Los mártires de Talamanca

Los padres Zamora y Rebullida, mártires de Talamanca (+1709)

Ya vimos que los padres Margil y Melchor, en 1688, en condiciones durísimas, lograron plantar la Iglesia entre los indios talamancas, y cómo algunos frailes, que les sucedieron allí, no pudieron soportar la dureza de aquellas misiones. Pero otros, en cambio, sí fueron capaces de permanecer y de continuar la misión de los dos primeros apóstoles.

En un informe de fray Francisco de San José a la Audiencia real de Guatemala, describe las terribles privaciones que sufrían los misioneros, y concluye diciendo: «llevan los ministros evangélicos la vida perdida; y así no se espantará V. S. de que les tiemble la barba a los seis que dicen están señalados para Talamanca de esta santa Provincia [franciscana], aunque sean de mucho espíritu, valor y robusta naturaleza, pues tienen experiencia que yo, de dos años que estuve, salí con humor gálico, y mi compañero [fray Pablo] salió a los cuatro con cuartanas, cuajado de granos y diviesos, y muy mal humorado» (+Ignacio Omaechevarría, Los mártires de Talamanca 25-78).

Entre los misioneros franciscanos de Talamanca hemos de recordar a fray Juan Francisco Antonio de Zamora, burgalés de Belorado, llegado a Guatemala en 1696, y a fray Pablo de Rebullida, natural de Fraga, en Huesca, llegado a la zona en 1694, procedente del Colegio de Misiones de Querétaro. El padre Rebullida logró aprender todos los idiomas de los indios de la Sierra, y hubo años que se mantuvo solo en estas misiones. En su primera campaña apostólica (1695-1699) ya fue alanceado en una ocasión por unos indios, que profanaron cuantos objetos sagrados llevaba consigo. Pero, a pesar de todo, consiguió bautizar 1.450 indios y bendecir 120 matrimonios.

En 1699 emprendió su segunda campaña, y cuatro indios anduvieron un tiempo buscando ocasión para cortarle la cabeza a él y a su compañero. El padre Rebullida escribía en 1702 a su Provincial: «Y están muy arrepentidos de que yo y mi compañero tengamos la cabeza sobre el cuello». La acción misionera continuaba, pero siempre con peligro de muerte.

El 18 de agosto de 1704 el padre Rebullida escribe a fray Margil informándole del estado de estas misiones: «En esta última vez que visité a los talamancas, se me alborotaron tres veces, y otra me apedrearon. Mire cómo están mansos estos indios. Agora volví a proseguir, llegué hasta San Miguel y buaticé 40 criaturas. La idolatría está muy radicada. Aunque les pida las piedras, responden que no quieren darlas. Casamientos, no hay que hablar, porque no se quieren casar; sino, cuando se les antoja, dejan una y toman otra. Los enfermos, para confesarlos, no los quieren descubrir, sino negarlos. En este pueblo de Orinama, por dos ocasiones, se me alborotó un indio con macanas y flechas» (+Omaechavarría 30-31).

En medio de tantos peligros y resistencias, los padres Rebullida y Zamora informaban en 1709 que en Talamanca y Terbi habían construido 14 iglesias y bautizado 950 niños. En ese año fue cuando estalló la rebelión en Talamanca. El cacique Presberi, viendo un día que los misioneros preparaban el envío de una carta, supuso que en ella se llamaba a los españoles, y al punto procuró el alzamiento de varias tribus. Al padre Rebullida, mientras decía misa, le cortaron la cabeza de un hachazo. Al padre Zamora lo atravesaron con una lanza, y mataron con él también a dos soldados, y a la mujer y niño de uno de ellos. Quemaron las 14 iglesias de las misiones, y de tal modo destruyeron y dispersaron todos los objetos litúrgicos, que todavía en 1874 un geólogo norteamericano, William M. Gabb, pudo descubrir en un riachuelo, cerca de Cabécar, un trozo de incensario, que cedió al Instituto Smithsoniano de Washington.

