La fe del sacerdote, 4 de 7, La fe que obra por el amor

[Retiro para el clero de la Arquidiócesis de Bucaramanga, basado en la enseñanza del apóstol San Pablo, para el Año de la Fe.]

Tema 4 de 7: La fe que obra por el amor. Texto base: Gálatas 5,6.

* Suele hablarse de una especie de contradicción entre el planteamiento de Pablo y el de Santiago, en cuanto a la fe y las obras. Pablo dice que somos salvos por la fe “independientemente de las obras de la ley” (Romanos 3); Santiago dice que “la fe sin obras está muerta” (Santiago 2). ¿Cómo se entiende esta contradicción y en qué sentido nos afecta?

* Hay que distinguir entre las obras anteriores y las obras posteriores a la justificación. En cuanto a las obras anteriores, la postura de los fariseos, la de los judaizantes, o la de la Iglesia en los momentos oscuros de tiempos del Renacimiento pretende “comprar” la salvación. Esa postura es contraria al Evangelio, por supuesto.

* Pero en cuanto a las obras posteriores, es unánime la voz de los apóstoles: el fruto natural del amor recibido es amor para entregar. Lo dice San Pablo en Gálatas 5,6 cuando afirma que nuestra fe es la que “obra por la caridad.” Lo dice Santiago al subrayar que la fe viva tiene “obras.” Lo dice San Juan en su Primera Carta: “Quien dice que esta siempre en el debe andar de continuo como el anduvo.”

* En resumen: en el texto de Romanos 3 Pablo hablaba de las obras anteriores y Santiago, en su Capítulo 2, hablaba de las obras posteriores.

* Y lo importante para nosotros es transmitir la experiencia de gratuidad y a la vez mostrar que hemos de ser como tubos o canales que no retienen sino que extienden la gracia recibida.

La fe del sacerdote, 3 de 7, Kerigma

[Retiro para el clero de la Arquidiócesis de Bucaramanga, basado en la enseñanza del apóstol San Pablo, para el Año de la Fe.]

Tema 3 de 7: Kerigma. Texto base: Romanos 3,21-22.

* Una palabra clave en la teología sobre la fe en San Pablo es la “justificación.” Mientras que en el lenguaje común “justificarse” es dar excusas, en el mundo semita la justificación es el camino para alcanzar la justicia, es decir, para estar a paz y salvo con el Dios justo.

* Los fariseos veían la justificación como un asunto de interpretaciones humanas de la Ley, y luego, de fuerzas humanas para alcanzar una supuesta perfección en la práctica de la misma Ley. Pero Pablo enseña que la justicia de Dios “se ha manifestado” o “ha aparecido” independientemente de la Ley, es decir: las fuerzas humanas no bastan para alcanzar esa comunión y obediencia gozosa y enraizada en el amor.

* Anunciar que uno no se salva a sí mismo sino que es salvado por puro regalo de amor que nos ha dado a su Hijo: ese es el Kerigma.

Sobre el pecado original

Los relatos de la creación nos han presentado un universo y un hombre en perfecta armonía: la felicidad del paraíso por un lado y el estribillo repetido de que Dios vio que todo era bueno nos dejan la impresión de que todo era perfecto. Y sin embargo el israelita -lo mismo que nosotros- constataba la presencia del mal por todas partes: «No hay quien haga el bien, ni uno siquiera» (Sal 53, 4). Los siguientes capítulos del libro del Génesis tratan de dar respuesta a estos grandes interrogantes que todo hombre se plantea: ¿de dónde viene el mal?, ¿cuál es la causa del dolor, del pecado, y de la muerte?

1.- El primer pecado

El capítulo 3º del Génesis nos narra un drama singular: la primera tentación y el primer pecado. En el paraíso en que Dios ha colocado al primer hombre y a la primera mujer aparece otro personaje hasta ahora desconocido: el tentador, en forma de serpiente.

El autor sagrado quiere decirnos que el mal no proviene de Dios, que todo lo ha hecho bien, ni tampoco proviene sólo del hombre, que ha sido creado bueno por Dios: este personaje misterioso, adversario de los planes de Dios y enemigo de la felicidad del hombre, a quien la revelación posterior irá identificando como ser personal, con poder para el mal, «la gran serpiente, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás» (Ap. 12,9), es el que instiga al hombre a pecar contra Dios y es la causa última de que haya entrado la muerte en el mundo (Sab. 2,24).

