Cómo empezó la evangelización en el centro y el nordeste de Brasil

El centro

Durante muchos años, los portugueses de Espíritu Santo (1535), Salvador de Bahía (1549), Río de Janeiro (1555), o de Porto Seguro e Ilhéus, constreñidos al oeste por la selva, por las cordilleras costeras, y sobre todo por la hostilidad de los aimoré, se limitaron a vivir del comercio en la costa.

A pesar de esto, los primeros jesuitas, entre ellos Nóbrega y Anchieta, lograron reunir a partir de 1550 varios miles de indios en poblaciones próximas a Bahía. Pero cuando el primer obispo de Bahía, Pedro Fernandes Sardinha, naufragó en 1556 al norte de ese puerto y fue comido por los indios caeté, Mem de Sá autorizó una gran expedición punitiva y esclavizadora.

Y en 1560 otro desastre, una terrible epidemia de disentería, acabó de aniquilar las poblaciones misionales. Por lo demás, Luís de Brito de Almeida, el gobernador que sucedió en Bahía a Mem de Sá, no tenía escrúpulos en luchar contra los indios y tomarlos como esclavos. Bajo su gobierno, Antonio Dias Adorno apresó 7.000 tupiguenes y Luís Alvares Espinha volvió de otras expediciones con innumerables indios capturados.

Así las cosas, las epidemias y las expediciones despoblaron de indios casi completamente el interior de la zona de Bahía. Y aún fue más adelante la extinción de la población indígena cuando por esos años vino a descubrirse que el sertâo, la pampa del nordeste brasileño, tenía notables posibilidades para la cría de ganado. Se formaron inmensos ranchos, fazendas al frente de las cuales estaban los poderosos do sertâo. Y como los pocos indios que quedaban no podían superar la tentación de cazar parte de aquellos ganados innumerables, los portugueses de Bahía llamaron a los paulistas, dándoles el encargo de asolar a los indios por todos los medios.

En la década de 1660 los tapuya todavía se resistían, y el gobernador general Afonso Furtado de Castro (1670-1675) importó más refuerzos paulistas, para atajar los problemas en su misma raíz, destruyendo y extinguiendo totalmente los poblados de los indios. Finalmente, en 1699 el gobernador general Joâo de Lancastro pudo escribir con satisfacción que los paulistas «en pocos años habían dejado su capitanía libre de todas las tribus de bárbaros que la oprimían, extinguiéndolas tan eficazmente, que desde entonces hasta el presente no se diría que haya algún pagano vivo en las tierras vírgenes que conquistaron» (+AV, Hª América latina 205).

Las tribus que se rendían a los blancos se ponían a su servicio, se alistaban a veces en los ejércitos particulares de los poderosos ganaderos, o bien aceptaban reducirse a poblaciones misionales, regidas principalmente por franciscanos, jesuitas y capuchinos. Así quedaron todavía de las tribus ge y tupí algunas aldeias misionales, como Pancararú en el San Francisco, algunas tribus tupina y amoipia más arriba, varios grupos de indios mezclados en algunas aldeias jesuitas situadas en la desembocadura del río, y otros restos, como los carirí, de varias tribus.

El nordeste

La situación de la frontera al interior de Pernambuco (1536, Recife) o Ceará (1612, Fortaleza) era semejante a la de Bahía y el valle del San Francisco; pero había aquí algunas etnias indígenas, como los tobajaras, los potiguar y los tarairyu, más numerosas y organizadas. Pernambuco, ya desde los años 40, fue una capitanía próspera, aliada con los tobajara. Los territorios que tenía al sur habían sido despejados de indios en una terrible expedición que en 1575 partió de Bahía, dirigida personalmente por el gobernador Luís de Brito de Almeida. Otra expedición conducida por Cristovâo Cardoso de Barros, en 1590, mató 1.500 indios, capturó otros 4.000 y fundó allí, en la costa, una población, a la que dio el nombre de Sâo Cristovâo.

Los potiguar, en cambio, al norte de Pernambuco, repelieron durante años los avances portugueses, pero en 1601 fueron derrotados y se sometieron. Un joven oficial portugués, Martim Soares Moreno, ocupó y logró colonizar pacíficamente Ceará, con solo cinco soldados y un capellán, confiando en el afecto y la amistad que había trabado con todos los jefes indios en ambas márgenes del Jaguaribe.

Por lo que se refiere a la región de Maranhâo (Marañón), más al noroeste, una expedición de tobajaras y potiguar, conducida en 1604 por Pedro Coelho de Sousa, sometió a algunos grupos de tupinambá. Por esos años, los franceses, que rondaban la zona en sus barcos, lograron ciertas alianzas con grupos indígenas, a pesar de que cualquier francés que fuera atrapado en tierra era ejecutado.

Su presencia, sin embargo, no fue duradera, pues en 1614 una expedición portuguesa venció en esa zona a franceses y tupinambá, y acabó para siempre con la intrusión de Francia en la región. Las tierras potiguar de Río Grande, sujetadas en 1599 con un tratado de paz, fueron divididas en grandes ranchos ganaderos. Pero la expansión portuguesa se vió en esta zona retrasada por la intrusión de otra potencia europea, Holanda, con la que se mantuvo guerra desde los años 1624 hasta 1654, fecha en la que los holandeses hubieron de abandonar definitivamente sus fortines del Brasil.

Más al interior, los tarairyu del jefe Jandui estuvieron en paz hasta 1660, pero en esa fecha, hartos de ver sus tierras invadidas por los ganaderos, se aliaron con los paiacú, y atacaron a los tupí que estaban reducidos por los jesuitas en poblaciones de la ribera de Río Grande y del Paraíba. En 1687 estalló un gran levantamiento de los carirí, que ocasionó grandes daños. También la zona del actual estado de Piauí, al norte del curso medio del San Francisco, fue campo de muchas luchas, libradas con los indios por pioneros aguerridos.

Domingos Afonso, Sertâo, ganó allí luchando extensos territorios, y al morir dejó en la zona treinta enormes ranchos a los jesuitas. En esta región, algo más al oeste, otro pionero portugués, Domingos Jorge Velho, con su ejército particular, ganó también muchas tierras. A juicio del obispo de Pernambuco, era éste «uno de los mayores salvajes que he conocido… No obstante haberse casado hace poco, le asisten siete concubinas indias… Hasta el presente, anda metido en los matos a la caza de indios y de indias, éstas para ejercitar su lujuria y aquéllos para los campos de su interés» (+AV, Hª América latina 212). A este hombre, y a su tosco ejército, recurrieron en 1687 las autoridades al estallar la guerra contra los tarairyu, confiando en su reconocida eficiencia.

En 1692 se firmó en Bahía un tratado de paz con estos indios, en el cual el rey de Portugal les concedía grandes territorios y una relativa autonomía, bajo su jefe propio; pero pronto las invasiones de ganaderos y las agresiones paulistas violaron el tratado.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.