Ocaso gozoso de un santo

La etapa última, conventual

En 1595, fray Antonio de Ortiz, después de tratar el tema con los frailes del virreinato y recabada la autorización precisa, estimó llegado el tiempo de introducir en toda la provincia peruana la recolección, como estilo franciscano de vida comunitaria. Era, pues, por muchas razones urgente que «en este distrito y comarca de esta Ciudad de los Reyes se fundase un convento de nuestra orden de recolección, para gloria de Dios y consuelo espiritual de los religiosos que de esta provincia se quisiesen ir a morar allí, viviendo en más estrecha observancia y recogimiento, como en otras casas semejantes en nuestra Orden se vive, con mucho provecho de las almas de dichos religiosos y con grande edificación de los fieles».

Allí fue llamado fray Francisco, y allí una vez más dejó la huella viva de su espíritu. Estando un día para celebrar misa en una ermita de la casa, ayudado por el virrey Luis de Velasco, fray Mateo Pérez, testigo de la escena, fue por lumbre para encender las velas, «y el bendito siervo de Dios, en el entretanto, se puso a cantar chanzonetas en alabanzas de Nuestro Señor y de su santa madre». El virrey quedó admirado, le fue cobrando mucha afición, y «siempre le veneró y tuvo en estimación de varón santo».

En aquella recolección tuvo varios amigos espirituales laicos, como Diego de Astorga, el encomendero tucumano Juan Fernández o aquel licenciado Gabriel Solano de Figueroa, al quien el desmedrado padre Solana le decía confidencialmente: «tengo una señora con quien comunico y tengo mis entretenimientos». Y en seguida le hacía testigo de una de sus cortesías ante la Virgen María.

Un año estuvo, entre 1601 y 1602, como secretario del nuevo provincial del Perú, Francisco de Otálora, ocupado en negocios y papeles, pero aquello no era lo suyo, y en seguida fue enviado a Trujillo, convento fundado en 1530, y en donde ya los frailes estaban hechos a la idea de que domesticar a fray Francisco no sólo era imposible, sino inconveniente. Tenía entonces Solano 53 años, y parece que por entonces se aceptaba a sí mismo con una mayor libertad de corazón.

Concierto para violín y pájaros

Fue en Trujillo cuando añadió a sus formidables aptitudes expresivas un elemental rabel, que llevaba consigo bajo el manto. Con él hacía grandes cortesías musicales ante el Santísimo, y ante cada uno de los altares de la iglesia. Estos conciertos devotos se prolongaban especialmente por las noches, cuando ya todos se habían retirado, en el coro -ya conocemos, desde que en el convento sevillano de Loreto se arregló aquel rincón, su querencia hacia el coro de la iglesia-. Los testimonios son numerosos, y siempre admirativos, pues aquellas efusiones musicales, llenas de ternura y entusiasmo, mostraban bien a las claras que estaba enamorado del Señor.

En algunas fiestas litúrgicas, como en la Navidad, la alegría del padre Solano llegaba a ser un verdadero espectáculo. Así como San Francisco de Asís, o como el Beato Pedro Betancur, que en la Navidad «perdía el juicio», así nuestro Solano en ese día fácilmente venía al éxtasis musical, como en aquella Navidad de 1602, cuando el provincial Otálora visitaba el convento trujillano:

«Estando los religiosos regocijándose con el Nacimiento, cantando y haciendo otras cosas de regocijo, entró el padre Solano con su arquito y una cuerda en él, y un palito en la mano, con que tañía a modo de instrumento. Entró cantando al Nacimiento con tal espíritu y fervor, cantando coplas a lo divino al Niño, y danzaba y bailaba, que a todos puso admiración y enterneció de verle con tan fervoroso espíritu y devoción, que todos se enternecieron y edificaron grandísimamente».

En la huerta del convento, acompañado de bandadas de pájaros que se iban cuando él se retiraba, hallaba también San Francisco Solano un marco perfecto para su amor. «Le decía [a Avendaño] que salía a aquella huerta para ver a Dios y aquellos árboles, hierbas y pájaros, de donde habría materia para alabar a Dios y amarle». Muchos fueron los testigos asombrados de aquellas sinfonías espirituales de la huerta, que se producían ordinariamente -y que no sé si Olivier Messiaen incluyó en alguno de los siete tomos de su Catalogue d’Oiseaux-.

El licenciado Francisco de Calancha pudo verlo una vez y quedó pasmado. «Esto, que no había visto vez alguna, y haber visto callar a los pájaros después que el padre volvió las espaldas, quedó sumamente asombrado y fuera de sí de ver tal maravilla. Díjole al religioso que estaba allí que le parecía sueño, y que apenas si creía lo que había visto. El religioso le respondió que cada día favorecía Dios a todos los religiosos de aquella casa con que viesen éstos y otros favores que Dios le hacía».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.