Perfil del Arzobispo Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)

Hablaremos de este gran obispo franciscano ateniéndonos al artículo del jesuita Constantino Bayle, El IV centenario de Don Fray Juan de Zumárraga , a los datos que hallamos en los estudios de Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga, y sobre todo, a la preciosa biografía de Alfonso Trueba, Zumárraga.

En 1527, estando Carlos I en Valladolid, capital entonces del reino, con ocasión de las Cortes generales, dejando a un lado los asuntos políticos, se retiró al próximo convento franciscano de Abrojo para pasar allí la Semana Santa. Pronto se fijó en el talante espiritual y firme del padre guardián del convento, fray Juan de Zumárraga, un vizcaíno de 60 años, alto y enjuto, nacido en Durango en 1475. Al despedirse, el Emperador quiso hacerle una importante limosna, pero él la rehusó, y cuando fue obligado a recibirla, la entregó a los pobres.

Vuelto Carlos I a sus negocios políticos, ha de enfrentar los graves problemas de la Nueva España. Es entonces cuando se equivoca gravemente al elegir los hombres que iban a formar la primera Audiencia, y cuando en cambio acierta por completo al presentar a la Santa Sede el nombre del padre Zumárraga para obispo de la ciudad de México. Fray Juan se resiste al nombramiento cuanto puede, y sólo lo acepta por obediencia. Carlos I, además, recordando en su conciencia el Testamento de su abuela la reina Isabel, nombra también al padre Zumárraga Protector de los indios:

«Por la presente vos cometemos y encargamos y mandamos que tengáis mucho cuidado de mirar y visitar los dichos indios y hacer que sean bien tratados e industriados y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica por las personas que los tienen o tuvieren a cargo y veáis las leyes y ordenanzas e instrucciones y provisiones que se han hecho o hicieren cerca del buen tratamiento y conversión de los dichos indios, las cuales haréis guardar y cumplir como en ellas se contiene, con mucha diligencia y cuidado» (Cédula real 10-1-1528).

Graves conflictos en México

Acompañado de los oficiales reales de la primera Audiencia, viaja fray Juan de Zumárraga a México, donde llega a fines de 1528. Trece días después, mueren los oidores honrados, Parada y Maldonado, y quedan los indignos, Matienzo y Delgadillo. Estos, sin esperar en el puerto a su presidente, Nuño de Guzmán, se dirigen a la capital. Al mismo tiempo, Zumárraga se aloja en San Francisco de México. Allí se reúne con los indios principales, y por medio de fray Pedro de Gante, les promete defensa y protección, al mismo tiempo que les ruega se abstengan de hacerle ningún regalo o donativo.

Zumárraga, al llegar a México como obispo-electo, se resistió al principio a tomar la jurisdicción eclesiástica, pero la asumió por la insistencia de franciscanos y dominicos. Hasta entonces, en España, había llevado una vida más bien retirada, y en esos años apenas es mencionado en las Crónicas de la Orden. Ahora, cuando presenta los documentos que le autorizan como obispo-electo y Protector de los indios, y ve que Presidente y oidores, en pie y descubiertos, los besan y colocan solemnemente sobre sus cabezas, cree ingenuamente que tiene autoridad reconocida para intervenir en lo que sea preciso. Pero quizá no se imagina los choques violentísimos que le esperan con las autoridades civiles…

Carta del obispo Zumárraga al Emperador (1529)

De los sucesos inmediatos tenemos detallada y fiel información por la carta que en 1539 Zumárraga dirigió a Carlos I. En cuanto se supo que el obispo estaba pronto para deshacer injusticias y defender a los indios de «delitos tan endiablados como abominables», acudieron a él de todas partes, con grave alarma de la Audiencia, que prohibió al punto, tanto a españoles como a indios, estas visitas bajo pena de horca. Zumárraga denunció este nuevo atropello desde el púlpito, y los oidores le enviaren un escrito «desvergonzado e infame», mandándole callar y limitarse a los servicios estrictamente religiosos.

Un atropello más de la Audiencia fue gravar con nuevos impuestos a los indios de Huejotzingo, repartimiento de Cortés. Cuando éstos acudieron a Zumárraga, amenazados de muerte por hacerlo, hubieron de acogerse a sagrado, refugiándose en el convento franciscano. Decidieron los frailes, reunidos en el convento de Huejotzingo, que uno de ellos, concretamente fray Antonio Ortiz, predicador tan elocuente como valiente, denunciara en el púlpito de la iglesia de México aquel libelo infame. Y así lo estaba haciendo ante los mismo oidores, cuando Delgadillo le mandó callar a gritos, «y así el alguacil y otros de la parcialidad del factor, diciendo injurias y desmintiéndole, tomaron al fraile predicador de los brazos y hábitos, y derrocáronle del púlpito abajo, y fue cosa de muy grande escándalo y alboroto».

La Audiencia, bajo la presidencia del infame Nuño de Guzmán, seguía haciendo de las suyas. Y como censuraba o impedía toda la correspondencia de los que eran leales a Cortés, no veía Zumárraga modo de enviar cartas de denuncia al Emperador. Entonces, «un marinero vizcaíno se ofreció al santo obispo en secreto de llevarlas y darlas en su mano al Emperador. Y así lo cumplió que las llevó dentro de una boya muy bien breada y echada a la mar, hasta que la pudo sacar a su salvo» (Mendieta V, 27).

