Obispo fundador de pueblos cristianos

Fundador de pueblos cristianos

A los 77 años, en 1547, fue a España, donde consiguió ayudas para sus fundaciones, gestionó en favor de los indios, y procuró reclutar sacerdotes misioneros. Hasta entonces su diócesis se había apoyado fundamentalmente en los religiosos, sobre todo en los agustinos, sus colaboradores más próximos. Pero, como los otros obispos mexicanos de aquellos años, tuvo Quiroga con los religiosos pleitos interminables y sumamente enojosos (Ricard, Conquista III,1: 364-376). Quería, pues, Don Vasco disponer de un clero propio. Conoce también en Valladolid a Pedro Fabro, uno de los jesuitas más próximos a San Ignacio, hace los ejercicios espirituales y trata con insistencia de conseguir jesuitas para su diócesis; pero éstos no llegarán a Michoacán sino siete años después de su muerte.

En 1555 participa Quiroga en el primer Concilio de México, convocado por Montúfar, el sucesor de Zumárraga; Concilio de gran importancia, precedente inmediato a los grandes Concilios que en Lima presidieron Loayza y Santo Toribio de Mogrovejo.

En seguida, contando ya Don Vasco con los sacerdotes que van saliendo del Colegio de San Nicolás, con la colaboración de los religiosos, agustinos sobre todo, y con los sacerdotes por él traídos de España, da un impulso nuevo a la fundación de pueblos-hospitales y nuevas parroquias.

Según informan las Relaciones geográficas de Michoacán, hacia 1580, hubo un gran número de hospitales fundados por el obispo Quiroga. Al parecer, «el mayor número de fundaciones efectuadas personalmente por el obispo correspondió a la parte oriental de la Diócesis, mientras que en la occidental muchos de los hospitales debieron su existencia a los religiosos que atendían espiritualmente los pueblos. En el distrito de Ajuchitlán hubo sendos hospitales en cada una de sus cuatro cabeceras, y catorce en los aledaños, todos fundados por Quiroga. A él se le atribuyen también los de Chilchota, Taimeo y Necotlán»… Los hospitales se multiplicaron tanto «que el obispo Juan de Medina afirmaba en 1582 que apenas había en la Diócesis una villa con veinte o treinta casas que no se gloriara de poseer su propio hospital. El número total de los existentes en la Diócesis lo calculaba en superior a doscientos» (Warren 38).

Al obispo Quiroga sus feligreses le llaman con toda razón Tata Vasco (tata, en tarasco, papá, padrecito). A los 93 años todavía asiste a la colocación de los fundamentos de nuevas construcciones. Y «una vez que una iglesia y un hospital han sido construidos en un cierto lugar [esto era lo más costoso], no hay mayor problema en inducir a la población indígena a que venga y construya sus casas en los alrededores, y así formar bien ordenadas y pacíficas comunidades cristianas» (Callens 119). Con todo esto, una buena parte de la actual geografía urbana de Michoacán debe su existencia al impulso de Don Vasco.

El obispo Quiroga tenía un extraordinario sentido práctico para promover en los indios su bien espiritual y material. En Michoacán, el cultivo de los plátanos y de otras semillas, la importación de especies animales, así como el aprendizaje de variadas artes y oficios, tienen en Tata Vasco su origen, reconocido por el agradecimiento. A él se debe también que cada pueblo tuviera una o algunas especialidades artesanales, y que en los mercados unos y otros pueblos hicieran trueque justo de sus productos.

Como refiere Alfonso Trueba, «ordenó que sólo en un pueblo se ocupasen de cortar madera (Capula); que sólo en otro (Cocupao, hoy Quiroga) estas maderas se labrasen y pintasen de un modo original y primoroso; que otro (Teremendo) se ocupase únicamente en curtir pieles; que en diversos lugares (Patamban y Tzintzuntzan) sólamente hicieran utensilios de barro; que otro se dedicara al cobre (Santa Clara del Cobre); y finalmente que otro se especializara en los trabajos de herrería (San Felipe de los Herreros). De esta manera consiguió que los hijos tomasen el oficio de los padres y que éstos les comunicasen los secretos de su arte. El plan de don Vasco se ha observado casi hasta nuestros días, y es argumento de la veneración en que se tiene la memoria del fundador» (Don Vasco, IUS, México 1958,39). Si visitando hoy aquellos preciosos pueblos, advertimos en las tejas de las casas el brillo de un barniz especial, y preguntamos a los paisanos de quién procede aquella técnica y estilo, nos dirán: «Del Tata Vasco».

