Los eremitorios franciscanos del siglo XVI y su fuerza misionera

Montilla, andaluza y cordobesa

Mateo Sánchez Solano, hombre modesto de la señorial Montilla cordobesa, trabajador y espabilado, conforme a sus deseos, llegó a ser rico, se casó con Ana Jiménez Gómez en 1549, y en marzo de ese año tuvo un hijo, Francisco Solano, el cual, ya crecido, supo que tenía dos hermanos mayores, Diego Jiménez e Inés Gómez. Para él quedó el nombre de Solanito, el pequeño de los Solano. Biografías suyas importantes son las del franciscano Bernardino Izaguirre (1908) y la de fray Luis Julián Plandolit (1963). Seguiremos aquí su historia conducidos por el franciscano José García Oro.

La hermosa Montilla, perteneciente a la poderosa familia de los Fernández de Córdoba, marqueses de Priego, tuvo como señora desde 1517 a Doña Catalina Fernández de Córdoba, casada en 1519 con el conde de Feria. Con su favor llegaron a la villa los agustinos, 1520, las clarisas, 1525, los franciscanos, 1530, los jesuítas, 1553, y también San Juan de Avila, que después de muchos viajes y trabajos, allí se recogió en 1555. En ese marco de vida religiosa creció Solanito en sus primeros años infantiles y escolares.

A Córdoba se fue a sus quince o dieciséis años, y allí, en un ambiente disciplinado y piadoso, «entró a aprender a escribir en las escuelas de la Compañía, en la sección de gramática y escritura». Fue un alumno bueno, «compañero amoroso» y buen cantor. En 1569, el año en que murió San Juan de Avila, volvió a casa Solanito, con 20 años, a su Montilla abierta a las sierras que bajan del norte, de la Sierra Morena.

¿Hacia dónde iría su vida en adelante?

Los franciscanos del Santo Evangelio

En aquellas sierras cordobesas había una serie de pequeños eremitorios franciscanos, llenos de entusiasmo espiritual, focos de vida ascética y de impulso misionero. A sí mismos se llamaban los frailes del Santo Evangelio, y merece la pena que evoquemos brevemente su gloriosa historia, pues habían de tener suma importancia en la evangelización de América. Ya en 1394, el eremitorio de San Francisco del Monte había encendido en los parajes de Sierra Morena el fuego de la ascesis solitaria y de la irradiación apostólica hacia el cercano reino moro de Granada.

De aquel impulso misionero vino el martirio de fray Juan de Cetina, uno de sus primeros moradores. Y también en el eremitorio franciscano de Arrizafa, de comienzos del siglo XV, instalado en una finca cordobesa próxima al antiguo palacio de Abderrahmán I, ardió el fuego de la contemplación y del apostolado, con figuras tan excelsas como San Diego de Alcalá (+1464). Estos son los principales precedentes de la reforma que vendría después.

En efecto, fray Juan de Guadalupe fundó en 1494 una reforma de la Orden franciscana que fue conocida como la de los descalzos. Combatida en un principio por todas partes, logró afirmarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura, más tarde llamada provincia descalza de San Gabriel. En ese año, precisamente, tomó en ella el hábito San Pedro de Alcántara (1494-1562).

Finalmente, aquellos franciscanos, que desde hacía decenios iban afirmando su estilo de vida en tierras extremeñas, leonesas y portuguesas, fueron confirmados por el padre Francisco de Quiñones, general de los franciscanos desde 1523, y Cardenal de Santa Cruz más tarde. Este fue el que, según vimos (119-120), con aquellas preciosas Instrucciones de 1523, envió a México desde la provincia franciscana de San Gabriel a los Doce Apóstoles, con fray Martín de Valencia a la cabeza.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.