Las Apariciones de Guadalupe: un signo de paz

Apenas podemos imaginarnos el terror que paralizó el corazón de los aguerridos mexicanos con motivo de la presencia de los españoles. Se sabe que desde el primer momento, llenos de siniestros presagios, intuyeron que iba a derrumbarse completamente el mundo en que vivían, y que iba a formarse un mundo nuevo, completamente desconocido. Según vimos, indios eruditos y veraces informaron a Sahagún de este terror difuso que fue apoderándose de todos, comenzando por el tlatoani Moctezuma, que «concibió en sí un sentimiento de que venían grandes males sobre él y sobre su reino». Al saber que los españoles se acercaban y preguntaban mucho por él, «angustiábase en gran manera, pensó de huir o de esconderse para que no le viesen los españoles ni lo hallasen»…

Pero el avance de los españoles hacia la meseta del Anahuac prosigue incontenible, como si se vieran asistidos por una fuerza fatal y sobrehumana. «Todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos, hacían corrillos, y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido; las madres llorando tomaban en brazos a sus hijos y trayéndoles la mano sobre la cabeza decían: ¡Oh hijo mío! ¡en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!» (XII,9).

Ya están presentes los españoles. Estos hombres barbudos, vestidos de hierro, lanzan rayos mortíferos desde lo alto de misteriosas bestias, acompañados de perros terribles, y son capaces, siendo cien, de dominar a cien mil: son teules, hombres divinos y omnipotentes. Cortés y unos pocos, inexorablemente, se hacen dueños del poder; cesa bruscamente el fortísimo poder azteca, que había dominado sobre tantos pueblos; los ídolos caen, los cúes son derruídos, y los sacerdotes paganos, antes tan numerosos y temidos, se esconden y desaparecen, ya no son nada; cunde un pánico colectivo, lleno de perplejidad y de malos presagios. ¿Qué es esto? ¿Qué significa? ¿Que nos espera?…

Moctezuma, hundido en el silencio, sólo alcanza en ocasiones a balbucear: «¿Qué remedio, mis fuertes?… ¿Acaso hay algún monte donde subamos?… Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que aún no razonan. ¿En dónde podrán ser puestos a salvo? Pero… no hay remedio… ¿Qué hacer?… ¿Nada resta? ¿Cómo hacer y en dónde?… Ya se nos dio el merecido… Como quiera que sea, y lo que quiera que sea… ya tendremos que verlo con asombro» (XII,13). Y «decía el pueblo bajo: ¡Sea lo que fuere!… ¡Mal haya!… ¡Ya vamos a morir, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos nuestra muerte!» (XII,14).

El trabajo, en seguida, organiza a los indios y les distrae un tanto de sus terrores. En efecto, muy pronto están todos manos a la obra, arando y sembrando con sistemas nuevos de una sorprendente eficacia, forman inmensos rebaños de ganado, construyen caminos y puentes, casas e iglesias, almacenes y plazas. A esto se une también el efecto tranquilizador de los frailes misioneros, pobres y humildes, afables y solícitos. Pero el miedo no acaba de disiparse…

Es entonces, «diez años después de tomada la ciudad de México» con sangre, fuego y destrucción, cuando Dios dispone que un pobre macehual pueda contemplar una epifanía luminosa y florida de la Virgen Madre, que no trae, como en Lourdes o Fátima, un mensaje de penitencia, sino que en Guadalupe sólo viene a expresar la ternura de su amor maternal: «Yo soy para vosotros Madre, y como os llevo en mi regazo, no tenéis nada que temer. Hacedme un templo, donde yo pueda día a día manifestaros mi amor». Eso es Guadalupe: un bellísimo arco iris de paz después de una terrible tormenta.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.