Un gran jesuita: el padre Hernando de Santarén

El misionero e historiador de la misión de Tepehuanes, el padre Pérez de Ribas, decía del padre Santarén que «nadie lo vio triste, sino alegre». Nació en Huete, pueblo de Toledo, en 1566, fue a Sinaloa cuando mataron al padre Tapia, y desde 1598 misionó a los acaxees y xiximíes. Andaba cada semana unas 90 leguas, y 300 en cuaresma. Edificó más de 40 iglesias, y por su mano fueron bautizados unos 50.000 indios, siendo muchos más los que redujo a vida en poblaciones.

Era un hombre atractivo, «de los de más hermosa proporción que se vio en aquel reino». Como hemos dicho, siempre estaba alegre, pero, como lo manda el Apóstol, se alegraba ante todo «en el Señor» (Flp 4,4), y a veces su alegría llegaba a plenitud justamente en la situación más desolada. En una carta dirigida al Provincial que le invitaba a retirarse ya el colegio de México le decía:

«Aunque me siento viejo y cansado, deseo que no quede por mí el procurar el bien de estas almas y misiones; ni pediré el salir de ellas, aunque no cerrando por eso la puerta a la obediencia para que disponga de mi persona como de un cuerpo muerto, pues harto mal fuera si de 19 años de Misión y trabajos no hubiera quedado en la indiferencia que nuestro Padre San Ignacio nos pide.

«No se experimenta por allá el jugo y contento que Nuestro Señor comunica, cuando es servido, a los que andan en estas misiones; más da Dios algunas veces en un desamparo de los que por acá se pasan, de un desvío de camino, de verse en un monte a pie en una tempestad de nieve, que le coge en una noche obscura al sereno y agua y sin abrigo, que en muchas horas de oración y retiramiento. El consuelo que Nuestro Señor me da en medio de estos trabajos es muy grande.

«Esto y el parecerme que pedir salir de ellos es volver a Dios las espaldas, y dejar a Cristo Nuestro Señor solo con la cruz a cuestas… me mueve a pedir no salir de aquí; In hoc positus sum. Y cuando aquí me hallare la muerte me tendré por dichoso, y entenderé que el morir con las armas en la batalla y solo en medio de estos bárbaros me será de tanto mérito, como rodeado de mis padres y hermanos. Y en este desamparo me prometo el amparo de N. Señor por quien se lleva.

«Esto escribo cansado sin poderme sentar un rato en tres días, sangrando enfermos por mis propias manos porque no hay quien lo haga, y catequizando y bautizando más de 70 personas, que de nuevo reciben la fe y la tienen con el Padre que las bautiza, y a cada momento me llaman. Dios Nuestro Señor les dé salud a estos pobres y el cielo a los que mueren; y a V. R. muchos obreros para su viña y a mí su espíritu para obedecer como verdadero hijo de la Compañía de Jesús» (+Cabalgata 85-86).

Varias veces había dicho el padre Santarén que no tenía ningún deseo de morir pacíficamente en la cama, «que eso era morir sornático y no entrar de corrida en el cielo, como los que derraman la sangre por Cristo». Y en efecto, el Señor le concedió «entrar de corrida en el cielo», después de veintitrés años de misionero en México.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.