DE LA HUMILLACIÓN A LA HUMILDAD

DE LA HUMILLACIÓN A LA HUMILDAD

(Lc 15,14-15)

 Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a su finca a cuidar puercos“.

La parábola, nos lleva a reflexionar sobre las humillaciones que tuvo que aceptar el hijo menor, sin quererlas, pero que le llevaron a descubrir en su interior la realidad del amor, la experiencia que había vivido cuando estaba cerca de su padre y la necesidad de regresar donde él. Mientras estuvo en su casa estuvo amado y sostenido por su padre, pero cuando, lleno de orgullo y de dinero, determinó vivir su propia vida y se alejó de su padre, su vida se fue desmoronando poco a poco. Despilfarrada su herencia, ya no tuvo medios para poder conseguir el sustento y así tuvo que aceptar una cantidad de humillaciones para conseguirlo, sin poder lograrlo. La carestía y la necesidad eran tan grandes que este pobre muchacho quiso alimentarse de lo que comen los cerdos.

El hombre quiere ser dueño del mundo

La parábola nos muestra aquí lo paradójico que es el pecado. Adán soñó con ser como el Dios que le había creado y terminó también hambriento, tan semejante a los cerdos queriendo comer lo mismo que ellos. Eva tomó del fruto del árbol, destruyendo los dones que había recibido; así también, el hijo menor tomó la parte de la herencia que le correspondía, y descendió tanto que ahora quiere tener cerca a alguien que le dé al menos las algarrobas que comen los cerdos. Adán, Eva, el hijo menor y quienes se entregan a los ídolos son transformados como ellos. El ídolo vuelve semejantes a quienes lo adoran. El hijo menor se dejó seducir por el orgullo, la avaricia y la independencia y estos ídolos lo humillaron, destruyéndolo y llevándolo hasta los cerdos. Allí logró descubrir su realidad y sentir su gran humillación.

Comenzó a pasar necesidad

Nuestro muchacho llegó siendo hijo, pero empezó a degradarse, a bajar, hasta que se dio cuenta que había llegado hasta el fondo y comenzó a padecer necesidad. Había llegado hasta el envilecimiento, a estar en tierra extranjera sin en quién o qué apoyarse pues su dinero, su poder, su engreimiento se le habían terminado. Solo ha quedado su vaciedad, antes cuando se sentía hijo se parecía a su padre, ahora ni siquiera se siente como un trabajador, simplemente es un cuidador de cerdos y ha descendido tanto, que hasta quiere saciarse de la comida de ellos, pero ni eso le dejan. Es entonces cuando siente la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda en que estaba sumido: ni familia, ni amigos, ni conocidos, ni libertinos, ni comida. Comprendió hasta dónde le llevaría la opción que había tomado y se dio cuanta que un paso más en la dirección que llevaba le destruiría. Todo esto le ayudó a buscar ayuda, a sentirse pobre, humilde, necesitado.

La humillación hace comprobar la situación degradante a que se llega cuando uno sigue su propio arbitrio, sus propios intereses y caprichos. La miseria que ahora vive, la necesidad que siente de todo, el tener que aceptar un trabajo degradante, el tener que estar sujeto a patronos inmisericordes, el sentirse obligado a obedecer, a hacer cosas contra su misma conciencia, todo este cúmulo de humillaciones le ayudaron a sentirse humilde, y necesitado. Sólo entonces hace dentro de sí su confesión humilde: “he pecado contra el cielo y contra ti“. A la humildad no se llega con voluntarismo, con ascesis. La humildad es una virtud y, como todas las virtudes, tiene una dinámica interna que no depende solo de la voluntad de la persona.

Las humillaciones de la vida

Cuántos desánimos, cuántas horas de tristeza por culpa de las humillaciones que se nos van presentando en el camino de cada día mientras vivimos en este mundo. Humillación es, también, el disgusto que se siente cuando algo o alguien tuerce nuestros planes y proyectos que nos habíamos trazado.

