EL PADRE NOS CREO LIBRES

EL PADRE NOS CREÓ LIBRES

(Lc 15,12-13; Salm 102, 1-4. 9-12; Apoc 3,20)

Les invito a que nos detengamos con más esmero en la persona del padre. El primer gesto maravilloso del padre aparece cuando accede a la exigencia de su hijo menor: “dame la parte de la herencia que me corresponde“. Y el padre repartió su bienes entre los dos hermanos” (v. 12). Las palabras del menor son duras, como pedernal, ni siquiera le llama padre. El padre dio la herencia, de una vez, a los dos hijos y no se opuso a que el hijo menor se marchara. No podía obligarle a vivir junto a él contra su voluntad. No podía forzar su amor, coartar su libertad. Un hijo sin libertad es un esclavo. Por eso, no fue el padre quien convirtió en esclavo al hijo, sino este mismo quien quiso dejar de ser hijo y empezar a ser esclavo. Quien no se comporta como hijo se comporta como esclavo, pues somos hijos o esclavos (Gal 4-5).

De todos modos, entre la petición del hijo y la entrega que hizo el padre, tuvo que mediar un diálogo entre ellos. Y en este diálogo tuvo que haber mucha súplica por parte del padre. ¿Qué había pasado en el corazón de este hijo? Profundizando sobre lo que nos dice la Palabra, se ve que el hijo menor no quiere dejar penetrar por más tiempo en su corazón el amor de su padre, no quiere prestar atención a sus palabras, se ha dejado endurecer por la abundancia de cosas, el consumismo lo había deteriorado; el afán de poseer lo han hecho indiferente al amor del padre, del hermano, al amor de los suyos y ha preferido relacionarse únicamente con las cosas. En ese momento su padre significaba ya menos que nada. En efecto, la herencia se entregaba después de la muerte del padre. Pedir, por lo tanto, la herencia era como decirle al padre: ¡usted ha muerto para mí! Por eso, la petición de la herencia por parte del hijo es la mayor ofensa que podía hacer a su padre. ¿No nos sucede a nosotros algo parecido? Nos interesan más las cosas, su posesión que el amor de nuestro Padre Dios. Por eso, nuestro corazón se ha endurecido y, prácticamente, ya no nos interesa ni El ni su amor, ni el amor a los hermanos, las cosas nos han vuelto insensatos, es decir, sin Dios.

El amor de Dios pide una respuesta de amor, y esta tiene que ser libre, pues el amor es libre o no es amor. Lo único que puede hacer nuestro Padre Dios es suplicar y con una infinita ternura. El Padre, como en el Apocalipsis, espera pacientemente a la puerta de nuestro corazón, llamando con ilimitada ternura, pidiendo nuestro amor: “Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, cenaré con El y el conmigo” (Apoc 3,20). El Padre, como en el Cantar de los Cantares, aparece llamando insistentemente a la puerta de nuestro corazón durante el día, durante toda la noche, y al día siguiente continúa ahí, cubierto de rocío, queriendo vencernos con su amor: “Ábreme, hermana mía, amada mía, paloma mía, preciosa mía” (Cant 5,2). Así, nuestro Padre suplica obstinadamente, insiste en su amor, asedia con su ternura, pero no nos obliga.

Quien no es hijo es esclavo

Ante el hijo lo único que queda es suplicar, lo contrario sería tratarlo como a un esclavo. Después del pecado, en todos nosotros hay un hijo y un esclavo y los dos tienden a sobresalir en nosotros: actuamos como hijos o actuamos como esclavos. Dios no puede obligarnos a amarle. El respeta nuestra libertad, y únicamente solicita, eso sí insistentemente, que le amemos exponiéndose a que le rechacemos. Hace falta libertad para amar a Dios y para rechazarlo. El no puede obligarnos a lo uno a lo otro. Aunque insistirá en que le amemos y estará dispuesto a recibirnos, por floja o interesada que sea nuestra respuesta de amor. Y, si decidimos marcharnos, El siempre estará esperándonos y, si regresamos, nos recibirá con los brazos abiertos, aunque volvamos a Él sólo por interés.

Por eso, el hijo menor insistió en no amar y así, una vez tuvo en sus manos todo lo que quería: “juntó todos sus bienes, y unos días después se marchó a un país lejano” (v.13), abandonando inmisericordemente a su padre. Este hijo renuncia a amar a su padre, pues así creía autoafirmarse. Hay dentro de el un foco de rebelión. Y es que el principio del tener, del poseer no es un principio de comunión, de armonía, sino de violencia, de rebelión. Ahora su centro vital no es el amor, sino el dinero; el padre ha quedado lejos de su corazón, de su vida. Por eso, se marcha lejos a vivir su vida, sin importarle ya la vida de su padre. Dejó de ser hijo para convertirse en esclavo. Qué contraste entre su modo ofensivo de actuar con su Padre y la delicadeza que ha mostrado su Padre para con él. Yo pienso que la parábola no habla de la madre de esa familia, porque el padre que allí aparece tiene para con sus hijos entrañas de madre, se comporta como una madre. En el Padre, que nos pinta Jesús, hay entrañas de padre y de madre. Ese Padre es todo una madre, es todo misericordia para con sus hijos. El hijo se aleja del padre, cuyo amor no ha entendido y cuya presencia se le hace ya pesada. Ignoramos a Dios con una facilidad inaudita. Nos alejamos de él por el pecado. La parábola nos habla de toda clase de ruptura de la alianza de amor, de toda pérdida de la gracia, de todo pecado con el que menospreciamos a Dios. También nuestra vida es una historia de equivocaciones, rebeldías, rechazos, alejamientos. Nos ha interesado más el pecado, cualquiera que sea, que nuestro Padre Dios, que su amor.

