El misionero de los pies alados

El misionero de los pies alados

Por esas fechas le llegó [al franciscano fray Margil] nombramiento de rector del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro. La Orden franciscana no había elegido para ese importante cargo a un fraile lleno de diplomas y erudiciones, sino a un misionero que llevaba trece años «gastándose y desgastándose» por los indios (+2Cor 12,15). Todos lloraron en la despedida, fray Margil, fray Blas y los indios. En dos semanas, no se sabe cómo, con su paso acelerado, se llegó fray Margil a Santo Domingo de Chiapas, a unos 600 kilómetros. Y en diez días hizo a pie el camino de Oaxaca a Querétaro, que son unos 950 kilómetros….

Este fraile iba tan rápidamente por los caminos del Evangelio -«la caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14)-, que con frecuencia llegaba a los lugares antes que sus compañeros de a caballo. Se cuenta que, en una ocasión, estando en Zacatecas, para llegar al canto de la Salve, un día corrió en unos pocos minutos una legua, algo menos de 6 kilómetros. Esa vez llevaba agarrado a su hábito a un compañero fraile, que al llegar estaba tan mareado, que tuvo que ser atendido en la enfermería. Cuando le preguntaban cómo podía volar así por los caminos, él respondía: «Tengo mis atajos y Dios también me ayuda».

Guardián de la Santa Cruz de Querétaro

A este paso suyo, el 22 de abril de 1697 llegó a Querétaro. En el camino real le esperaba su comunidad, que había salido a recibir al famoso padre, que había partido a misionar hacía trece años. Los frailes le vieron llegar «tostado de soles, con un hábito muy remendado, el sombrero colgado a la espalda, y en la cuerda, pendiente, una calavera».

El Colegio de la Santa Cruz, durante esos trece años, había crecido mucho, relanzando con fuerza las acciones misioneras. Fray Margil, como guardián, reinició su vida comunitaria claustral, después de tantos años de vida nómada y azarosa. Con los religiosos era tan solícito como exigente. A un novicio que andaba pensando en dejar los hábitos le dijo: «Al cielo no se va comiendo buñuelos». No gustaba de honores externos, y cuando en un viacrucis un religioso, en las vueltas, se obstinaba en darle siempre el lado derecho, él le dijo: «Déjese de eso y vaya por donde le tocare, que en la calle de la Amargura no anduvieron en esas cortesías con Jesucristo».

Estando al frente de la comunidad, él daba ejemplo en todo, yendo siempre el primero en la vida santa, orante y penitente. Su celda era muy pobre, y en ella tenía dos argollas en donde, cuando no le veían, se ponía a orar en cruz. Dormía de ocho a once, se levantaba entonces, y con el portero fray Antonio de los Angeles leía un capítulo de la Mística Ciudad de Dios, de sor María de Agreda. Después, escribe fray Margil, «se sentaba él como mi maestro y yo decía mis culpas postrado a sus pies, y en penitencia me tendía yo en el suelo, boca arriba, y me pisaba la boca diciendo tres credos… luego me asentaba yo y él hacía lo mismo». Seguía en oración toda la noche, y por la mañana, sin desayunar, decía misa y confesaba hasta la hora de comer, en que sólamente tomaba un caldo y verduras. Por la tarde asistía a la conferencia moral y visitaba a los enfermos.

Fray Margil unió siempre a la vida conventual otros ministerios externos. Hizo diversas predicaciones en Valladolid, Michoacán y México. Y en el mismo Querétaro predicaba los domingos en el mercado. Su encendida palabra -a veces tan dura que fue denunciado al Santo Oficio- logró terminar con las casas de juego y las comedias inmorales. Un día le llegó noticia de que en octubre de 1698 fray Melchor había fallecido misionando en Honduras. Las campanas del convento elevaron su voz al cielo, y fray Margil comentó: «Si estuviera en mi mano, no mandara doblar [a difuntos], sino soltar un repique muy alegre, porque ya ese ángel está con Dios».

Terminado su trienio de guardián, fray Margil fue enviado por el Comisario General de nuevo a Guatemala. Llevaba consigo una cédula que le hacía muy feliz, pues en ella la Propaganda Fide autorizaba a abrir un Colegio de Misiones en Guatemala, el segundo de América.

Desde el Colegio de Cristo, en Guatemala

El 8 de mayo de 1701 se echaron los cordeles para iniciar el templo y el convento del Colegio de Cristo, en Guatemala. Fue elegido fray Margil como su primer guardián, pero una vez ordenadas allí las cosas espirituales y materiales, no tardó mucho en irse a misionar a los indios. Partió con fray Rodrigo de Betancourt hacia Nicaragua, predicando y misionando en León, Granada, Sébaco, y en la Tologalpa nicaragüense, en el país de los brujos.

