Quinta Lección sobre el martirio

Lección Quinta

Condición social de los mártires

Considerar la variada condición social de los mártires nos exige estudiar antes la penetración del cristianismo en todas las clases de la sociedad.

Pareciera que lo normal hubiera sido que el cristianismo, como otras religiones, se arraigase solamente en su lugar de nacimiento, y que a lo más, muy poco a poco, se hubiera difundido a otros pueblos y razas, lenguas y culturas.

Pero no fue así. La historia nos muestra que el cristianismo se extendió casi al mismo tiempo en las más diversas regiones del mundo antiguo.

También podía suponerse que, como los partidos políticos, la nueva fe arraigara sobre todo en medio de ciertas clases sociales. Y algunos imaginan que, en efecto, así fue, y que sólo ganó a la plebe. Pero tampoco fue esto así. Apenas nacido, el cristianismo, en un prodigio sobrehumano de difusión, invade a todos los pueblos, culturas, lenguas, y también clases sociales.

Parecería natural que, siendo los Apóstoles personas incultas y tan sencillas, trabajadores manuales en su mayoría, se dirigieran, aunque sea en pueblos diversos, a los de su propia condición. Y que en el extranjero buscaran el amparo receptivo de las comunidades judías de la diáspora.

Pero todas estas claves mentales saltan en pedazos ante la realidad de una historia distinta. Es cierto que los primeros misioneros del Evangelio, siendo judíos, se dirigieron primero a los de su raza. Pero dentro de ésta, hablaban sin ningún embarazo, siendo iletrados, a hombres de toda condición, sin limitarse en modo alguno al pueblo más bajo e ignorante. Es cierto también que los apóstoles, como un San Pablo, frecuentaban los barrios obreros habitados normalmente en la diáspora por las colonias judías. Y eso explica que durante bastante tiempo los paganos del Imperio confundieron a los cristianos con los judíos, viéndolos como un cisma brotado de éstos. Pero muy pronto hubieron de advertir que, bajo tales apariencias, se estaba realizando un profundo trabajo por difundir la nueva fe más allá de los límites de las dispersas juderías.

La universalidad del cristianismo se puso de manifiesto con sorprendente rapidez, ganando a los hombres de condición y nación más diversas. No hay explicación humana que haga entender por qué la nueva fe predicada por San Pedro, un pescador, o por San Pablo, un tejedor, se extiende también entre las clases más elevadas del mundo antiguo.

El primer converso pagano de San Pedro, Cornelio, era oficial del ejército romano (Hch 10). Cuando Pablo y Bernabé recorren Chipre, el procónsul Sergio Paulo «los hace comparecer, pues desea oír de su boca la palabra de Dios», y en seguida «admira y cree» (13,7.14). «Muchos mujeres nobles» de Tesalónica se convierten ante la predicación de Pablo (17,4). En Corinto gana para Cristo al tesorero de la ciudad (Rm 16,23). Cuando predica en la colina del Areópago, creen en su palabra algunos atenienses, entre ellos un miembro de aquel tribunal superior (Hch 17,34). En Éfeso el Apóstol hace amistad con personas principales, que eran o habían sido asiarcas, es decir, sumos sacerdotes de la provincia romana de Asia (17,34).

En una irradiación fulgurante el Evangelio ha ido más allá de las fronteras judías y ha ido haciendo conquistas en las cimas de la sociedad pagana. Todos los elementos étnicos, judíos y gentiles, todos los estamentos sociales, ricos y pobres, están ya reunidos y fundidos en las primeras iglesias cristianas.

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