Así empezaba una “reducción” misionera

Realización de las entradas

Una vez obtenidos los permisos de las autoridades civiles y las licencias eclesiásticas, los misioneros, después de encomendarse a Dios y a todos los santos -a veces en un prolongado retiro espiritual, como hicieron los dominicos antes de entrar en la tierra de guerra de Tuzulutlán (+Mendiguren 503)-, entraban entre los pueblos indios aún no integrados en el dominio de la Corona. Acostumbraban llevar consigo un buen cargamento de alfileres, cintas y abalorios, agujas y bolitas de cristal, cuchillos y hachas, cascabeles, espejos, anzuelos y otros objetos que para los indios pudieran ser tan útiles como fascinantes.

No solían llevar en cambio los misioneros mucha comida, pues, como decía uno de ellos, «a los cuatro días se la han comido los indios que la cargan, para aliviar la carga y por su natural voracidad» (+Borges 130). A veces los misioneros iban solos, pero siempre que podían lo hacían acompañados, o incluso precedidos, de indios ya conversos. Y una vez establecido el contacto con los indios paganos, se intentaba persuadirles de las ventajas materiales y espirituales que hallarían en vivir reunidos en un poblado bajo la guía de los misioneros.

Las reacciones de los indios eran muy variadas. En un primer momento solían acercarse llenos de curiosidad, pero pronto, aunque no hubiera escolta, sentían temor ante lo nuevo, y desaparecían. Si se esperaba con paciencia, era normal verles regresar al tiempo, ganados por la atracción de la curiosidad. Poco a poco se iban familiarizando con los visitantes, y se entablaba el diálogo, con todas las dificultades del caso. La música fue en no pocos casos un argumento decisivo, como en la Verapaz o entre los guaraníes. Y cualquier incidente podía espantarlos definitivamente o suscitar un ataque que hiciera correr la sangre…

Persuadir a los indios a congregarse en reducciones era asunto sumamente delicado y complejo. Y mantenerlos luego reunidos, como hace notar Alberto Armani, también era muy difícil:

«Las reducciones, lejos de ser idílicos paraísos terrestres poblados por el buen salvaje que soñara J. J. Rousseau, fueron verdaderos puestos de frontera, particularmente en sus primeros tiempos, donde todo podía ocurrir. La vida cotidiana registraba casos de canibalismo, asesinatos, riñas y embriaguez agresiva. Sólo con mucho tacto, paciencia y distintas estratagemas, pudieron los misioneros hacerse respetar. Con frecuencia, por motivos fútiles o por reprimendas de los religiosos, clanes enteros se rebelaban y retomaban el camino de la selva. La hostilidad de los hechiceros y ancianos atacados en sus antiguas tradiciones, podía poner en peligro la vida de los misioneros» (140-141), lo que dio lugar a muchos mártires.

Maxime Haubert describe en su obra muchas situaciones de éstas, unas veces cómicas, otras dramáticas. En general, los misioneros se veían obligados a tolerar mucho a los indios mayores, y concentraban sus esfuerzos, con gran éxito, en la educación de niños y jóvenes.

Para niños y jóvenes las reducciones sólo presentaban ventajas y atractivos, pero los mayores hallaban en ellas ventajas e inconvenientes.

«De entre las ventajas expuestas por los misioneros mismos tenemos abundantes testimonios de que en la reducción de las diversas tribus de guaraníes influyeron hechos como el de huir del hambre, la comprobación del progreso que en las reducciones hacían los hijos de los ya concentrados, los donativos de los reductores, la observación de cómo los ya reducidos disponían de aperos de labranza, y el miedo a las tribus vecinas, e incluso a los mamelucos o paulistas brasileños».

«Frente a estas ventajas se presentaban una serie de inconvenientes, como el cambio de terreno, la pérdida de la libertad gozada hasta entonces, el abandono de lugares que eran familiares, la perspectiva de tener que convivir con otras tribus que les resultaban extrañas, el sometimiento a una vida a la que no estaban acostumbrados, el temor a la sujeción política y tributaria, y el recelo de los caciques y hechiceros a perder sus privilegios, infundado en el caso de los primeros, pero plenamente justificado en el de los segundos» (Borges 134).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.