En aquella zona los indios, ajenos a la autoridad hispana, seguían haciendo sacrificios humanos, realizaban toda clase de brujerías, y según una Relación de religiosos, se comían a los prisioneros de guerra, bien sazonados «en chile o pimiento». El primer biógrafo de fray Margil, el padre Isidro Félix de Espinoza, basado en informes realizados por aquél, dice que los indios de la región de Sébaco sacrificaban en una cueva cada semana «ocho personas grandes y pequeñas, degollándolas y ofreciendo la sangre a sus infames ídolos», y que la carne de las víctimas sacrificadas «era horroroso pasto de su brutalidad».

A mediados de 1703, volvió fray Margil al Colegio de Cristo una temporada, a consolidar la construcción material y espiritual de aquel nuevo Colegio de Misiones, y a vivir en la comunidad el régimen claustral, según la norma que él mismo se había dado: «Sueño, tres horas de noche y una de siesta; alimentos, nada por la mañana; al mediodía el caldo y las yerbas…» De nuevo partió a misionar, esta vez a la vecina provincia de Suchiltepequez, donde todavía existía un numero muy grande de papas, brujos y sacerdotes de los antiguos cultos.

Ayudado por fray Tomás Delgado, consiguió fray Margil entre aquellos pobres indios, oprimidos por maleficios, temores y supersticiones, grandes victorias para Cristo. Cuatro papas, voluntariamente, se fueron al Colegio de Cristo, donde fueron catequizados y permanecieron hasta su muerte.

Mucha cruz y poca espada

Las cartas-informes escritas por fray Margil en esos años solían ser firmadas humildemente: «La misma nada, Fr. Antonio Margil de Jesús». En ellas se dan noticias y opiniones de sumo interés. En una de ellas, del 2 de marzo de 1705, se toca el tema de la conquista espiritual hecha con la cruz y la espada. Dice así: «Como es notorio y consta de tradición y de varios libros historiales, en ningún reino, provincia ni distrito de esta dilatada América se ha logrado reducción de indios sin que a la predicación evangélica y trato suave de los ministros, acompañe el miedo y respeto que ellos tienen a los españoles».

Guiado por esta convicción, a lo largo de su vida misionera, en muchas ocasiones vemos cómo fray Margil, lo mismo que otros misioneros anteriores y posteriores de América, propuso y asesoró a los gobernadores las entradas de soldados entre los indios. En realidad, en la inmensa mayoría de las entradas pacificadoras y evangelizadoras realizadas en América, solía haber muy poca espada, y mucha cruz.

Concretamente, fray Margil, que ya había concluído su guardianía y que era entonces vicecomisario de misiones, propuso que una expedición de cincuenta hombres entrara a los indios de Talamanca, donde el bendito fray Pablo de Rebullida, que ya hablaba siete lenguas indígenas, venía trabajando con grandes dificultades hacía años. El mismo fray Margil se integró en la expedición, y así llegó de nuevo entre los indios de Talamanca.

Pero estaba de Dios que terminara ya su acción misionera en el sur. En efecto, por esas fechas fue llamado para fundar en Zacatecas otro Colegio de Misiones. Para entonces, muchos lugares, entre Chiapas y Panamá, habían recibido para siempre el sello de Cristo que en ellos había marcado fray Margil con otros misioneros. Muchos pueblos habían sido testigos de su caminar alado, de sus oraciones y penitencias, de sus predicaciones y milagros. En cien lugares diversos se guardaría memoria de él durante siglos: «Aquí estuvo fray Margil de Jesús».

Milagros, en efecto, hizo muchos fray Margil. En un cierto lugar, se acercó a una niña muerta, y con decirle «Ya María, ya basta, ven de donde estás», la había devuelto a la vida. En otra ocasión, un ladrón le detuvo en la mitad de un bosque, pero terminó de rodillas, confesándole sus pecados. Y fray Margil, después de haberle reconciliado con Dios, lo remitió al guardián de un convento próximo, seguro de que iba a morir: en una carta suya que llevaba el ladrón arrepentido decía: «Dará V. P. sepultura al portador».

Desde el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, en Zacatecas

De nuevo en 1706 el paso rápido de fray Margil recorre los senderos de la Nueva España: México, Querétaro, y finalmente -por el camino que, según se dice, abrió aquel antiguo carretero, el franciscano beato Sebastián de Aparicio-, Zacatecas, donde había de fundar el tercer Colegio de Misiones de Propaganda Fide. Fray Margil, que tuvo siempre una profunda devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, y que extendió su culto por toda la América Central, tuvo ahora la alegría de poner el Colegio misionero de Zacatecas bajo el dulce nombre de la Virgen Guadalupana.

Desde allí salió a predicar a muchas ciudades y pueblos de la región: Guadalajara, zona de Jalisco, Durango, Querétaro, San Juan del Río, Santa María de los Lagos -que se quedó luego en Lagos de Moreno-, siempre llevado por sus rápidos pies descalzos, sin conocer nunca vacaciones ni más descansos que los indispensables. Solía decir: «Para gozar de Dios nos queda una eternidad; pero para hacer algo en servicio de Dios y bien de nuestros hermanos, es muy corto [el tiempo] hasta el fin del mundo». En Guadalajara conoció a las carmelitas de Santa Teresa de Jesús, especialmente a Sor Leonor de San José, con quien tuvo una preciosa relación epistolar durante años.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.