Primeras actitudes de los españoles

¿Cuales fueron las reacciones de los españoles, que hace cinco siglos llegaron a las Indias, ante aquel cuadro nuevo de luces y sombras?

El imperio del Demonio.

Los primeros españoles, que muchas veces quedaron fascinados por la bondad de los indios, al ver en América los horrores que ellos mismos describen, no veían tanto a los indios como malos, sino como pobres endemoniados, que había que liberar, exorcizándoles con la cruz de Cristo.

El soldado Cieza de León, viendo aquellos tablados de los indios de Arma, con aquellos cuerpos muertos, colgados y comidos, comenta: «Muy grande es el dominio y señorío que el demonio, enemigo de natura humana, por los pecados de aquesta gente, sobre ellos tuvo, permitiéndolo Dios» (Crónica 19). Esta era la reflexión más común.

Un texto de Motolinía, fray Toribio de Benavente, lo expresa bien: «Era esta tierra un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar voces, unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de sus demonios. Las beoderas [borracheras] que hacían muy ordinarias, es increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metía… Era cosa de grandísima lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era, que no quedaban en aquel solo pecado, mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos parientes» (Historia I,2,57). Los aullidos de las víctimas horrorizadas, los cuerpos descabezados que en los teocalli bajaban rodando por las gradas cubiertas por una alfombra de sangre pestilente, los danzantes revestidos con el pellejo de las víctimas, los bailes y evoluciones de cientos de hombres y mujeres al son de músicas enajenantes… no podían ser sino la acción desaforada del Demonio.

Excusa.

Conquistadores y misioneros vieron desde el primer momento que ni todos los indios cometían las perversidades que algunos hacían, ni tampoco eran completamente responsables de aquellos crímenes. Así lo entiende, por ejemplo, el soldado Cieza de León:

«Porque algunas personas dicen de los indios grandes males, comparándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que de hombres, y que son tan malos que no solamente usan el pecado nefando, mas que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de hombres, en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el consiguiente, en otra el pecado de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad y no lo acostumbran, antes lo aborrecen; y así son las costumbres dellos: por manera que será cosa injusta condenarlos en general. Y aun de estos males que éstos hacían, parece que los descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por la cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones» (Crónica cp.117).

Compasión.

Cuando los cronistas españoles del XVI describen las atrocidades que a veces hallaron en las Indias, es cosa notable que lo hacen con toda sencillez, sin cargar las tintas y como de paso, con una ingenua objetividad, ajena por completo a los calificativos y a los aspavientos. A ellos no se les pasaba por la mente la posibilidad de un hombre naturalmente bueno, a la manera rousseauniana, y recordaban además los males que habían dejado en Europa, nada despreciables.

En los misioneros, especialmente, llama la atención un profundísimo sentimiento de piedad, como el que refleja esta página de Bernardino de Sahagún sobre México:

«¡Oh infelicísima y desventurada nación, que de tantos y de tan grandes engaños fue por gran número de años engañada y entenebrecida, y de tan innumerables errores deslumbrada y desvanecida! ¡Oh cruelísimo odio de aquel capitán enemigo del género humano, Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir y envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos de Adán! ¡Oh juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro Señor Dios! ¡Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido, tantos tiempos, que aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease de esta triste y desamparada nación, sin que nadie le resistiese, donde con tanta libertad derramó toda su ponzoña y todas sus tinieblas!». Y continúa con esta oración: «¡Señor Dios, esta injuria no solamente es vuestra, pero también de todo el género humano, y por la parte que me toca suplico a V. D. Majestad que después de haber quitado todo el poder al tirano enemigo, hagáis que donde abundó el delito abunde la gracia [Rm 5,20], y conforme a la abundancia de las tinieblas venga la abundancia de la luz, sobre esta gente, que tantos tiempos habéis permitido estar supeditada y opresa de tan grande tiranía!» (Historia lib.I, confutación).

Esperanza.

Como es sabido, las imágenes dadas por Colón, después de su Primer Viaje, acerca de los indios buenos, tuvieron influjo cierto en el mito del buen salvaje elaborado posteriormente en tiempos de la ilustración y el romanticismo. Cristóbal Colón fue el primer descubridor de la bondad de los indios. Cierto que, en su Primer Viaje, tiende a un entusiasmo extasiado ante todo cuanto va descubriendo, pero su estima por los indios fue siempre muy grande. Así, cuando llegan a la Española (24 dic.), escribe:

«Crean Vuestras Altezas que en el mundo no puede haber mejor gente ni más mansa. Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego [pronto] los harán cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos, que más mejor gente ni tierra puede ser».

Al día siguiente encallaron en un arrecife, y el Almirante confirma su juicio anterior, pues en canoas los indios con su rey fueron a ayudarles cuanto les fue posible:

«El, con todo el pueblo, lloraba; son gente de amor y sin codicia y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa. Ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron, mas crean Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente que es placer de verlo todo, y la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué».

Así las cosas, los misioneros, ante el mundo nuevo de las Indias, oscilaban continuamente entre la admiración y el espanto, pero, en todo caso, intentaban la evangelización con una esperanza muy cierta, tan cierta que puede hoy causar sorpresa. El optimismo evangelizador de Colón -«no puede haber más mejor gente, luego los harán cristianos»- parece ser el pensamiento dominante de los conquistadores y evangelizadores. Nunca se dijeron los misioneros «no hay nada que hacer», al ver los males de aquel mundo. Nunca se les ve espantados del mal, sino compadecidos. Y desde el primer momento predicaron el Evangelio, absolutamente convencidos de que la gracia de Cristo iba a hacer el milagro.

También los cristianos laicos, descubridores y conquistadores, participaban de esta misma esperanza.

«Si miramos -escribe Cieza-, muchos [indios] hay que han profesado nuestra ley y recibido agua del santo bautismo […], de manera que si estos indios usaban de las costumbres que he escrito, fue porque no tuvieron quien los encaminase en el camino de la verdad en los tiempos pasados. Ahora los que oyen la doctrina del santo Evangelio conocen las tinieblas de la perdición que tienen los que della se apartan; y el demonio, como le crece más la envidia de ver el fruto que sale de nuestra santa fe, procura de engañar con temores y espantos a estas gentes; pero poca parte es, y cada día será menos, mirando lo que Dios nuestro Señor obra en todo tiempo, con ensalzamiento de su santa fe» (Crónica cp.117).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.