Proclamar abiertamente a Cristo como Rey del Universo

4. De la propagación y del arraigo cada día mayor del culto al Sagrado Corazón de Jesús —derivados no sólo de la consagración del género humano, hecha al declinar el pasado siglo, sino también de la institución de la fiesta de Jesucristo Rey, creada por nuestro inmediato predecesor, de feliz memoria — han brotado innumerables bienes para los fieles como un impetuoso río que alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5) ¿Qué época ha tenido mayor necesidad de estos bienes que la nuestra? ¿Qué época más que la nuestra, a pesar de los progresos de toda clase que ha producido en el orden técnico y puramente exterior, ha sufrido un vacío interior tan crecido y una indigencia espiritual tan íntima? Se le puede aplicar con exactitud la palabra aleccionadora del Apocalipsis: Dices: Rico soy y opulento y de nada necesito, y no sabes que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo (Ap 3, 17).

No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al viento las banderas de nuestro Rey ante aquellos que han seguido banderas falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones, desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y dejará de prestar gustosamente su ayuda? Todo el que pertenece a la milicia de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo? Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo, cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos sangrientos del divino Redentor.

Que en esta situación, venerables hermanos, la ya próxima fiesta de Cristo Rey, en cuya fecha os llegará esta nuestra encíclica, os conceda los dones de la divina gracia, con los cuales puedan renovarse los hambres en las virtudes evangélicas y pueda renacer el reino de Cristo por todas partes. Que la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús, que en este día se celebrará de modo solemne y con especial devoción, reúna junto al altar del eterno Rey a los fieles de todos los pueblos y de todas las naciones en adoración y en reparación, para renovarle a Él y a su ley de verdad y de amor, ahora y siempre, el juramento de fidelidad. Beban en ese día la gracia divina todos los cristianos, para que en ellos el fuego que el Señor vino a traer a la tierra se convierta en llama cada vez más luminosa y pura. Sea día de gracia también para los tibios, los cansados, los hastiados, y renueven así todos ellos la integridad y la fortaleza de su espíritu. Sea también, por último, día de gracia para los que no han conocido a Cristo o lo han abandonado miserablemente, y la multitud de los fieles, muchos millones de hambres, rueguen juntos a Dios en ese solemne día que la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9) les ilumine y señale el camino de la salvación, y su divina gracia suscite en el inquieto espíritu de los extraviados la nostalgia de los bienes eternos, nostalgia que los impela a volver a Aquel que desde el doloroso trono de la cruz tiene sed de sus almas y ardiente deseo de ser también para ellos camino, verdad y vida (Jn 14,6).

[Pío XII, Carta Encíclica Summi Pontificatus, del 20 de octubre de 1939, nn. 4-6.]