Con admirable psicología presenta también el autor sagrado el proceso de la tentación como seducción y engaño. Aquel a quien San Juan denominará «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44) comienza insinuándose con una falsedad absoluta (comparar 3,1 con 2,16-17); en un segundo momento hace dudar a la mujer de la validez del mandato del Dios y, por tanto, de la intención del mismo Dios al establecer ese mandato (vv. 4-5); así, además de mentiroso, el tentador se manifiesta como el «homicida desde el principio» (Jn 8,44): en efecto, al engañar a la mujer («de ninguna manera moriréis») con relación al mandato que Dios les había dado para vida («el día que comieres de él, morirás sin remedio»: 2,17), de hecho conduce a la muerte a la mujer y al hombre (cf 3,7). He ahí la tentación: una promesa falsa («seréis como dioses»), pero que halaga, seduce y atrae (3,6), una seducción y engaño que hace ver como vida lo que de hecho conduce a la muerte; con ella ha sembrado además la desconianza en Dios al presentar como enemigo del hombre al Dios fiel y lleno de amor.

Vemos entonces en qué consiste el pecado: una falta grave de orgullo concretada en una enorme desobediencia al Señor. El mandato de Dios de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2,16-17) expresa el hecho de que el hombre no es dueño absoluto de su propia vida, sino criatura limitada, dependiente radicalmente de Dios. Y el deseo de «ser como dioses» (3,5) indica justamente lo contrario: el querer tener capacidad de decidir el propio destino, ser ley para sí mismo sin condiciones impuestas desde fuera, el decidir por sí mimo lo que es bueno y lo que es malo … Por tanto, el pecado de querer «ser como dioses, conocedores del bien y del mal» es una reivindicación de autonomía moral, un renegar del estado de criatura invirtiendo el orden en que Dios estableció al hombre; es en el fondo una actitud de rebelión contra Dios: en vez de fiarse plenamente de Dios acatando su mandato como mandato de vida, el hombre duda de Dios y se fía de su propio juicio -engañado por el tentador- en actitud de autosuficiencia (cf. Is 14, 13s; Ez 28,2).

El texto sagrado apunta también las consecuencias del pecado. La actitud de Adán y de su mujer ha sido prescindir de Dios, construir por sí mismos su propio destino, conquistar su propia felicidad. Y Dios abandona al hombre a sus propias fuerzas, consiente que quede al arbitrio de sí mismo y de sus propias capacidades. El texto lo expresa con una fuerza insuperable: «se dieron cuenta de que estaban desnudos» (v. 7); la expresión constituye un contraste brutal con las halagadoras promesas de «ser como dioses», pues sugiere que al romper con Dios el hombre y su mujer experimentan con toda crudeza su situación de pobres criaturas, indefensas e inseguras, en total precariedad y faltos de protección. Es la hora de la verdad en que las mentiras y engaños del tentador salen a la luz y se manifiestan las trágicas consecuencias de muerte que llevaban encerradas. Se expresa así de manera sugerente la amargura, la decepción y frustración que conlleva todo pecado. Como dirá San Pablo «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).

-La primera consecuencia del pecado es la pérdida de la amistad con Dios, ya apuntada en el ocultarse de Él (3,8) y en el tener miedo (3,10) y expresada simbólicamente por la expulsión del paraíso (3, 23-24), que indica el alejamiento de la presencia de Dios y de la comunión de vida con Él, la pérdida de la familiaridad con Él.

-En contraste con la armonía e integridad en que vivían (2,25), ahora experimentan el desorden interior, introducido por el pecado en el corazón del hombre y delatado por la conciencia llena de vergüenza (3,7); es el despertar de la concupiscencia -tan bien expresada por San Pablo: Rom 7, 14-24- que esclaviza al hombre.

-Se rompe la armonía entre el hombre y su mujer. El maravilloso proyecto de Dios de ser «una sola carne» es echado al traste: la mujer induce a su marido a pecar (3,6) contradiciendo la misión que Dios le había asignado de ser su ayuda (2,18); el hombre, en vez de asumir su propia culpa, acusa a la mujer que Dios le ha dado por compañera; la atracción entre los sexos, entre hombre y mujer, que Dios mismo había puesto, se transforma ahora en desordenada apetencia y ansiedad y en dominio (3,16).

