Orígenes de la vocación del Beato Pedro de San José

Las Islas Afortunadas

Para los romanos las Canarias eran, por su belleza y fertilidad, las Islas Afortunadas. Los indígenas eran gente fuerte, de buena talla, hábiles artesanos y cultivadores, bien dotados para la música y la poesía. Descubiertas estas islas antiguamente por los fenicios, quedaron olvidadas de nuevo, sin recibir más visitas que las de algunas expediciones de marinos árabes, vascos y catalanes.

A comienzos del siglo XV, en la corte de Carlos VI de Francia había un gentilhombre altivo y fiero, chambelán del rey, a quien, según cuentan, los cortesanos llamaban por lo bajo “bête en court” [que en francés significa: “una bestia en la corte”]. Este caballero seguro de sí mismo, en lugar de ofenderse por el nombre, lo asumió, y vino a llamarse don Juan de Béthencourt. Un buen día se propuso conquistar las islas Canarias con la ayuda de Francia, pero al no conseguir ese apoyo, lo buscó y consiguió en España en 1417. Y Enrique III de Castilla le nombró gobernador de las islas, cargo al que Béthencourt renunció poco tiempo después.

Los Betancur, familia cristiana

Pues bien, en una de las siete islas mayores, en Tenerife, en el pueblo de Vilaflor, de la comarca de Chasna, al sur del Teide, nació dos siglos más tarde, en 1626, Pedro Betancur. Ya para entonces el apellido había tomado forma castellana. Los padres de este niño, Amador Betancur González de la Rosa y Ana García, aun siendo de noble linaje, formaban un hogar pobre y humilde, en el que tuvieron dos hijos y dos hijas, además de Pedro, el mayor y protagonista de nuestra historia.

Tanto Amador como Ana eran muy buenos cristianos. Años más tarde recordaba Pedro, estando en Guatemala, que su padre hacía mucha oración y grandes penitencias, sobre todo de ayunos: «parecía un esqueleto vivo»; y que murió un Viernes santo. «Mi madre fue muy contemplativa de la pasión del Señor. Aún recuerdo cómo en sus tareas de casa cantaba en voz suave algunos pasos de la Pasión, acompañados de fervor y de lágrimas. Tenía facilidad para componer coplitas piadosas. Y en domingos y sábados celebraba con ellas, gozosamente, el misterio de la resurrección, y daba el parabién a la Virgen».

Tuvo Pedro de Betancur tempranos biógrafos, como su propio director espiritual, el jesuita Manuel Lobo (1667), y poco después el padre Francisco Vásquez de Herrera, un franciscano que le trató durante diez años. A esas biografías fundamentales se añaden las de F. A. de Montalvo (1683), fray Giuseppe de la Madre de Dio (1729), y otras más recientes, como la de Marta Pilón. Nosotros seguimos aquí a Máximo Soto-Hall, y sobre todo la obra más reciente de Carlos E. Mesa, Pedro de Betancur, el hombre que fue caridad.

Pastor con dudas

De niño y muchacho, Pedro cuidó en Vilaflor el rebaño de ovejas de su familia, en aquellos bellísimos parajes presididos por el gran Teide. Desde chico fue Pedro muy cristiano, y de él cuentan que, cuando estaba solo en el monte con el rebaño, clavaba el bastón en el suelo, como reloj de sol, y así calculaba cuándo debía abstenerse de comer y beber para guardar el ayuno eucarístico.

De sí mismo recordaba Pedro años más tarde: «Conocí a un pastorcillo que concurriendo al campo con otros zagalejos del mismo oficio, mientras el ganado pacía, él se apartaba de la vista de los compañeros, y a la sombra de algún árbol se ocupaba en oración y en disciplinas y pasaba largos ratos con los brazos en cruz… Ya en aquellos años acostumbraba ayunar a pan y agua cuatro días a la semana».

En las montañas tenía mucho tiempo para rezar, para pensar y para soñar. Y eran años en que con frecuencia llegaban de las Indias hispanas noticias capaces de encender el corazón de quienes tenían avidez de oro o de almas… Pero los años pasaban, y su madre viuda pensó en casarlo con una buena moza: «Aunque la joven sea una joya, le contestó Pedro, mi inclinación es de Iglesia. Y aunque escasamente leo y aún no me he ejercitado en escribir, abrigo esperanzas de que saliendo de este rincón de la isla y del mundo podré servir a Dios en ministerios de Iglesia y de caridad».

Con todo, aunque esta voluntad fuera firme, el modo de realizarla quedaba perdido en un niebla inquietante, que no había modo de disipar. Entonces Pedro, como en otras ocasiones de su vida, quiso conocer la voluntad de Dios por la mediación de otra persona, y decidió: «Lo consultaré con mi tía, que es mujer de Dios. Y haré lo que ella indique».

Su tía, después de pensarlo y encomendarlo a Dios, le dijo: «El servicio de Dios te espera en las Indias». En ese tiempo se le apareció un anciano venerable que le dio el mismo consejo. Y Pedro, sin dudarlo más, embarcó en la primera ocasión. Ya en el barco, antes de partir, escribió con lágrimas a su madre, para despedirse: «Deme su bendición y su licencia, que le pido de rodillas sobre esta nave en que embarco para la provincia de Honduras». La nave partió el 18 de setiembre de 1649, teniendo Pedro 23 años.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.