ESCUCHA, Meditación sobre el Salmo 103

Escuela de Vida Interior, Tema 37: Meditación sobre el Salmo 103

* Texto utilizado:

Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.

El perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
el rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura;
el sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila
se renueva tu juventud.

El Señor hace justicia
y defiende a todos los oprimidos;
enseñó sus caminos a Moisés
y sus hazañas a los hijos de Israel.

El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen
nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre
siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.

Los días del hombre
duran lo que la hierba,
florecen como flor del campo,
que el viento la roza, y ya no existe,
su terreno no volverá a verla.

Pero la misericordia del Señor
dura siempre,
su justicia pasa de hijos a nietos:
para los que guardan la alianza
y recitan y cumplen sus mandatos.

El Señor puso en el cielo su trono,
su soberanía gobierna el universo.
bendecid al Señor, ángeles suyos,
poderosos ejecutores de sus órdenes,
prontos a la voz de su palabra.

Bendecid al Señor, ejércitos suyos,
servidores que cumplís sus deseos.
Bendecid al Señor, todas sus obras,
en todo lugar de su imperio.

¡Bendice, alma mía, al Señor!

* El mensaje de la misericordia ha caracterizado desde su comienzo al pontificado del Papa Francisco, que además ha querido un año jubilar, a iniciarse el 8 de diciembre de 2015, bajo el título de Misericordiae vultus, en conmemoración de los 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II. No sólo con su enseñanza sino sobre todo con sus gestos, el Papa ha destacado el lugar central de la misericordia en la vida cristiana y en el hoy de las necesidades de la Iglesia y del mundo.

* La misericordia nos habla de poner o llevar a nuestro corazón las necesidades de nuestros hermanos, sobre todo las de aquellos que se ven incapaces de superar sus obstáculos. A la vez, la misericordia nos recuerda nuestra condición de radical indigencia, como camino que finalmente nos lleva a descubrir a un Dios que, sin necesitarnos hace suyas nuestras necesidades.

* La misericordia atraviesa toda la Sagrada Escritura. hay que librarse de la idea falsa que pretende poner toda la dureza de Dios en el Antiguo testamento para luego afirmar que en el Nuevo Testamento ha llegado por fin su ternura. En efecto:

(1) Como muestra el salmo 103, hay múltiples y muy hermosas expresiones del amor compasivo de Dios en el Antiguo testamento, así como de su ternura incomparable. Véase particularmente Isaías 49,15: “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré.”

(2) Mucho de lo que consideramos como “violencia” en el Antiguo Testamento es sencillamente expresión del celo de Dios por su pueblo, o de la indignación que causa la injusticia–y que es normal que cause.

(3) Otra parte de esa violencia tiene que ver con la extrema rudeza de aquellos tiempos y lugares. Sin un sistema de justicia más allá de la venganza personal, familiar o del clan, es de temer que las acciones de todos los implicados sean extremadamente agresivas.

(4) En el Evangelio, y específicamente en la enseñanza de Cristo no faltan severísimas advertencias sobre lo que implica rechazar su mensaje. En concreto, nadie en la Biblia habla tanto del infierno como Jesucristo. Y esto lo debemos ver como una expresión de su misma ternura que ciertamente no desea que ninguno de nosotros llegue allá.

* En todo caso, el tono de la predicación del Señor, ya anticipado en textos de tanta hermosura como el salmo 103, refleja ante todo el deseo inmenso, infinito como es Dios mismo, de que todos acojamos su mensaje de amor y alcancemos la plena amistad y comunión con Él.

* * *

Este tema pertenece al Capítulo 04 de la Escuela de Vida Interior; la serie completa de los diez temas de este Capítulo 04 se está publicando aquí:

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Conoce a Santa Gema Galgani

“Gema Galgani nació en 1878 en Camigliano, un pequeño pueblo de la provincia de Lucca (Italia), en el seno de una familia era de condición modesta: el padre farmacéutico y la madre ama de casa. Gema tuvo una infancia normal, asistió a la escuela pública de Lucca, donde la familia se había mudado, y tenía muchos amigos. Pero aquella normalidad fue destrozada por pruebas durísimas. En 1886 su madre murió, con solo 39 años, en 1894 su hermano Gino que era seminarista, con 18 años, y en 1897 su padre. A estas muertes siguieron un colapso económico de la familia, pues como resultado de la generosidad del padre, de la falta de escrúpulos de sus contactos en negocios y de sus acreedores, sus hijos se quedaron sin nada, y no tenían siquiera los medios para mantenerse…”

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Entrada pacífica en Tenochtitlán

En este tiempo Moctezuma, angustiado por los más negros presagios, se encerró durante días en el Gran Teocali, en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México. Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino, pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan peligroso como aquel por donde nos querían llevar».

Tenochtitlán, la ciudad maravillosa, señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios dominios. Allí habitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mirarle, sino todos debían mantener la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad que los hacía curiosos. Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españoles una impresionante acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en los que admiración y espanto se entrecruzan: «delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88). Era el 8 de noviembre de 1519.

Cortés y los suyos son instalados en las grandiosas dependencias de las casas imperiales. El tlatoani, discretamente retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés visita a Moctezuma en su palacio, y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está acompañado de Alvarado, Velázquez de León, Ordaz y Sandoval y cinco soldados, entre ellos el que contará la escena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes, doña Marina y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de aquella profunda cortesía tan propia de aztecas como de españoles, Cortés va derechamente al grano.

Cortés empieza por presentarse con los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir de parte de Nuestro Señor Dios es que… somos cristianos, y adoramos a un solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos, y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses aztecas eran horribles], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces -como las que vieron sus embajadores [los de Moctezuma]-, con temor de ellas no osan parecer delante, y que el tiempo andado lo verán».

En seguida continúa con una catequesis elemental sobre la creación, Adán y Eva, la condición de hermanos que une a todos los hombres. «Y comotal hermano, nuestro gran emperador [Carlos], doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos».

Quizá Cortés, llegado a este punto, sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para muchas más predicaciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a entender». Ahí cesó Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Conesto cumplimos, por ser el primer toque».

Moctezuma le responde que ya estaba enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa ninguna de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos, uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos; el otro oscuro y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.