-Se produce también una ruptura con la naturaleza. Si el trabajo formaba parte de la condición del hombre (2,15), ahora la creación entera se le vuelve hostil (3, 17-19); el desorden introducido en el corazón del hombre hace que en lugar de «dominar» la naturaleza (1,28), de «labrarla y cuidarla» (2,15), la esclavice, la frustre, la someta a la vanidad (Rom 8,20). El don y la bendición de la fecundidad se convierten para la mujer en pesada carga (3,16). Y si la muerte es una condición natural del hombre como ser caduco que ha sido formado del polvo del suelo (2,7), el pecado hace que la muerte se vuelva insoportable al experimentar con fuerza la frustración de su tendencia a «vivir para siempre» (3,22), al saberse condenado a «volver al polvo» (3,19).

En definitiva, el sufrimiento en todas sus formas pasa a formar parte de la condición humana.

2.- Un mundo inundado por el pecado

Las palabras de San Pablo en Rom 5,12 («por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres por cuanto todos pecaron») parecen tener delante de los ojos lo narrado en el Génesis. El primer pecado ha sido como una puerta abierta por la que se ha introducido la potencia maléfica del Pecado -San Pablo lo personifica- anegando todo y acarreando el daño y la destrucción (Sab 2,24). San Pablo establecerá claramente la doctrina de una culpa hereditaria, dada la solidaridad de todos en Adán. Pero ya en el Génesis aparece apuntado que el pecado ha trastornado de tal manera el orden querido por Dios, introduciendo el desorden en el interior mismo del hombre, que la condición humana después del primer pecado lleva las huellas de una herida irremediable que sólo tendrá remedio con la venida del Nuevo Adán (Rom 5, 19).

En efecto, los capítulos siguientes del Génesis presentan la perversa influencia del pecado en la humanidad, como una ola gigantesca que sumerge todo y que acabará conduciendo al castigo del diluvio.

El relato de Caín y Abel (Gén 4, 1-16) nos hace entender que la rebelión del hombre contra el Creador conduce a la rebelión del hombre contra el hombre; 1 Jn 3, 13 comentará que Caín mató a su hermano porque «era del Maligno»: el que es «homicida desde el principio» (Jn 8,44) conduce al homicidio y a la rebelión contra Dios a los que se ponen bajo su influjo (Jn 8, 40-41). Al final del capítulo encontramos el «Canto de Lámek» (Gn 4, 23-24), glorificación de la fuerza bruta y de la venganza desmedida y signo de la ferocidad creciente de los descendientes de Caín.

En este contexto, el relato del diluvio (6,5-9,17) aparece como el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora. El autor sagrado constata que «la maldad del hombre cundía en la tierra y todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5); que «la tierra estaba corrompida en la presencia de Dios; la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra» (Gn 1,11-12); más aún, se trata de un mal que aparece desde la niñez (8,21). Las aguas del diluvio que inundarán la tierra simbolizan también este mal que anega todo. Se insiste en la universalidad del pecado: lo que se inició con el primer pecado ha alcanzado a todos. Y el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora contribuye a resaltar que el pecado es -directa o indirectamente- la causa de todos los males.

Finalmente, el episodio de la torre de Babel (Gn 11,1-9) presenta una humanidad desgarrada, explicando el por qué de la dispersión en pueblos, naciones y lenguas opuestas entre sí. El pecado una vez más es el orgullo: la pretensión arrogante de construir un mundo, una sociedad, una civilización sin Dios (« una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos»). Empalmando con el pecado de los orígenes del que es prolongación y consecuencia, nos da así la explicación de la ruptura entre los pueblos: la torre idólatra de Babilonia no puede ser el lugar de reunión de los hombres, sino que, siendo signo de su arrogancia ante Dios, tiene que ser necesariamente causa de dispersión.

Es fácil descubrir en este panorama tan sombrío la descripción realista de la humanidad bajo el signo del pecado. No podía ser de otra manera. La rebelión contra Dios inevitablemente debía conducir al caos total. Con palabras de Jeremías: «Se alejaron de Mí y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos» (2,5); «mi pueblo ha cambiado su Gloria por lo que nada vale. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos estupefactos sobremanera; pues un doble mal ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, manantial de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (2,11-13); «que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta el dejar a Yahveh tu Dios» (2,19).

