Aprendi a perdonar

Padre Nelson,

Le escribo desde algún lugar de Estados Unidos, donde he vivido ya hace bastante tiempo. Quiero contarle cómo aprendí lo que significa el perdón. Soy ahora una mujer viuda, aunque estuve casada algo menos de cuarenta años. Mi matrimonio fue feliz sin que pudiera llamársele un paraíso, pero llegando a los sesenta de edad tuve que descubrir, casi por accidente, que mucho tiempo atrás mi esposo me había sido infiel.

La enfermedad que se lo llevó a la muerte, una especie de demencia senil, hundió las garras en su cerebro de un modo tan precipitado que él mismo se dio cuenta que día a día estaba perdiendo sus facultades. Aprisionado por el miedo tuvo que delegar en mí la mayor parte de sus asuntos de negocios, incluyendo rchivos personales, y una cajuela de seguridad que yo ni siquiera sabía que existía. En alguna parte de toda esa montaña de información había pruebas de los gastos en que había incurrido veinte o más años atrás, al parecer con una mujer que había sido compañera suya en la escuela primaria. Se habían reencontrado en alguna conferencia de negocios y tuvieron un romance apresurado pero muy intenso, que quedó testimoniado en los papeles a los que tuve acceso.

Usted podrá imaginarse lo que sintió mi alma sobre todo porque el principal responsable de los hechos, mi esposo, se estaba hundiendo en la ausencia opaca de la demencia mientras yo apenas desenterraba las evidencias. Una vez me puse a gritar y llorar ante él acusándolo de todo lo que había sucedido. Pero dejé de llorar al darme cuenta que mientras yo me quejaba con tanta amargura la saliva le escurría a él por la comisura de su boca. Me miraba con la extrañeza con que uno miraría a un extraterrestre en la mañana de su aterrizaje. Así que me quedé sin sujeto a quién culpar porque el hombre que me había traicionado sencillamente ya no existía.

Con resignación y el alma atormentada vi desfilar ante mi mente todo tipo de ideas. Le confieso que llegué a pensar en dañarlo, herirlo, abandonarlo, matarlo de muerte lenta. Pero pasaban los días y él se asemejaba más y más a un bebé, un bebé atontado, ausente, que cada vez sonreía menos y que también a veces lloraba sin motivo aparente. En una ocasión estuvo sollozando casi toda una tarde. Yo traté de imaginarme que estaba arrepentido de lo que me había hecho, y decidí no amargarle más sus últimos meses o años.

De hecho, no duró mucho. Al día siguiente de la escena de sus sollozos compré un lote en el cementerio sin imaginarme que no pasarían tres meses antes de que hubiera que darle su uso propio. Con cada palada de tierra que caía sobre su ataúd yo trataba de sepultar esa decepción que tendría que empañar para siempre mis recuerdos de mujer casada. Pensé que nunca volvería a esa tumba pero de hecho regresé al domingo siguiente, y también después de una semana, de modo que se me volvió costumbre visitar ese jardín cementerio los domingos. Yo no lloraba casi. No puedo describir mi sentimiento. A veces me avergonzaba pensar que era simplemente un paseo que hacía para darme tiempo a mí misma, porque la verdad mis hijos vivieron todo esto sólo a distancia: uno está en Suiza y otro se estableció en Argentina.

Cuando uno va periódicamente al cementerio suceden cosas inesperadas. Somos muchos los que hacemos esa clase de ritual semanal y por eso uno empieza a reconocer los rostros de la gente que hace lo mismo que uno. Es raro saludar a los desconocidos pero pasa también que uno ya no los siente tan “desconocidos” después de meses de verles derramar lágrimas o decir oraciones que necesariamente se parecen a las de uno.

Yo, por ejemplo, empecé a notar que, a unos veinte, o máximo treinta metros de la tumba de mi esposo, llegaba todos los domingos un joven alto, bien parecido, que traía rosas a una tumba. Sin que importara la estación del año, este hombre conseguía rosas y las depositaba con muchísima ternura en una tumba. Al cabo de un par de meses de ver que se repetía esa escena, la curiosidad me ganó y fui a ver quién era la persona enterrada. Mi mente literaria imaginaba que se trataba de alguna “Julieta” que había abandonado prematuramente a este “Romeo.” Mi sorpresa fue mayúscula al reconocer el nombre escrito en la tumba. Se trataba de la mujer que había sido amante de mi esposo.