Despilfarra el amor de su Padre

Los detalles que utiliza Jesús en la parábola son maravillosos. Nos dice que “no muchos días después, reuniéndolo todo, el hijo menor se marchó a un país lejano y allí malgastó toda su fortuna viviendo como un libertino. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una gran carestía, y el muchacho comenzó a pasar necesidad. Tuvo que buscar trabajo con un habitante del lugar, que le envió a cuidar cerdos, y deseaba alimentarse con la comida que daban a los cerdos, pero nadie se las daba” (v. 13-16).

gEn esos versículos se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder”. “Reuniéndolo todo” significa que no dejó nada en casa, nada que le urgiera a volver: llevándose todo, no le quedaba nada suyo por recoger. Prácticamente le estaba dando un adiós definitivo a su padre, a su hermano, a su casa y a todo lo demás. Su casa desde ahora empezará a ser “un país lejano”: lejos del padre, lo que quiere decir, lejos de Dios. Ahora, dejada la casa y lejos de su padre, solo le queda acabar con lo que tenía, y quedar en la esclavitud. El abandono del padre marca el principio de su perdición, su incapacidad de conservar los bienes que el padre le había confiado para mantener una vida digna de hijo. Empieza ahora una vida diferente, vida de esclavo. Ha entrado en una fase terminal.

Desde su nueva situación, necesariamente despilfarró en una país lejano toda su herencia, toda su riqueza. En tan pocas palabras quedan descritas las tristes consecuencias del pecado; del vacío que queda en el corazón del hombre cuando se ha alejado de Dios. Se nos describe la esclavitud a la que queda sometido el cristiano que, viviendo su libertad sin control, abandona a su Padre, terminando esclavo de un desconocido, cuidando un rebaño de cerdos, es decir, habiendo bajado a los más indigno, totalmente dominado por su pecado. El cristiano, abandonando a su Señor, pierde su dignidad y queda sometido a poderes que lo deterioran y lo hacen descender hasta límites insospechables. Y esto pasa por desperdiciar el amor generoso del Padre Dios.

El abuso lleva hasta la esclavitud

A la rapidez del abuso sigue, en la parábola, la desgracia. Pasar necesidad supone haber llegado al límite de los propios recursos, vivir sin ser dueño de la propia existencia. Se cree uno con todo el poder del mundo y no se interesa por nadie más. Cuando se llega a esto se ha llegado a ser esclavo de sí mismo. Pasar a ser esclavo de otros ya es camino echo. Ahora el muchacho ya no se descubre hijo, simplemente es un asalariado, aún si regresa a la casa paterna. Pero es más que un asalariado, ha descendido hasta convertirse en esclavo de su miseria, de su necesidad, pues ha sido esclavo de las cosas y placeres.

Descendió tanto, que la palabra añade que se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país que le mandó a cuidar cerdos. El hijo perdió su propia dignidad, se hizo conforme a su ídolo. ¡Qué cambio abismal, brutal! Esto hace mucho más clara la gravedad de su caída. Tuvo que vivir como pagano con los paganos. Quien no había querido ser hijo en la casa paterna, tuvo que admitir ser esclavo en casa de extraños: cambió al padre por un patrón, por ídolos. No quiso trabajar en casa, y aceptó vivir como porquerizo lejos de su padre. Cuidar cerdos era considerado por los judíos como una degradación, dada su impureza, era una ocupación maldita para los judíos.

El hijo menor somos nosotros

El hijo menor tiene tantos dobles y tantos doblajes. Cada uno de nosotros ha sido pintado por el mismo Jesús. No sé cuántos de nosotros nos encontremos retratados en ese muchacho. De todos modos, interesa resaltar el derroche de amor que ha tenido el Padre con nosotros y que continúa teniendo para con cada no de nosotros, sus hijos, tan poco interesados por nuestro Padre y por nuestros hermanos. Al Padre no le interesa hasta dónde hayamos descendido en nuestro alejamiento de El, de su amor. Simplemente somos sus hijos y eso basta para estar pendiente permanentemente de nosotros. El nos ama gratuitamente, sin ningún interés.

A nuestra sociedad hoy le pasa como al hijo menor. Ha querido independizarse de Dios, de la Iglesia. Cuánta carestía, cuánta violencia. En nombre de los grandes ideales se mata, se promueve la pobreza, la miseria. Hoy el hombre no quiere a Dios como Padre y busca dioses sustitutos: libertad, progreso, bienestar, poder. Se aleja de Dios y se convierte en esclavo de cosas.