia… La experiencia nos hace ver que los de la Compañía que vengan a la Nueva Francia tienen que ser llamados con una vocación especial y bien firme; que sean personas muertas a sí mismas y al mundo, hombres verdaderamente apostólicos que no busquen más que a Dios y la salvación de las almas, enamorados de la cruz y de la mortificación, que no se reserven con tacañería, que sepan soportar los trabajos de tierra y mar, que deseen convertir a un salvaje más que poseer toda Europa, que tengan corazones como el de Dios, llenos de Dios… En fin, que sean hombres que han puesto todo su gozo en Dios, para quienes los sufrimientos sean sus más queridas delicias.

«También es cierto que parece como si Dios derramara más abundantemente sus gracias sobre esta Nueva Francia que sobre la vieja Francia, y que las consolaciones interiores y los dones divinos son aquí más sólidos y los corazones más abrasados por Él… San Francisco Javier decía que había en Oriente una isla en la que podía perderse la vista por las lágrimas del gozo excesivo del corazón»…

Esta perfecta alegría era la que vibraba en aquellos misioneros que, sólo «perdiendo la propia vida» por amor al Reino (Lc 9,24), podían perseverar en su misión. Muchos de ellos murieron mártires, y aquí haremos memoria sólamente de aquellos que en 1930 fueron canonizados por Pío XI (AAS 22,1930, 497-508; P. Andrade, Varones ilustres de la Compañía de Jesús, v.3, Bilbao 1889; E. Vila, 16 santos…).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.