El hombre, la pobreza y la riqueza

323 En el Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los bienes económicos y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes materiales considerados necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia —pero no la riqueza o el lujo— es vista como una bendición de Dios. En la literatura sapiencial, la pobreza se describe como una consecuencia negativa del ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Pr 10,4), pero también como un hecho natural (cf. Pr 22,2). Por otro lado, los bienes económicos y la riqueza no son condenados en sí mismos, sino por su mal uso. La tradición profética estigmatiza las estafas, la usura, la explotación, las injusticias evidentes, especialmente con respecto a los más pobres (cf. Is 58,3-11; Jr 7,4-7; Os 4,1-2; Am 2,6-7; Mi 2,1-2). Esta tradición, si bien considera un mal la pobreza de los oprimidos, de los débiles, de los indigentes, ve también en ella un símbolo de la situación del hombre delante de Dios; de Él proviene todo bien como un don que hay que administrar y compartir.

324 Quien reconoce su pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es objeto de una atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el Señor responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las promesas divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su pueblo. La intervención salvífica de Dios se actuará mediante un nuevo David (cf. Ez 34,22-31), el cual, como y más que el rey David, será defensor de los pobres y promotor de la justicia; Él establecerá una nueva alianza y escribirá una nueva ley en el corazón de los creyentes (cf. Jr 31,31-34).

La pobreza, cuando es aceptada o buscada con espíritu religioso, predispone al reconocimiento y a la aceptación del orden creatural; en esta perspectiva, el « rico » es aquel que pone su confianza en las cosas que posee más que en Dios, el hombre que se hace fuerte mediante las obras de sus manos y que confía sólo en esta fuerza. La pobreza se eleva a valor moral cuando se manifiesta como humilde disposición y apertura a Dios, confianza en Él. Estas actitudes hacen al hombre capaz de reconocer lo relativo de los bienes económicos y de tratarlos como dones divinos que hay que administrar y compartir, porque la propiedad originaria de todos los bienes pertenece a Dios.

325 Jesús asume toda la tradición del Antiguo Testamento, también sobre los bienes económicos, sobre la riqueza y la pobreza, confiriéndole una definitiva claridad y plenitud (cf. Mt 6,24 y 13,22; Lc 6,20-24 y 12,15-21; Rm 14,6-8 y 1 Tm 4,4). Él, infundiendo su Espíritu y cambiando los corazones, instaura el « Reino de Dios », que hace posible una nueva convivencia en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad y en el compartir. El Reino inaugurado por Cristo perfecciona la bondad originaria de la creación y de la actividad humana, herida por el pecado. Liberado del mal y reincorporado en la comunión con Dios, todo hombre puede continuar la obra de Jesús con la ayuda de su Espíritu: hacer justicia a los pobres, liberar a los oprimidos, consolar a los afligidos, buscar activamente un nuevo orden social, en el que se ofrezcan soluciones adecuadas a la pobreza material y se contrarresten más eficazmente las fuerzas que obstaculizan los intentos de los más débiles para liberarse de una condición de miseria y de esclavitud. Cuando esto sucede, el Reino de Dios se hace ya presente sobre esta tierra, aun no perteneciendo a ella. En él encontrarán finalmente cumplimiento las promesas de los Profetas.

326 A la luz de la Revelación, la actividad económica ha de considerarse y ejercerse como una respuesta agradecida a la vocación que Dios reserva a cada hombre. Éste ha sido colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, usándolo según unos limites bien precisos (cf. Gn 2,16-17), con el compromiso de perfeccionarlo (cf. Gn 1,26-30; 2,15-16; Sb 9,2-3). Al hacerse testigo de la grandeza y de la bondad del Creador, el hombre camina hacia la plenitud de la libertad a la que Dios lo llama. Una buena administración de los dones recibidos, incluidos los dones materiales, es una obra de justicia hacia sí mismo y hacia los demás hombres: lo que se recibe ha de ser bien usado, conservado, multiplicado, como enseña la parábola de los talentos (cf. Mt 25,14-31; Lc 19,12-27).

La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en lugares de salvación y de santificación. También en estos ámbitos es posible expresar un amor y una solidaridad más que humanos y contribuir al crecimiento de una humanidad nueva, que prefigure el mundo de los últimos tiempos.683 Jesús sintetiza toda la Revelación pidiendo al creyente enriquecerse delante de Dios (cf. Lc 12,21): y la economía es útil a este fin, cuando no traiciona su función de instrumento para el crecimiento integral del hombre y de las sociedades, de la calidad humana de la vida.

327 La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto de un humanismo integral y solidario. Para ello resulta muy útil la contribución de la reflexión teológica ofrecida por el Magisterio social: « La fe en Cristo redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la carta de san Pablo a los Colosenses leemos que Cristo es “el primogénito de toda la creación” y que “todo fue creado por él y para él” (1,15-16). En efecto, “todo tiene en él su consistencia” porque “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas la cosas” (ibíd., 1,20). En este plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo, “Imagen” perfecta del Padre, y culmina en él, “Primogénito de entre los muertos” (ibíd., 1,15.18), se inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que “reside en el Señor” y que él comunica “a su cuerpo, la Iglesia” (ibíd., 1,18; cf. Ef 1,22-23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la “reconciliación” obrada por Cristo (cf. Col 1,20) ».684

NOTAS para esta sección

683Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 25-27: AAS 73 (1981) 638-647.

684Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 31: AAS 80 (1988) 554-555.


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