Proceso de paz con los Tarahumara, en México

Una norma prudente para la paz

La situación de España a comienzos del XVIII, con la Guerra de Sucesión encendida en Europa, era muy difícil, y se envió a la América hispana un apremiante decreto, por el que se mandaba que no se diera motivo alguno a los indios para la insurrección, ya que no era posible invertir fuerzas y dinero en más guerras. En adelante, pues, ya no se persiguió a los tarahumares que abandonaban los pueblos, ni eran tenidos por rebeldes. Los misioneros llegaban a ellos como amigos, y todo iba en paz.

Por otra parte, el general Juan Retana, de acuerdo con los misioneros, encargó a los indios gobernadores de los pueblos que ellos mismos mantuvieran la disciplina, juzgaran de los casos penales y aplicasen los castigos oportunos. Esto eliminó muchos enojos que antes habían ocasionado alzamientos, y alivió a los misioneros de tareas muy comprometidas. De este modo, «el espíritu de amistad y tolerancia para con los fugitivos de las montañas y la debida instrucción dada a los gobernadores de los indios, para que pudieran administrar justicia por sí mismos, habían traído una paz duradera» (Dunne 279).

El hallazgo de minas de plata dió lugar a la fundación en 1716 del Real de Chihuahua, que con los años había de ser una gran ciudad. Y en ella los jesuitas hicieron un Colegio en 1718, gracias sobre todo a las gestiones y donaciones del general San Juan y Santa Cruz, antiguo gobernador de Nueva Vizcaya. En la visita realizada a la misión de Tarahumara por el padre Juan de Guenduláin en 1725 se da una información detallada de la prosperidad general de los diversos pueblos.

El padre Francisco Herman Glandorff (1687-1763)

El padre Glandorff, nacido en 1687 cerca de Osnabrück, en Alemania, fue destinado en 1723 a la Tarahumara, y después de un tiempo con el veterano Neuman en Carichic, se ocupó de Tomochic desde 1730, al extremo oeste de la misión, cerca de Tutuaca. El padre Bartolomé Braun, que fue superior suyo y escribió su vida, cuenta de él muchos milagros, referidos varios de ellos a la asombrosa velocidad con que se trasladaba a pie, llegando en sus correrías apostólicas más allá y más pronto que otros a caballo. Algo semejante veremos acerca del franciscano Antonio Margil de Jesús, que también por esos años andaba o casi volaba por México. El padre Antonio Benz, bávaro, en carta de 1749, decía: «El padre nunca bebe, nunca monta a caballo y sin cansancio llega a caminar en un solo día más de 30 leguas», casi 170 kilómetros.

El mismo padre Glandorff en sus cartas, que corrían en copias por Europa, cuenta algunos de estos milagros con toda ingenuidad, atribuyéndolos, como cosa evidente, al poder y al amor de Dios. En ocasiones, el demonio no le dejaba en paz. Y así en 1725 escribe a un amigo jesuita: «La campana de la iglesia se oye tocar por la noche y durante el día; se oye mucho estruendo en la casa; las puertas y ventanas se abren y se cierran, sólo mi cuarto se ve libre de tales horrores. Quizá los demonios quieren arrojarme de esta tierra que por tantos años han dominado».

Gran apóstol, el padre Glandorff ya para 1730 había construido en su partido cinco templos y atendía 1.575 cristianos tarahumares, de los que había casado a 661. Sufrió mucho a veces, con ocasión de la defensa de los indios. Y también, hacia 1747, ciertas rencillas surgidas entre jesuitas criollos y extranjeros le causaron grandes penas. «Si los Padres de esta nación, escribía entonces, desean devorar a los Padres de allende el mar, ¿por qué entonces solicitan su venida en Roma?»…

En 1763, mientras veinte jesuitas atendían cincuenta pueblos de la Alta Tarahumara, el padre Glandorff, a pesar de sus 76 años, se resistía a dejar su amada misión de Tomochic. Y en ese año, en su destartalada choza, acompañado de un indio, estrechando un crucifijo y con los ojos fijos en el cielo, entregó su alma al Creador. Y todos pensaron que había muerto un santo.

Paz en la Tarahumara

En 1763 realizó el visitador Ignacio de Lizasoáin un minucioso informe sobre su visita a la Tarahumara, después de recorrer en veinte meses 2.059 leguas. Las misiones están en paz. Algunos datos sorprenden, como los altos números de confesiones en los indios, y los mínimos de comuniones. Autorizado el Visitador para confirmar, sólo en la Alta Tarahumara administró el sacramento a 5.888 neófitos…

Y cuando por fin, al precio de la sangre, se había logrado la pacificación y evangelización de la región de Tarahumara, en 1767, los misioneros jesuitas fueron expulsados de ella y de todos los dominios de la Corona hispana. Algunas de aquellas misiones fueron continuadas por la Compañía a partir de 1900.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.