Mensaje de Fray Nelson Medina para la Pascua 2010

Celebrar la Pascua en Tiempo de Escandalos

Es evidente lo que quieren los enemigos de la Iglesia; no resulta en cambio tan claro conjeturar qué rostro tendrá Ella después de la presente acumulación de escándalos. Rodeada de acusaciones exteriores y vejada por incoherencias y desgarramientos internos, creo que no exagero al decir que la Iglesia tendrá que encontrar nuevos modos de mirarse a sí misma y también nuevos modos de hacer presencia en el mundo.

Definitivamente hay recursos, herramientas, procedimientos que se muestran insuficientes, obsoletos o contraproducentes, incluso si en otra época fueron eficaces y de vanguardia.

Por ejemplo, yo echo de menos un vehículo ágil, casi diría instantáneo, de comunicación entre jerarcas y fieles. Las calumnias vuelan mientras que las aclaraciones y remedios cojean y llegan tarde. Los diarios oficiales del Vaticano o de las diócesis dan todas las explicaciones… cuando ya la opinión pública ha sido miserablemente secuestrada por los medios anticlericales, ateos o agnósticos. Pasos en la dirección correcta creo que son los tímidos intentos en el Vaticano de tener cuentas en Twitter o aplicaciones en Facebook.

Otra cosa urgente es el lenguaje–un asunto harto más complejo. Juan Pablo II abrió una puerta a la novedad cuando habló en estilo narrativo en su obra Don y Misterio, o en forma de entrevista, en su libro Cruzando el Umbral de la Esperanza. Son formas nuevas de comunicación. La mente humana no sólo necesita discursos sólidos, con razones estructuradas a la manera de un edificio. La mente necesita jardines donde recrearse para reencontrar el poder de la belleza. Y necesita excursiones a tierras y espacios nuevos, para recargarse de asombro. Y necesita desiertos, muy desnudos de palabras, donde el hambre misma de comprensión se vuelva mensaje.

Esto lo digo porque estimo significativo el empobrecimiento estilístico que se dio en la Iglesia con el paso del primer al segundo milenio. En esa transición la riqueza de textura de los Santos Padres quedó reducida a depósito para recoger “autoridades,” a manera de soporte para tesis teológicas previamente elaboradas. Lógica consecuencia de ello, el magisterio de la Iglesia se despidió de la poesía, la metáfora y la narración para casarse con el estilo árido y preciso de la lógica formal, la liturgia inamovible y la normativa canónica. A medida que la jerga se hacía más “técnica” los fieles laicos ya no sintieron que se les estaba hablando a ellos, y pasando el tiempo, ni siquiera los sacerdotes parecieron encontrar verdadero alimento en las palabras de sus pastores. Las voces de estos eran una directriz, una guía útil, sin duda, pero no el tipo de pasto donde la oveja se recuesta a saborear la bondad de Dios.

Me atrevo a calificar de desastre lo que se siguió de ese estado de cosas. El obispo, incluyendo al obispo de Roma, se convirtió, hablando en general, en el árbitro del pensamiento correcto sobre la fe–y eso no es poca cosa–pero ya no en el manantial primero de inspiración y alimento espiritual. Estos otros roles quedaron relegados a los escritores espirituales o devocionales, y sobre todo al mundo de la religiosidad popular: un desastre, porque significó la pérdida efectiva de lo que hoy se suele llamar liderazgo. Un líder no es solamente, y quizás no principalmente, aquel que tiene las ideas más correctas, sino aquel que va adelante y que atrae con su ser, su voz, su amor, su carisma a los que le siguen. La verdad es un ingrediente indispensable del genuino liderazgo pero no es toda la receta.

Creo que en la Iglesia Católica hemos sobreestimado el poder del pensamiento recto. La Historia nos está pasando factura. Los otros lenguajes: la intuición, el símbolo, la sugerencia, el humor, la poesía, la narración, la fiesta, la música, y muchos más, han quedado mayormente en manos de otras fuerzas sociales, usualmente hostiles a la Iglesia. Así sucede porque es norma que lo no evangelizado se vuelve contra el Evangelio.

En la crisis actual, y muy singularmente en todo lo salpicado de hipocresía o pederastia, la Iglesia no tiene casi nada que decir a su favor ni mucho que hacer para arreglar las cosas. La única parte de su discurso que suena aceptable a los de fuera es allí donde pide perdón o cuando dice que los casos comprobados deben ir a la justicia civil ordinaria. Todo lo demás la gente lo oye con una combinación, por demás comprensible, de escepticismo y desprecio.

Examinemos lo que eso implica en lo que atañe a los escándalos–y uno sólo que se hubiera dado, ya es demasiado. Una institución que dice predicar la Buena Nueva parece no tener más que decir sino reconocer que no ha servido a su propósito, y entonces debe apelar, como bastión de credibilidad, a la autoridad de la justicia ordinaria. Si ese es el remedio, ¿qué razones podría tener alguien para buscar esa institución que no logra lo que dice y que para arreglar su desorden interno requiere de la mano neutra, y en principio aconfesional, del Estado?

Cualquier pretensión de creerse uno demasiado “distinto” cae por tierra. El barro, nuestro barro, ha quedado expuesto. Debajo de las sotanas, detrás de los elegantes vestíbulos, más allá de las augustas sacristías, somos seres humanos capaces literalmente de todo. No nos corresponde ni siquiera el mezquino orgullo de ser “lo peor.” Al contrario, lo que aparece es que somos, en cuanto Iglesia, estadísticamente muy semejantes a las personas de otras profesiones, credos, y posturas ideológicas. Muchos piensan que, más que equivocados, somos arrogantes al presentarnos como heraldos de un cambio para mejor en la vida de las personas o de la sociedad en su conjunto.