La noticia de la ruina de las misiones de Talamanca llegó a fray Margil, en Querétaro, ese mismo año de 1709. Evangelio, cruz y sangre: como siempre, desde el principio, desde Cristo. Ya decía fray Margil: «La mejor señal de amor es padecer y callar». En todo caso, estos fracasos aparentes -pues siempre la cruz es victoria-, no eran para él sino estímulos acuciantes hacia nuevas acciones misioneras.

«Apretando con Jesús» en el Nayarit

En efecto, en ese mismo año de 1709 el Rey había autorizado al gobierno de Guadalajara para que organizase una entrada a los indios de la Sierra del Nayarit, en la Sierra Madre Occidental, resistentes a todo gobierno hispano y a toda luz evangélica. Ocho años antes, los nayaritas habían flechado y muerto en sus montañas a Francisco Bracamonte, a un clérigo y a diez soldados. Ahora, en la cédula real se indicaba que la parte evangelizadora de la empresa fuera conducida por fray Margil, «diestro y experimentado en apostólicas correrías».

A comienzos de 1711, ejerciendo esa función asesora, fray Margil escribe a la autoridad de Guadalajara, y solicita para todos los indios cora y nayaritas que en la próxima expedición fueran pacificados, un indulto general, de modo que no fueran castigados por los delitos cometidos en sus tiempos de rebeldía. Al mismo tiempo indicaba: «También convendrá ofrecerles a los indios que se redujeren y estuvieren como buenos cristianos que no se les pondrá Alcalde Mayor ni otra justicia española, sino que el pueblo que se formare con su iglesia tendrá su Alcalde indio, de ellos mismos». Y otra cosa más: «Que no se permitirá entren a sus pueblos negros, mulatos, mestizos, sino los que los misioneros les pareciere ser conveniente».

La víspera de partir a esta acción misional, el 15 de abril de 1711, fray Margil le escribía a Sor Leonor: «Ya de aquí [de San Luis de Colotlán] iremos acercándonos al Nayarit, y así, ahora, apretar con nuestro buen Jesús… para que aquellos pobres reciban la fe… Acompañemos todos a Jesús. El solo sea el misionero y nosotros… sus jumentillos». La expresión se repite en carta del 25 de abril a la misma: «Apretar con nuestro Jesús».

La expedición fue un fracaso. En mayo, desde Guazamota, fue enviada al jefe de los nayaritas una embajada de dos indios, uno de los cuales, Pablo Felipe, hablaba la lengua cora. Ellos leyeron solemnemente a los nayaritas la cédula real, en la que se proponían medios pacíficos de conquista, y el ofrecimiento de amistad. Pero la respuesta del rey nayarit fue tajante: «No se cansen los padres misioneros. Sin los padres y los alcaldes mayores estamos en quietud, y si quieren matarnos que nos maten, que no nos hemos de dar para que nos hagan cristianos».

Fray Margil y fray Luis decidieron insistir, y el 21 de mayo se entraron en la sierra, armados sólamente con unas cruces de madera. Al fin llegaron a un lugar donde treinta arqueros les atajaron el paso. Fray Margil les habló con la mayor bondad, y luego él con fray Luis se pusieron de rodillas, con los brazos en cruz, para que los flecharan. Los indios bajaron sus arcos, pero siguieron en su obstinada negativa, respondiendo por Pablo Felipe la misma palabra: «Que no quieren ser cristianos». No los flecharon, pero les echaron en burla un zorro lleno de paja: «¡Tomad eso para comer!».

Años después, cuando los jesuítas lograron penetrar en la sierra nayarita, veneraban el árbol donde una noche fray Margil lloró, al ver que los indios del Gran Nayar rechazaban a Jesucristo. Entonces, tanto nayares como jesuitas, se quitaban el sombrero ante aquel árbol, en recuerdo devoto del bienaventurado siervo de Dios, Margil de Jesús.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.