En la carta de 1529, que refleja el ánimo valiente de Zumárraga, pide al rey que quite el mando a Nuño, de cuyas fechorías le informa, y retire también a Matienzo y Delgadillo. Ruega que se les sujete a juicio de residencia, que se tomen medidas eficaces para la defensa de los indios, que se acabe con toda forma de «infernal saca» de esclavos, que se prohiba severamente a los españoles «tomaren a algún indio su mujer, hija o hermana o hacienda o mantenimiento o otra cosa alguna, o le llamare perro, o le diere de palos o cuchilladas o bofetadas, o le matare; porque acá tienen por cotidiano agraviar estos pobres indios haciéndoles robos y fuerzas, que les parece que no es delito». Acusa también al factor Salazar, y pide, en fin, para todo remedios eficaces y urgentes, «porque todo va dando tumbos al abismo».

Más escándalos y abusos

Cristóbal de Angulo, clérigo, y Francisco García de Llerena, criado de Cortés, por defender a éste en el juicio de residencia, hubieron de refugiarse luego en los franciscanos de México. En marzo de 1530, los oidores mandaron allanar el asilo, secuestraron a los dos, los encadenaron y atormentaron. Y cuando Zumárraga, acompañado del dominico Garcés, obispo de Puebla, «con algunos de sus clérigos y con una cruz cubierta de luto fue a la cárcel» a reclamarlos, hubo allí tremendas violencias físicas y verbales, que Mendieta refiere. «Al mismo obispo le tiraron un bote de lanza, que le pasó por debajo del sobaco» (V,27).

Zumárraga, entonces, puso en entredicho a los oidores, que no hicieron caso, ahorcaron a Angulo y cortaron un pie a Llerena. Con esto, se suspendieron los cultos, quedando la ciudad entera sujeta a la pena eclesiástica de entredicho.

La segunda Audiencia (1531)

Así fueron las cosas, del atropello al escándalo, hasta que en 1530 el Consejo de Indias estableció una segunda Audiencia compuesta por hombres excelentes: Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga, todos ellos presididos por don Antonio de Mendoza, que de momento, mientras llegaba, fue sustituido por el obispo de Santo Domingo Ramírez de Fuenleal.

De Mendoza escribe Vasconcelos: «Del hombre extraordinario que supo llevar adelante la obra de la conquista se puede decir como el más cumplido elogio, que era digno sucesor de las empresas y aun de los sueños de Don Hernando [Cortés]. La gran figura del Primer Virrey Don Antonio de Mendoza llena una época» (Breve historia de México 167).

Antes que los nuevos oidores, llegó Cortés de nuevo a México, en julio de 1530. Medio año después, en enero de 1531, llegaba a Nueva España la nueva Audiencia Real. Los oidores, siguiendo las instrucciones recibidas, se alojaron en las Casas de Cortés. En seguida abrieron proceso a Nuño de Guzmán, Matienzo y Delgadillo. Y fueron tantos los acusadores indios o españoles y tan graves los cargos que se presentaron contra ellos, cuenta Bernal Díaz del Castillo, «que estaban espantados el presidente y oidores que les tomaban residencia» (Historia 147). A Matienzo y Delgadillo los mandaron luego presos a España. Guzmán, ausente, no quiso presentarse en juicio ni entregar el mando de sus tropas, sino que se internó más adentro en Nueva Galicia.

Parece cierto que sin la enérgica rectificación obrada por la segunda Audiencia en estos años decisivos, toda la aventura de la Nueva España hubiera acabado en desastre irremediable, tanto en lo temporal como en lo espiritual. Motolinía asegura que si aquellos canallas de la primera Audiencia, que son «escoria y heces del mundo… no se tragaron ni acabaron los indios», fue gracias al «primer obispo de México don fray Juan de Zumárraga», y a los nobles hombres de la segunda Audiencia. Y por eso «bien son dignos de perpetua memoria los que tan buen remedio pusieron a esta tierra», pues desde que llegaron «les va a los indios de bien en mejor» (III,3, 320-321).

Humilde fraile y obispo enérgico

La tarea eclesial urgente en México era entonces realmente abrumadora. Zumárraga y Cortés se echaron a la calle, pidiendo por las casas limosnas para hacer la catedral. Todo estaba en la diócesis por hacer y por organizar. Y aquel obispo, que más parecía fraile que obispo, se entregó a la tarea como mejor supo y pudo. En el precioso retrato que fray Gerónimo de Mendieta nos dejó de Zumárraga, se ve a éste como un hombre sumamente humilde y observante, abnegado y pobre, incansablemente entregado a sus tareas espiscopales (V,28):