Parada encima de aquella tumba (después de que se marchara el “Romeo,” por supuesto) lloré de rabia y despecho. Pero entonces un pensamiento atravesó mi mente: ¿no sería que ese muchacho era hijo de mi esposo? Recordé las fechas de aquella aventura amorosa y concluí rápidamente que todo coincidía. Decidí volver al siguiente domingo.

Romeo apareció, llevando tres rosas para su madre muerta. Yo no podía quitarle la mirada de encima, aunque supuestamente yo estaba visitando a mi difunto esposo, de modo que la situación se volvió insostenible para mí, y supongo que muy incómoda para él. Sintiéndome denunciada por mis ojos que sencillamente no podían quitarse de él, al fin me resolví a acercarme y le pregunté en el tono más respetuoso posible si podía acompañarle. Dije algo así como: “Soy madre, y creo entender un poco lo que Ud. está sintiendo.” Él admitió mi compañía, sin brusquedad pero sin regalarme tampoco una sonrisa. A pesar de que llevaba gafas oscuras reconocí la mirada inconfundible de mi marido. La forma del lóbulo de la oreja era idéntica también. Pero este Romeo tenía un peso espantoso de melancolía en su rostro, cosa que contrastaba con el estilo afable del que fuera mi esposo.

Lo cierto es que con una labor de infinita paciencia logré hacerme amiga de Romeo. Supe que tenía mucho dinero porque era talentoso para las ventas, pero supe también que en cada venta se ponía una careta de hombre optimista y saludable, mientras por dentro lo mataba una inseguridad horrible, motivada sobre todo por la inesperada y temprana muerte de su madre, a quien un cáncer de seno había derribado en cosa de dos o tres meses.

El muchacho me tomó confianza, y a partir de la sexta o séptima vez que nos vimos se quitaba sus anteojos oscuros. En cosa de meses me volví su amiga y confidente, y una vez incluso me dijo llorando que yo era un regalo de Dios, y que era el reemplazo de la madre que se había ido tan apresuradamente. Yo aprendí a llorar con él, y a escucharle, evadiendo con cuidado las preguntas que él empezaba a hacerme porque sentía que no podría manejar una situación tan difícil. Mi propósito en ese momento era morirme antes que revelarle quién era yo.

Pero un día, al salir del cementerio, nos tomamos un café y Romeo empezó a contar el origen de sus inseguridades. Me explicó con detalle cómo la mamá le había ocultado siempre quién era su verdadero padre, aunque ella nunca se había casado. Me contó también que la única razón que la mamá daba para someterlo a esa ignorancia es que ella no quería destruir el verdadero hogar del hombre que lo había engendrado a él. Y me dijo que él podía entender, en parte, las razones de la mamá, pero que era espantoso vivir sin papá. Al final agregó, con los ojos humedecidos: “Yo quisiera un día sentarme con mi padre, y brindar a su salud, y recibir su abrazo.” Esa tarde decidí que tenía que decirle la verdad.

Romeo verdaderamente me adoptó como madre, y empezó a pedirme consejos sobre diversas cosas de su vida, incluyendo una relación que tenía con una jovencita de su misma empresa. Yo creo que hice bien mi papel pero también estoy segura que me faltaba lo más arduo de todo.

Un domingo fuimos juntos en el auto de él, y después de visitar la tumba de la mamá, y de rezar juntos por ella, me dijo: “Ahora yo quiero acompañarte a esa tumba que tú visitas.” Caminamos muy despacio los veinte metros que separan a esas dos tumbas. Romeo no podía reconocer el nombre, pero sí vio que yo me arrodillé y empecé a llorar como una chiquilla. Sencillamente no podía contenerme. Él quedó confundido y cortado, y simplemente me abrazaba. Al final yo dije en voz alta, dirigiéndome a la tumba: “Mi amor, yo te perdono, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.” Y le conté todo a Romeo. Esa día los empleados de seguridad tuvieron que sacarnos del cementerio cuando ya atardecía.

Y ese día aprendí qué es perdonar.

Padre Nelson, gracias por escucharme. Ya no tengo rencor. -Emma.