Acercarse al pensamiento de Platón, 1 de 6: ¿Por qué filosofar?

[Curso especial ofrecido en el Convento de Santo Domingo de Bogotá, en Junio de 2015.]

Tema 1 de 6: ¿Por qué filosofar?

* ¿Por qué filosofar? La filosofía en cuanto cuestionamiento obstinado sobre el por qué y el sentido de las cosas es inevitable ya que es connatural al ser humano. Por eso, cuanto menos filosofemos, más útiles somos a los intereses de los poderes que ya saben que hacer con nosotros porque el espacio de pensamiento siempre es un espacio de libertad y cuando se quiere dominar a la gente, una consigna es que no piense.

* Es importante distinguir entre la ciencia y la filosofía. La ciencia se ocupa de constatar el “ser”, no es parte de su oficio el “deber ser”. La sola acumulación de datos científicos no da por sí misma sabiduría.

* Hay un modo de ver la inteligencia, muy en boga hoy en día, que propone que la inteligencia humana es homogénea con la inteligencia animal; grave error que deja perder lo propio de la inteligencia humana.

* Por contraste, un filósofo como Xavier Zubiri distingue dos formalidades: formalidad estimúlica, centrada en estímulos (en el “para mí”), propia del comportamiento animal y la formalidad de realidad, propia del comportamiento humano, que se centra en las preguntas; facultad que permite interesarse por el “en sí” de las cosas, y que así se preocupa por el “ser” y la “verdad.”

Consignas que recibieron los primeros franciscanos evangelizadores de México

Reunidos los Doce, el P. General quiso verles y hablarles a todos ellos, y darles una Instrucción escrita para que por ella fielmente se rigiesen. Este documento, que como dice Trueba (Doce 23) es la Carta Magna de la civilización mexicana, merece ser transcrito aquí, aunque sea en forma extractada:

«Porque en esta tierra de la Nueva España, siendo por el demonio y carne vendimiada, Cristo no goza de las almas que con su sangre compró, me pareció que pues a Cristo allí no le faltaban injurias, no era razón que a mí me faltase sentimiento de ellas. Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa obediencia que aceptéis este trabajoso peregrinaje».

Les recuerda, en primer lugar, que los santos Apóstoles anduvieron «por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y los profetas».

Les pide que, en situación tan nueva y difícil, no se compliquen con nimiedades: «Vuestro cuidado no ha de ser aguardar ceremonias ni ordenaciones, sino en la guarda del Evangelio y Regla que prometisteis… Pues vais a plantar el Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y conversación no se aparten de él» (Mendieta III,9).

Los Doce estuvieron el mes de octubre de 1523 reunidos con el General de la orden, en el convento de Santa María de los Angeles. El día 30 les dió éste la patente y obediencia con que habían de partir. Y allí les abre otra vez su corazón: «Entre los continuos trabajos que ocupan mi entendimiento, principalmente me solicita y acongoja de cómo por medio vuestro, carísimos hermanos, procure yo librar de la cabeza del dragón infernal las almas redimidas por la preciosísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y hacerlas que militen debajo de la bandera de la Cruz, y que abajen y metan el cuello bajo el dulce yugo de Cristo».

Los frailes han de ir «a la viña, no alquilados por algún precio, como otros, sino como verdaderos hijos de tan gran Padre, buscando no vuestras propias cosas, sino las que son de Jesucristo [+Flp 2,21], el cual deseó ser hecho el último y el menor de los hombres, y quiso que vosotros sus verdaderos hijos fuéseis últimos, acoceando la gloria del mundo, abatidos por vileza, poseyendo la muy alta pobreza, y siendo tales que el mundo os tuviese en escarnio y vuestra vida juzgasen por locura, y vuestro fin sin honra: para que así, hechos locos al mundo convirtiéseis a ese mismo mundo con la locura de la predicación. Y no os turbéis porque no sois alquilados por precio, sino enviados más bien sin promesa de soldada» (ib.).

Y así fue, efectivamente, en pobreza y humildad, en Cruz y alegría, en amor desinteresado y pleno, hasta la pérdida de la propia vida, como los Doce fueron a México a predicar a Cristo, y formaron allí «la custodia del Santo Evangelio».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.