Una historia de hace 22 años

Monseñor Mario Revollo Bravo, entonces Arzobispo de Bogotá, impuso sus manos sobre mi cabeza y oró por mí, pidiendo el don del Espíritu Santo. Suplicó de Dios, con plegaria eficaz en razón de su consagración episcopal, que me concediera el Sacramento del Orden en el menor de sus grados, pero también aquel que de algún modo marca y define todo lo que significa ser clérigo. Era el 21 de Septiembre de 1991: ese día fui ordenado diácono.

Sé muy bien que para muchas personas, especialmente en el círculo íntimo de familia y amigos, la ordenación “esperada” es el presbiterado. Aquel momento sublime en que se consagran las especies eucarísticas, aquella alegría de ver a un hombre para el altar y para servicio del pueblo de Dios, particularmente a través de la confesión y la Santa Misa: eso es lo que muchos esperan. Es explicable entonces que todo lo anterior se vea como simple preparación que, si pudiera abreviarse, sería mejor. Y tal razonamiento incluye la recepción del diaconado.

Mis compañeros y yo tuvimos, sin embargo, un privilegio particular. Nuestra preparación para ser ordenados diáconos enfatizó más de una vez tres elementos que quedaron grabados en mi mente y mi corazón:

1. Ser diácono, es decir, “servidor,” define muy bien el corazón de todo el ministerio ordenado. No se deja de ser diácono por ser ordenado presbítero, en este sentido: serás mejor presbítero cuanto mejor entiendas que tu vida es servicio de amor y obediencia a Dios, y de caridad para con tus hermanos.

2. El diácono une el servicio de caridad y el servicio al altar. No cabe despreciar el decoro de la liturgia con pretexto de “acercar” el misterio a la gente, pero tampoco cabe olvidarse de la gente y sus necesidades con pretexto de hundirse en el misterio del Dios absoluto.

3. El diácono es ministro propio de la predicación y de la distribución de la sagrada comunión. Uno debe predicar como quien reparte Pan del Cielo, y uno debe dar la Eucaristía como entregando la única luz que permite leer la vida.

Son ya 22 años desde aquella fiesta del Apóstol San Mateo en que recibí la ordenación diaconal. ¡Oh. Mateo! El publicano, el gran testigo de la misericordia. El que fue transformado por la sola palabra de Cristo: “¡Sígueme!”

Siento todavía el calor de las manos del obispo. Siento el silencio del templo. Me abruma la mirada de Dios Padre queriendo hacer de este barro algo útil para su Reino.