Así muere un santo

Muerte del Hermano Pedro

En 1667, a los 41 años, después de 15 en Guatemala, el Hermano Rodrigo conoció que iba a morir. Ya en marzo le dio por escribir su nombre entre las cedulillas de los difuntos, para encomendarse así a los sufragios de los fieles. En ese tiempo, visitó a la señora Nicolasa González, abnegada colaboradora del Hospital, y le dijo: «Vengo a despedirme. Es posible que ya no volvamos a vernos». Y añadió: «No llores, porque mejor hermano te seré allá que no he sido acá».

Poco después tuvo que guardar cama, y cuando el médico y los Hermanos le anunciaban la muerte, se alegraba tanto que parecía recobrar ánimos y salud. Pasó días de grandes dolores, aunque éstos desaparecieron al final: «Ya no siento nada, dijo. El Señor que conoce mi gran miseria, no quiere que yo me inquiete por el dolor».

Un día fray Rodrigo de la Cruz se atrevió a pedirle una bendición. Y el Hermano Pedro, incorporándose, le puso al cuello un emblema del nacimiento del Niño Jesús, para que lo llevasen siempre los Hermanos mayores de la fraternidad. Y después le bendijo: «Con la humildad que puedo, aunque indigno pecador, te bendigo en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios te haga humilde».

A su celda de moribundo acudió su querido obispo, fray Payo, y el gobernador don Sebastián Alvarez Alfonso, buen cristiano, que hizo muchas obras de caridad. Y también acudió la comunidad franciscana, que le cantó a coro los himnos religiosos que él más apreciaba. Y los Hermanos terceros, también en coro, con músicos de arpa, vihuela y violón… Y a sus Hermanos del Hospital, entristecidos, que se lamentaban de su muerte tan temprana, les animaba diciendo: «Antes por eso he de morir, porque conviene saber, hermanitos, que a Dios nadie le hace falta».

También, cómo no, acudió en esos días finales el Demonio para acosarle. En vida le había hostigado más de una vez, tomando en ocasiones la forma de gato o de perros rabiosos o de globo de fuego amenazante. Ahora se ve que venía con argumentos contra la fe, pues el Hermano Pedro, que para despreciarle le llamaba el Calcillas, le rechazaba diciéndole: «Yo que soy un ignorante ¿qué entiendo de argumentos? A los maestros y confesores con ellos». Y cuando unos Hermanos, para consolarle, le aseguraron que ya estaba próximo a la muerte, el Hermano Pedro, se rió con alegría, y haciendo castañetas con los dedos, comentó: «¡Me huelgo por el Calcillas!»…

Guardó entera su conciencia hasta un cuarto de hora antes de morir. Solía en sus últimos días apretar en las manos un crucifijo, y mantener sus ojos fijos en una imagen de San José, a quien ya desde el bautismo estaba encomendado. «Me parece que vivo más en el aire que en la tierra», confesó con voz débil. Murió el 25 de abril de abril de 1667. Un siglo después, en 1771, declaró Clemente XIV que sus virtudes habían sido heroicas. Y dos siglos más tarde, el 22 de junio de 1980, fue beatificado por Juan Pablo II.

En El genio del cristianismo (1802), Chateaubriand se hace eco de lo que fue el entierro del santo Hermano Pedro: Todos, especialmente los pobres, indios y negros, «besaban sus pies, cortaban pedazos de sus vestidos, y le hubieran mutilado para llevarse alguna reliquia a no rodear de guardias el féretro. A primera vista parecía un tirano presa del furor del pueblo, y era tan sólo un obscuro religioso a quien se defendía del amor y de la gratitud de los pobres».

Los Bethlemitas

Unos días después de la muerte del Hermano Pedro, el 2 de mayo, llegaban a Guatemala licencias reales para el Hospital de Belén. Fray Rodrigo de la Cruz, por deseo del Hermano Pedro, le sucedió al frente de la incipiente Orden. Después de algunas tensiones, con la ayuda del buen obispo fray Payo y con el prudente consejo del provincial franciscano fray Cristóbal de Xerez Serrano, natural de Guatemala, fray Rodrigo y los suyos tomaron hábito propio en octubre de 1667, el día de Santa Teresa.

En 1673, Clemente X aprobó la congregación nueva y sus constituciones. Y en 1710, Clemente XI erigió la «Congregación de los Betlemitas de las Indias Occidentales en verdadera religión con votos solemnes».

Por esos años se extendió la Orden en América con gran rapidez. Llegó a Lima en 1671, donde se formó el Hospital más célebre de las Indias. Apenas cincuenta años después de la muerte del Hermano Pedro, la Orden tenía ya 21 Hospitales, como los de Cajamarca, Trujillo, Cuzco, Potosí, Quito, La Habana, Buenos Aires, Piura, Payta y también Canarias. En México, de cuya capital había sido nombrado arzobispo el obispo fray Payo Enríquez de Rivera, primer Protector de los bethlemitas, hubo 11 casas, como las de Oaxaca, Puebla y Guanajuato. Esta primera expansión de la Orden, fue propiciada por fray Rodrigo, que después de presidirla casi cincuenta años, murió en México en 1716, a los 80 años de edad.

A principios del siglo XIX, la Orden tenía cinco noviciados -Guatemala, México, La Habana, Quito y Cuzco-, y atendía más de 30 Hospitales. Precisamente por estos años la Orden, muy enriquecida con donativos y propiedades, se vio envuelta en graves problemas, con ocasión de los movimientos americanos independentistas. En la casa de Guatemala se fraguó en 1813 la conspiración que preparó la independencia, cosa que ganó para la Orden la hostilidad de España. Y por esos años, el bethlemita fray Antonio de San Alberto acompañó a Bolívar en sus campañas militares, y éste le nombró su médico de cámara con rango de teniente coronel. Por el contrario, en Argentina, el prior bethlemita fray José de las Animas fue en 1812 el segundo jefe de la conspiración de Alzaga, y una vez descubierta ésta, fue juzgado y ahorcado. Finalmente la Orden fue suprimida en 1820 por un decreto de las Cortes de Cádiz.

A poco de morir el Beato Pedro, dos viudas piadosas, Agustina Delgado y su hija Mariana de Jesús, se ofrecieron para servir el Hospital de Belén, y aceptadas por fray Rodrigo, comenzaron a vivir en una casita contigua bajo la misma regla. Un Breve pontificio de 1674 aprobó esta hermandad. Muchos años después, la guatemalteca Encarnación Rosal, natural de Quezaltenango (1820-1886), hizo su profesión religiosa en manos del último bethlemita, y fue reformadora de la rama femenina de la Orden de Belén, orientándola principalmente hacia la educación.

En la actualidad, las Hermanas Bethlemitas son unas 800, distribuidas, en más de 80 casas, por América y por otras regiones del mundo.

En cuanto a la Orden masculina, en 1984, cuando sólo faltaban seis años para su total extinción canónica -que ocurre a los cien años de la muerte del último religioso-, el tinerfeño don Luis Alvarez García, entonces Secretario-Canciller de su diócesis natal, logró con varios jóvenes guatemaltecos la restauración canónica de la Orden bethlemita, abriendo casa primero en La Laguna, y después en Guatemala.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.