3.- La promesa de salvación

Existe un cierto tópico según el cual el Dios del Antiguo Testamento es el Dios del castigo por contraste con el Dios del amor y de la misericordia que aparece en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. A Caín, el homicida, Dios le pone una señal para que nadie se atreva a matarle (Gen 4,15). Después del juicio del diluvio encontramos expresiones de la misericordia divina: el mismo castigo pretende sacudir a la humanidad para despertarla, la promesa de Dios garantiza el orden de las estaciones y asegura la cosecha y el alimento (8,22), Dios reitera el don de la fecundidad (9,1-7) y el ofrecimiento de toda la creación para alimento (9,3), garantiza su protección al hombre que sigue siendo su imagen y semejanza (9,6) y establece su alianza con la humanidad y con toda la creación (9,8-17).

Pero sin duda, lo más importante de todo es la promesa de salvación hecha por Dios inmediatamente después del pecado y que anuncia la victoria final del hombre en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15). Lo que se ha llamado el «protoevangelio» es una luz de esperanza que brilla en medio del sombrío panorama causado por el pecado. Dios promete que el tentador -simbolizado en la serpiente- que amenaza permanentemente al hombre, será finalmente «pisoteado» o «aplastado». Es verdad que se dibuja una lucha encarnizada (la serpiente intenta atacar,»acecha» el talón de la mujer); pero se trata de algo que intenta inútilmente, en vano: Dios, maldiciendo a la serpiente, se ha puesto decididamente al lado de la mujer y de su descendencia, que acabará venciendo definitivamente al Maligno.

La revelación posterior mostrará que esta descendencia es Cristo. Él es el Nuevo Adán que ha restaurado lo que el primer Adán destruyó. A diferencia de Adán, Jesús vence a Satanás (Mc 1, 12-13). Lo manifiesta curando enfermedades -que los judíos relacionaban estrechamente con el pecado- y perdonando pecados; pero de manera más clara aún expulsando demonios (Mc 1, 23-27; 9, 14-27). Sobre todo vencerá a Satanás en la confrontación decisiva de la pasión (Jn 12 31-33). Por eso San Pablo podrá exclamar exultante: «Así como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida… Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 18-19). Con la venida de Cristo ha terminado el dominio tiránico del pecado (Rom 7, 24-25).

Más aún, con su victoria sobre el pecado Cristo ha destruido también el muro de la muerte (1Cor 15, 20-26) y ha vuelto a abrir el paraíso (Lc 23, 39). De ahí también el grito desafiante de San Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15, 54-57).

Pero es significativo que esta victoria Jesús la ha logrado por el camino inverso al recorrido por Adán (Fil 2, 6-11): Siendo Dios «no retuvo ávidamente el ser como Dios»; siendo el Hijo, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz»; pero el resultado es también el contrario al de Adán: Jesús es constituido Señor y recibe en su humanidad el honor y la gloria propios de Dios. Se cumplen así las palabras dichas por Él mismo: «El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 11).

4.- Conclusión

La narración del pecado de Adán debe alejar de nosotros todo optimismo vano e ilusorio. Todo hombre se encuentra en un estado de indigencia respecto de su salvación; debe reconocer la imposibilidad de conseguir la salvación por sus propias fuerzas y la necesidad de ser redimido. Las heridas y el desorden producidos por el pecado -por los pecados personales- son irremediables para el hombre dejado a sus solas fuerzas.

Pero la postura tampoco es el pesimismo. El hecho de que Cristo ha vencido el pecado nos da la certeza de que en Él y con Él podemos vencer. Por eso la actitud correcta es la de abrirnos a Cristo por la fe y la esperanza para acoger la salvación que sólo de Él puede venir (Hch 4, 12).

Por la misma razón es necesario el combate, el esfuerzo: hay que negarse a sí mismo (Mt 15, 24) y dar muerte a las tendencias desordenadas que hay en nosotros (Gal 5, 24; Col 3, 5-9), siendo muy conscientes a la vez de que sólo con las armas de Dios se puede vencer al diablo (Ef. 6, 10-20).

Por otra parte, al indicar el Génesis que el pecado deteriora todo, está dando a entender que la liberación del pecado es la raíz para remediar todos los males. La renovación y transformación del corazón humano es el fundamento de todas las reformas -en el terreno social o en cualquier otro-; y al revés, mientras el hombre permanezca esclavo del pecado cualquier pretendida reforma sólo conducirá a nuevas y mayores esclavitudes.

5.- Textos principales

Génesis 3-11; Isaías 11, 1-9; 14, 12-15; 65, 19-25; Ezequiel 28, 12-19; 36, 26-38; Romanos 5, 12-21; 1 Corintios 15; Apocalipsis 21, 1-6; 22, 1-5

Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.