Fuera de la dignidad de las celebraciones litúrgicas, «tratábase como fraile menor», y solía ir solo por la calle, como un fraile más. Confirmaba «con tan grande espíritu y lágrimas, que movía a devoción a los que presentes se hallaban, y cuando lo ejercitaba no se acordaba de comer, ni jamás se cansaba, y no había otro remedio para acabar más de quitarle la mitra de la cabeza y ausentarse los padrinos, porque si esto no hacían, estuviera hasta las noches confirmando». Cuando se trasladaba para confirmar en un lugar, «iba casi solo con muy poca gente, por no dar vejación a los indios». «Era tan fraile de Santo Domingo y de S. Agustín en la afición, familiaridad y benevolencia, como de S. Francisco». «Su librería, que era mucha y buena, repartió, dejando parte de ella a la iglesia mayor y parte a los conventos de las tres órdenes». «Ayunaba los ayunos de la regla del padre S. Francisco como cuando estaba sujeto a la orden». «Los viernes iba al monasterio de S. Francisco y decía su culpa en el capítulo de los frailes, y recibía con extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí presidía». Los adornos de su persona o casa episcopal le daban grima: «Dícenme que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo»…

El obispo Zumárraga, aunque siempre recibió la función episcopal como una cruz pesada y no buscada, ejerció el ministerio pastoral con gran dedicación y energía. Y él, que aprendió de niño el vasco y el castellano en el convento, mostró hablar el romance con particular soltura y claridad a la hora de fustigar vicios o defender su función pastoral. Y la misma firmeza que mostró frente a los abusos de las autoridades civiles la demostró también ante los excesos de algunos sacerdotes indignos que llegaban a Nueva España con imprudente licencia del Consejo de Indias, o incluso ante el siniestro proselitismo idolátrico de algún jefe indio.

Sus palabras o acciones más duras iban siempre contra los que hacían mal o escandalizaban a los indios. De unos clérigos infames dice que más que buscar ídolos entre los indios, «se andaban ambos a dos de noche por ídolas». De otro sacerdote: «Me tiene espantado y atónito, sabiendo él lo que sabemos de sus iniquidades y maldades infernales, y ser tan públicas que aun el aire parece tienen inficionado… No se podrá acabar conmigo que un miembro del Anticristo como éste [ande] suelto entre mis ovejas simples… Por tan meritorio tengo perseguir a éste como a los herejes. Y de mi voto hasta degradarle y relajarle no pararía, y que los indios lo viesen ahorcado me consolaría harto… Para que vean esos señores [del Consejo de Indias] a quién dieron licencia para volver a las Indias». Y de otro: «Yo lo quemaría si me fuese lícito… A lo menos yo no permitiré tal lobo entre mis ovejas, aunque el Papa lo mande y supiese ir a sus pies» (+Bayle 232-233).

Y hasta con los indios, llegado el caso, mostraba Zumárraga su dureza en la defensa de la fe. Se dio concretamente el caso de que uno de los señores de Texcoco, Don Carlos, había hecho proselitismo idolátrico, y Zumárraga hubo de actuar como inquisidor, hallándole culpable. «Para más seguridad, llevó la causa al Virrey y Oidores», y todos juzgaron lo mismo. Don Carlos, llegado el momento de su ejecución, «dijo que él recibía de buena voluntad, en penitencia de sus pecados, la sentencia, y pidió licencia para hablar a sus naturales que se quitasen de sus idolatrías». Pasado un tiempo, llegaron a Zumárraga desaprobatorias Cédulas reales, que mandaban entregar los bienes confiscados a los herederos de Don Carlos: «Nos ha parecido cosa muy rigurosa tratar de tal manera a persona nuevamente convertida a nuestra santa fe, y que por ventura no estaba instruido en las cosas de ella como era menester»… Los males y peligros de las Indias se veían de un modo sobre el terreno, y de otro desde España. Y es cosa notable que en América, ante la idolatría y apostasía de los neófitos, «los obispos, pedían el rigor de la Inquisición», ellos que eran los que mejor conocían y amaban a los indios; «y en la Corte, el Rey y el Consejo de Indias lo negaron». Por eso «los indios quedaron exentos del tribunal de la Inquisición» (+Bayle 260-261). Y es que en ocasiones a distancia se ve mejor.

La energía del obispo Zumárraga, en los años terribles, le llevó a decir a veces verdaderas barbaridades contra aquellos gobernantes infames, y muchas denuncias de éstos llegaron a España. Por eso la segunda Audiencia le trajo una real Cédula, en la que se le mandaba, siendo todavía obispo electo, acudir a España para defenderse de las acusaciones. Pero, una vez que los oidores le conocieron en México, ellos mismos escribieron cartas a su favor: «tenémoslo por muy buena persona», «le tengo por muy buen hombre» (24-241).

En España fue vindicado su nombre plenamente, y en 1533 recibió la consagración episcopal en Valladolid. Durante un año entonces «anduvo por España pobre y penitentemente», gestionando asuntos en favor de México, especialmente en todo lo referido a la defensa de los indios. Escribió en ese tiempo una Pastoral o exhortación a los religiosos de las Ordenes mendicantes para que pasen a la Nueva España y ayuden a la conversión de los indios. Y regresó en octubre de 1534, trayendo tres navíos con muchos artesanos, de diversos oficios, con sus mujeres, hijos y herramientas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.