Sobre el derecho de infligir penas a los culpables

402 Para tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos.827 El Estado tiene la doble tarea de reprimir los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia civil, y remediar, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por la acción delictiva. En el Estado de Derecho, el poder de infligir penas queda justamente confiado a la Magistratura: « Las Constituciones de los Estados modernos, al definir las relaciones que deben existir entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, garantizan a este último la independencia necesaria en el ámbito de la ley ».828

403 La pena no sirve únicamente para defender el orden público y garantizar la seguridad de las personas; ésta se convierte, además, en instrumento de corrección del culpable, una corrección que asume también el valor moral de expiación cuando el culpable acepta voluntariamente su pena.829 La finalidad a la que tiende es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal.

En este campo, es importante la actividad que los capellanes de las cárceles están llamados a desempeñar, no sólo desde el punto de vista específicamente religioso, sino también en defensa de la dignidad de las personas detenidas. Lamentablemente, las condiciones en que éstas cumplen su pena no favorecen siempre el respeto de su dignidad. Con frecuencia las prisiones se convierten incluso en escenario de nuevos crímenes. El ambiente de los Institutos Penitenciarios ofrece, sin embargo, un terreno privilegiado para dar testimonio, una vez más, de la solicitud cristiana en el campo social: « Estaba… en la cárcel y vinisteis a verme » (Mt 25,35-36).

404 La actividad de los entes encargados de la averiguación de la responsabilidad penal, que es siempre de carácter personal, ha de tender a la rigurosa búsqueda de la verdad y se ha de ejercer con respeto pleno de la dignidad y de los derechos de la persona humana: se trata de garantizar los derechos tanto del culpable como del inocente. Se debe tener siempre presente el principio jurídico general en base al cual no se puede aplicar una pena si antes no se ha probado el delito.

En la realización de las averiguaciones se debe observar escrupulosamente la regla que prohíbe la práctica de la tortura, aun en el caso de los crímenes más graves: « El discípulo de Cristo rechaza todo recurso a tales medios, que nada es capaz de justificar y que envilecen la dignidad del hombre, tanto en quien es la víctima como en quien es su verdugo ».830 Los instrumentos jurídicos internacionales que velan por los derechos del hombre indican justamente la prohibición de la tortura como un principio que no puede ser derogado en ninguna circunstancia.

Queda excluido además « el recurso a una detención motivada sólo por el intento de obtener noticias significativas para el proceso ».831 También, se ha de asegurar « la rapidez de los procesos: una duración excesiva de los mismos resulta intolerable para los ciudadanos y termina por convertirse en una verdadera injusticia ».832

Los magistrados están obligados a la necesaria reserva en el desarrollo de sus investigaciones para no violar el derecho a la intimidad de los indagados y para no debilitar el principio de la presunción de inocencia. Puesto que también un juez puede equivocarse, es oportuno que la legislación establezca una justa indemnización para las víctimas de los errores judiciales.

405 La Iglesia ve como un signo de esperanza « la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse ».833 Aun cuando la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluya —supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable— la pena de muerte « si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas »,834 los métodos incruentos de represión y castigo son preferibles, ya que « corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana ».835 El número creciente de países que adoptan disposiciones para abolir la pena de muerte o para suspender su aplicación es también una prueba de que los casos en los cuales es absolutamente necesario eliminar al reo « son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes ».836La creciente aversión de la opinión pública a la pena de muerte y las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación, constituyen manifestaciones visibles de una mayor sensibilidad moral.

NOTAS para esta sección

827Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.

828Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Nacional Italiana de Magistrados (31 de marzo de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.

829Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.

830Juan Pablo II, Discurso al Comité Internacional de la Cruz Roja, Ginebra (15 de junio de 1982), 5: L’Osservatore Romano, edición española, 27 de junio de 1982, p. 15.

831Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Italiana de Magistrados (31 de marzo de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.

832Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Italiana de Magistrados (31 de marzo de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.

833Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 27: AAS 87 (1995) 432.

834Catecismo de la Iglesia Católica, 2267.

835Catecismo de la Iglesia Católica, 2267.


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