«Información en derecho», y en amor

Al poco tiempo de su llegada a México como oidor, Vasco de Quiroga redactó una Información en derecho, dirigida probablemente a algún alto funcionario del Consejo de Indias. Llegaban a España por entonces «muchos informes, a veces contradictorios, provocando multitud de cédulas reales, a veces contradictorias» (P. Castañeda 42). Pues bien, frente a las informaciones torcidas, que habían dado lugar a una cédula real (20-2-1534) en la que se permitía que los indios fueran «herrados y vendidos o comprados», y que era así «revocatoria de aquella [otra del 5-11-1529] santa y bendita», escribe Quiroga una información en derecho, es decir, verdadera (ed. P. Castañeda; +V. de Q. y Obispado de Michoacán 27-51; Xirau 143-154).

Es éste un documento en el que se refleja muy bien el amor de Vasco de Quiroga a los indios, un alto sentido de la justicia, de la pacificación y de la evangelización de las Indias, al mismo tiempo que un sano utopismo cristiano, por el que desea con toda esperanza para el Nuevo Mundo una renovación de la edad dorada y de la Iglesia primitiva de los apóstoles.

«Creo cierto que aquesta gente de toda esta tierra y Nuevo Mundo, que cuasi toda es de una calidad, muy mansa y humilde, tímida y obediente, naturalmente más convendría que se atrajesen y cazasen con cebo de buena doctrina y cristiana conversación, que no que se espantasen con temores de guerra y espantos de ella». Son los primeros años de la conquista en México, y los siniestros años de la primera Audiencia han dejado una horrible huella. «Esto digo porque al cabo por estas inadvertencias y malicias y inhumanidades, esto de esta tierra temo se ha de acabar todo, que no nos ha de quedar sino el cargo que no lleve descargo ni restitución ante Dios, si El no lo remedia, y la lástima de haberse asolado una tierra y nuevo mundo tal como éste. Y si la verdad se ha de decir, necesario es que así se diga, que… disimular lo malo y callar la verdad, yo no sé si es de prudentes y discretos, pero cierto sé que no es de mi condición, mientras a hablar me obligare mi cargo».

Todo se puede conseguir con los indios «yendo a ellos como vino Cristo a nosotros, haciéndoles bienes y no males, piedades y no crueldades, predicándoles, sanándoles y curando los enfermos, y en fin, las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristianas…, porque de ver esta bondad se admirasen, y admirándose creyesen, y creyendo se convirtiesen y edificasen, et glorificent Patrem nostrum qui in coelis est [Mt 5,16]». Es justamente lo que en Michoacán hizo don Vasco, en lugar de los crímenes de Guzmán.

«En esta edad dorada de este Nuevo Mundo»… Don Vasco de Quiroga, como muchos otros misioneros, como los franciscanos, concretamente, veía la acción de Cristo en las Indias con una altísima esperanza, pues confiaba que se realizara «en esta primitiva nueva y renaciente Iglesia de este Nuevo Mundo, una sombra y dibujo de aquella primitiva Iglesia del tiempo de los santos apóstoles, porque yo no veo en ello ni en su manera de ellos [los indios] cosa alguna que de su parte lo estorbe ni resista, si de nuestra parte no se impide, porque… aquestos naturales vémoslos todos naturalmente inclinados a todas estas cosas que son fundamento de nuestra fe y religión cristiana, que son humildad, paciencia y obediencia, y descuido y menosprecio de estas pompas, faustos de nuestro mundo y de otras pasiones del ánima, y tan despojados de todo ello, que parece que no les falta sino la fe, y saber las cosas de la instrucción cristiana para ser perfectos y verdaderos cristianos». En efecto, estos indios están «casi en todo en aquella buena simplicidad, obediencia y humildad y contentamiento de aquellos hombres de oro del siglo dorado de la primera edad, siendo como son por otra parte de tan ricos ingenios y pronta voluntad, y docilísimos y hechos de cera para cuanto de ellos se quiera hacer».

Por otra parte, el optimismo casi milenarista de Vasco de Quiroga no le lleva a sueños paganos de una Arcadia renacentista, ni incurre tampoco en esas ingenuidades rousseaunianas que tantos estragos han causado a la humanidad con sus esperanzas naturalistas. El piensa, en cristiano, que «aunque es verdad que sin la gracia y clemencia divina no se puede hacer, ni edificar edificio que algo valga, pero mucho y no poco aprovecha cuando éste cae y dora sobre buenos propios naturales que conforman con el edificio». Así pues, ya que tantas cosas buenas hay en los indios, «trabajemos mucho [para] conservarnos en ellas y convertirlo todo en mejor con la doctrina cristiana, restauradora de aquella santa inocencia que perdimos todos en Adán, quitándoles lo malo y guardándoles lo bueno».