Yo no puedo imaginar el dolor del Papa. Me parece un hombre sabio, humilde, amador de Dios, sincero labriego de la viña del Señor, como él mismo se definió; y en el “Año Sacerdotal” lo que ha salido a luz es miseria tras miseria, desilusión tras desilusión. Los medios no han perdido ocasión para magnificar las cosas pero todos sabemos que hay un fondo doloroso de verdad que hay que afrontar con honestidad y humildad.

Según eso, ¿qué será la nueva evangelización después de toda esta tormenta? El odio de nuestros enemigos y el lodo de nuestras miserias han conspirado y hemos quedado, en cuanto Iglesia, prácticamente desautorizados para lo más nuestro: hablar en el Nombre de Cristo. San Pablo decía: “Somos embajadores de Cristo;” ¿puede esta Iglesia nuestra decir esa frase sin sonrojarse? No digo que la callemos sino que nos hagamos el debido cargo de lo que implica pronunciarla.

La imagen que viene a mi mente es la de la Samaritana. Siempre me impresionó eso de que ella, la pecadora pública del pueblo de Sicar, fuera a hablarle a ese mismo pueblo, no para anunciarse a sí misma, por supuesto, sino a Cristo. Y aunque no hizo muchos discursos sí fue eficaz: la gente corrió donde nuestro Señor. Otro tanto pasó con la Magdalena: reconocida como la que había hospedado a cuanto demonio cabe, fue constituida para siempre testigo de la victoria de Cristo. Supongo que nuestra evangelización tendrá que aprender una o dos lecciones de estas mujeres.

La palabra clave es humildad, como lo decía recientemente el P. Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia. Humildad que empieza por comprender que no hay una respuesta rápida que haga quedar bien a la Iglesia y que devuelva el sosiego a los que se sienten confundidos o frustrados. El trago amargo que nos han dado estos días tendremos que beberlo por muchos años. Preparémonos para un mundo que nos mirará con desprecio, con mordacidad, con recriminación, con increíble frialdad.

Hay que esperar además que la mirada inquisitiva, despiadada, de los enemigos de la fe buscará resquicios y hará conjeturas, las que sean, con tal de ensuciar la figura del Papa y desacreditar todo lo bueno que haya hecho o esté haciendo la Iglesia. Ese ambiente no cabe esperar que mejore sustancialmente por un buen tiempo. Es posible que algunos de nosotros lleguemos al umbral de la muerte sin haber visto un cambio real en lo que hoy vemos. Así que lo sensato es abandonar para siempre todo triunfalismo, saber que el mundo nos lo va a cobrar todo; tener certeza de que nos van a creer poco y a veces nada; admitir en paz que muchos no sentirán pesar alguno de nuestra muerte, en las circunstancias en que ella llegue.

Todo esto no nos aleja sino que nos acerca a la entraña del Evangelio. Jesús dijo que era buena seña ese ambiente de rechazo, que es el propio de los verdaderos profetas. Junto a nosotros, nuevos católicos crecerán viendo que somos odiados y nunca perdonados; que somos despreciados y que la palabra gratitud la desconoce este mundo. Esos cristianos católicos, esa nueva generación, será la que aprenda con mayor vigor a levantarse sin miedo frente a los totalitarismos hedonistas y a la homologación forzada del sistema económico único que quiere reinar en este planeta. Quiero decirlo así: nuestro mensaje no será tanto lo que digamos en voz alta sino el legado de amor, el susurro de fidelidad, que entreguemos a los que van llegando hoy a la fe.

Otra manera de decir esto es que, de un modo inesperado, tendremos que aplicar el refrán de Cristo: dejad que los muertos entierren a sus muertos. No podemos pasarnos la eternidad entera pidiendo perdón por las iniquidades que ya han sido justamente sancionadas por la autoridad eclesiástica y la autoridad civil. Antes que los enemigos de la Iglesia, somos nosotros quienes tenemos que aprender a dejar atrás lo que debe quedar atrás, recogiendo la lección dolorosa pero siguiendo con empeño nuestro servicio a Cristo, ahora con más vigor que antes.

Y por favor: que de todo esto entendamos el sofisma que se esconde en aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor.” Lo único que no nos puede servir en estas horas difíciles es la nostalgia. Pregunto yo: ¿no es ese pasado “hermoso,” pero sólo en su superficie; esa sociedad “cristiana,” pero más bien en apariencia, lo que escondía miles y miles de casos de abuso? No me hace feliz el cinismo que se ha vuelto norma en nuestra época, ni me parece bien el relativismo que justamente ha denunciado Benedicto XVI, pero por favor, que nadie crea que la solución es volver a un pasado dorado que sencillamente no existió. De hecho, muchos de los que parecían ser adalides de un modelo eclesial estricto y apegado a “lo que debe ser” aparecieron al final como hipócritas consumados y actores dignos de mejor causa.

Deshagámonos entonces de la nostalgia sin dejar de aprender lo mucho y bueno que se puede aprender del pasado. Despojémonos de la fantasía sin dejar de cultivar lo mucho y bueno que nos podrá dar el futuro. Abracemos en cambio el misterio de la redención que pasa por toda humildad y toda humillación; sonriamos en el secreto de un amor agradecido a Cristo, y digámos a Él con fe sin límites: “Te alabamos, oh Cristo, y te bendecimos, que con tu Santa Cruz redimiste al mundo.” Feliz Pascua para todos.

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