De todos modos, en la vida, las humillaciones son necesarias para nuestra formación. En efecto, sin humillaciones ni contrariedades no hay forja de hombres, de varones fuertes y firmes para poder afrontar con éxito y sin traumas las dificultades que, con el correr de los años, se van presentando en nuestra vida. No nos conviene caminar por senderos alfombrados sólo de rosas y sin espinas.

No es bueno, ni nos conviene obtener, sin nuestro esfuerzo, dineros gratis, herencias que se ponen enteramente a nuestra disposición.

Al hombre lo miden los obstáculos, las dificultades, las humillaciones, los trabajos, las contrariedades, las oposiciones, los contratiempos, los conflictos, las molestias, las mismas obligaciones. Nos conviene tener problemas para resolver y humillaciones para sufrir.

Por eso, nos conviene aceptar las humillaciones y contrariedades. Es saludable no acongojarse por ellas, aunque las sintamos. Intentar convertir la humillación en algo positivo, sabiendo que ellas nos ayudan a fortalecernos, a encontrar a Dios y con Él la humildad. Pues nuestra vida espiritual, nuestra vida de fe y de oración se fortalecen con todos esos obstáculos exteriores, que nos vienen desde fuera.

Cuando al músico y compositor Johannes Brahms fue abucheado y humillado al terminar la segunda ejecución pública de su concierto para piano y orquesta número 1, le escribió así a un amigo: “Creo que nada mejor podría haberme ocurrido. Ello me ha obligado a poner más empeño en el trabajo y me ha estimulado para seguir adelante”.

Queramos o no, los fracasos, las humillaciones, las contrariedades, las derrotas, el dolor, el sufrimiento son la sustancia de la vida y la raíz de toda personalidad. Un proverbio japonés dice al respecto: “Hasta el polvo, cuando se amontona, se convierte en montaña”.

Las humillaciones, las contrariedades han formado a cantidad de personas, que posteriormente han conseguido, desde la humildad, paz, serenidad, triunfo e incluso la santidad.

La prueba del fuego

Me encontré una fábula maravillosa que nos ayudará a asimilar todavía mejor lo que venimos diciendo. Se las comparto como la recibí. Cuentan que un humilde vaso de arcilla se encontraba junto a una soberbia copa de oro.

Esta dijo al vaso de arcilla: “eres muy frágil; mira y envidia mi solidez de oro”. El humilde vaso de arcilla contestó: “en las fiestas tú apareces como una sólida copa; pero en la prueba de fuego ¡cuál de nosotros resistirá mas?

Una persona que pasaba por allí, para probar lo que acaba de oír, colocó el vaso de arcilla y la copa de oro en las llamas de un horno encendido. Y vio con sus propios ojos que el humilde vaso de arcilla se endurecía más y se hacía más resistente. Vio también cómo la soberbia copa de oro se iba derritiendo poco a poco.

Quien afirma su vida en la soberbia, que da el dinero y en el poder; quien busca la felicidad en las fatuidades de las fiestas, de las cosas externas; quien se olvida de su dimensión interior y de la vida espiritual” al llegar la prueba de fuego, la prueba del sufrimiento, de las contrariedades, de las humillaciones su pretendida consistencia se derrumba, se derrite, desaparece y la persona antes orgullosa de sus cosas cae en la amargura del engaño y se hunde en el propio vacío interior.

No ocurre así en la persona espiritual, en el segador de Jesús, manso y humilde corazón, que sabe que para resurgir de la prueba del fuego es necesaria la humildad, la esperanza que engendra fortaleza, y hacer la voluntad de Dios.

Por desgracia el hombre se deja morder por el aguijón de la humillación y si no la sabe asimilar pierde la paz, la felicidad y hasta su propia seguridad, pues una humillación mal llevada produce decaimiento y, lo que es peor, tristeza y desesperanza, y hace que nuestro amor propio excesivo nos lleve a la desconfianza y a una permanente infelicidad. Por eso, necesitamos aprender a recibir las humillaciones con agradecimiento y alegría interior, como venidas de las manos de Dios. A acogerla como camino de perfección, a imitación de Jesús que nos dijo: “Aprendan de mí a ser mansos y humildes de corazón y hallarán reposo y paz para sus almas” (Mt 11,29).