Es ésta una convicción fundamental. Los cristianos han de obrar con los indios «convirtiéndoles todo lo bueno que tuviesen en mejor, y no quitándoles lo bueno que tengan suyo, que nosotros deberíamos tener como cristianos, que es mucha humildad y poca codicia; y [no] poniéndoles lo nuestro malo, en que hacemos más daño en esta nueva Iglesia con ejemplos malos que les damos, que por ventura hacían en la primitiva Iglesia los infieles con crueldades y martirios, porque aquéllos eran infieles, y no era maravilla, y nosotros somos cristianos».

En fin, «si todo esto es así según y como dicho es se entiende, pienso con la ayuda de Dios que no se hará poco en lo que toca el bien común de toda la república de este Nuevo Mundo… [y que cuanto se haga servirá] al servicio de Dios Nuestro Señor y al de su Majestad, y a la utilidad de conquistadores y pobladores, y al descargo de la conciencia de todos, y al sano entendimiento de un tan grande y tan intrincado negocio como éste, que no sé yo si otro de más importancia hay hoy en todo el mundo, aunque no dejo de conocer también que nada de esto ha de ser creído si no fuese primero experimentado y visto».

Al extractar la prosa de Vasco de Quiroga la hemos aliviado de sus interminables redundancias, propias del estilo preciso y pesado de los textos jurídicos. El mismo es consciente de su estilo desmañado, que hace de sus escritos una «ensalada mal guisada y sin sal». Sin embargo, en los textos de don Vasco surge en ocasiones el destello de expresiones felices, como no podría ser menos habiendo nacido aquéllos de una mente lúcida y de un corazón apasionado.

Reglas y ordenanzas de los pueblos-hospitales

El pensamiento concreto de Vasco de Quiroga sobre los pueblos de indios por él fundados se expresa en las Reglas y Ordenanzas para el gobierno de los hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, dispuestas por su fundador, el Rvmo. y venerable Sr. D. Vasco de Quiroga, Obispo de Michoacán (AV, V. de Q. y Obispado de Michoacán 153-171; +Xirau, Idea 125-137). En pocas páginas, da el obispo Quiroga normas de vida comunitaria al mismo tiempo altas y practicables, en las que se funden hábilmente ideales utópicos cristianos y costumbres indígenas y españolas. La sabiduría de estas disposiciones se ha visto probada por su larga vigencia histórica.

En cada pueblo hay indios que viven en el mismo caserío, y otros que habitan en el campo; pero la organización es semejante en unos y otros. Cada grupo familiar, «abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos», se sujetan a la autoridad patriarcal de «el más antiguo abuelo», y pueden llegar a ser «hasta ocho o diez o doce casados» que conviven en un gran edificio; pasando de ahí, habrán de construir otra casa y grupo familiar. Se forma así como un gran árbol, en el que la autoridad va de la raíz hacia las ramas, y así también, en dirección inversa, va la obediencia y el servicio, de modo que «se pueda excusar mucho de criados y criadas y otros servidores».

Bajo la alta dirección de un Rector, único español y eclesiástico del poblado, gobierna un Principal, que es elegido para tres o seis años por todos los padres de familia de «la República del Hospital», haciendo la elección muy en conciencia y «dicha y oída primero la misa del Espíritu Santo». Con éste Principal, «elijan tres o cuatro Regidores, y que éste se elijan cada año, de manera que ande la rueda por todos los casados hábiles». Si hay conflictos y quejas, «entre vosotros mismos, con el Rector y Regidores, lo averiguaréis llana y amigablemente, y todos digan verdad y nadie la niegue, porque no hay necesidad de ser ir a quejar al juez a otra parte, donde paguéis derechos, y después os echen a la cárcel. Y esto hagáis aunque cada uno sea perdidoso; que vale más así, con paz y concordia, perder, que ganar pleiteando y aborreciendo al prójimo, y procurando venderle y dañarle, pues habéis de ser en este Hospital todos hermanos en Jesucristo» (+1Cor 6,1-8).

Mientras los indios viven como miembros del pueblo, gozan del usufructo de las huertas y tierras, que son de propiedad comunal. Y toda «cosa que sea raíz, así del dicho Hospital como de los dichos huertos y familias, no pueda ser enajenada, sino que siempre se quede perpetuamente inajenable en el dicho Hospital y Colegio de Santa Fe, para la conservación, mantención y concierto de él y de su hospitalidad». Los trabajos han de ser realizados por todos, «con toda buena voluntad y ofreciéndoos a ello, pues tan fácil y moderado es y ha de ser».

En efecto, normalmente serán suficientes «las seis horas del trabajo en común», que debe repartirse entre todos. Y lo así ganado, «se reparta entre vosotros todos cómoda y honestamente, según que cada uno, según su calidad y necesidad, lo haya menester para sí y para su familia; de manera que ninguno padezca en el Hospital necesidad [+Hch 4,32-34]. Cumplido todo estos, y las otras cosas y costas del Hospital, lo que sobrare de ello se emplee en otras obras pías y remedio de necesitados», y así, acordándose de los indios pobres, vivan «en este Hospital y Colegio con toda quietud y sosiego, y sin mucho trabajo y muy moderado, y con mucho servicio de Dios Nuestro Señor».

Los muchachos cásense «de catorce años para arriba, y ellas de doce,… y si posible es, con la voluntad de los padres». Mientras que los oficios y artes serán particulares, «ha de ser este oficio de la agricultura común a todos», y los niños han de ejercitarse en él desde la escuela, de modo que «después de las horas de la doctrina, se ejerciten dos días de la semana, sacándolos su maestro al campo, en alguna tierra señalada para ello, y esto a manera de regocijo, juego y pasatiempo, una hora o dos cada día, que se menoscabe aquellos días de las horas de la doctrina, pues esto también es doctrina y moral de buenas costumbres». Busca ante todo Don Vasco una vida sencilla, sin pleitos ni gastos evitables, sin actividades ni trabajos innecesarios. Y así, por ejemplo, «los vestidos sean, como al presente los usáis, de algodón y lana, blancos, limpios y honestos, sin pinturas, sin otras labores costosas y demasiadamente curiosas. Y de éstos, dos pares de ellos, unos con que pareceréis en público en la plaza y en la iglesia, los días festivos; y otros no tales, para el día de trabajo; y en cada familia los sepáis hacer, como al presente lo hacéis, sin ser menester otra costa de sastres y oficiales; y si posible es, os conforméis todos en el vestir de una manera lo más que podáis, porque sea causa de más conformidad entre vosotros, y así cese la envidia y soberbia de querer andar vestidos y aventajados los unos más y mejor que los otros»…

En fin, «la fiesta de la Exaltación de la Cruz tengáis en gran y especial veneración, por lo que representa, y porque entonces, sin advertirse antes en ello, ni haberlo pensado, fue Nuestro Señor servido que se alzasen en cada uno de los Hospitales de Santa Fe, en diversos años, las primeras cruces altas que allí se alzaron, forte [por fortuna] no sin misterio, porque, como después de así alzadas se advirtió en ello, creció más el deseo de perseverar en la dicha obra y hospitalidad y limosna».

Muerte pacífica

Ya al final de su vida, Tata Vasco se había hecho familiar en todos los pueblos y casas, en parroquias y mercados, y en cualquier lugar estaba como en su casa: todos, indios y españoles, conocían y querían a aquel anciano obispo, a quien principalmente se debía la fisonomía del Michoacán renovado.

Un día de enero de 1565, llega un día Tata Vasco a la encantadora población de Uruapan, uno de los más bellos lugares de Michoacán -que ya es decir-. Él mismo había trazado el plano de sus calles y canalizaciones de agua, y había construido allí iglesia, hospital y escuela. A su iniciativa se debía también la especialización del pueblo en trabajos de esmaltes y lacas. A él acuden aquel día sus diocesanos para besarle la mano y pedirle su bendición.

Pero el buen viejito de 95 años, que ya lleva veintisiete años de obispo, se siente desfallecer. Lo llevan al Hospital del Santo Sepulcro, donde queda recluido, y allí, en una tarde de marzo, entrega su alma al Creador. Entre llantos y oraciones, llevan su cuerpo en cortejo fúnebre a la Catedral de Páztcuaro, donde yace este gran renovador cristiano del mundo presente, a la espera de Cristo, el Señor, que cuando venga establecerá «un cielo nuevo y una nueva tierra» (Ap 21,1; +2Pe 3,13).

Hacemos nuestras, para terminar, las palabras del mexicano Nemesio Rodríguez Lois sobre Don Vasco de Quiroga: «Es él una figura excepcional, única, cuya vida hay que leer de rodillas y con el sombrero en la mano» (Forjadores 55).

Éste fue el primer obispo de Michoacán.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.