Necesidad de amar y defender el matrimonio cristiano

Frutos del matrimonio cristiano

Si se considera a qué fin tiende la divina institución del matrimonio, se verá con toda claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud públicas. Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación del género humano, tiende también a hacer mejor y más feliz la vida de los cónyuges; y esto por muchas razones, a saber: por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de acuerdo con los consejos de Dios, podrán de seguro robustecer la concordia entre los padres, asegurar la buena educación de los hijos, moderar la patria potestad con el ejemplo del poder divino, hacer obedientes a los hijos para con sus padres, a los sirvientes respecto de sus señores. De unos matrimonios así, las naciones podrán fundadamente esperar ciudadanos animados del mejor espíritu y que, acostumbrados a reverenciar y amar a Dios, estimen como deber suyo obedecer a los que justa y legítimamente mandan amar a todos y no hacer daño a nadie.

La ausencia de religión en el matrimonio

Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el matrimonio mientras conservó sus propiedades de santidad, unidad y perpetuidad, de las que recibe toda su fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que los hubiera producido semejantes e iguales si siempre y en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad y celo de la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades. Mas, al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos divino y natural, no sólo comenzó a desvanecerse la idea y la noción elevadísima a que la naturaleza había impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado mucho aquella fuerza procreadora de tan grandes bienes. ¿Qué de bueno pueden reportar, en efecto, aquellos matrimonios de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de todos los bienes, que nutre las más excelsas virtudes, que excita e impele a cuanto puede honrar a un ánimo generoso y noble? Desterrada y rechazada la religión, por consiguiente, sin otra defensa que la bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de la peor tiranía de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples calamidades, que han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades, ya que, perdido el saludable temor de Dios y suprimido el cumplimiento de los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto que en la religión cristiana, con mucha frecuencia ocurre, cosa fácil en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas soportables y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad de separarse. Y si entonces los códigos les impiden dar satisfacción a su libertinaje, se revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas, de inhumanas y de contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por lo mismo, que se vea de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más humana en que sean lícitos los divorcios.

Los legisladores de nuestros tiempos, confesándose partidarios y amantes de los mismos principios de derecho, no pueden verse libres, aun queriéndolo con todas sus fuerzas, de la mencionada perversidad de los hombres; hay, por tanto, que ceder a los tiempos y conceder la facultad de divorcio. Lo mismo que la propia historia testifica. Dejando a un lado, en efecto, otros hechos, al finalizar el pasado siglo, en la no tanto revolución cuanto conflagración francesa, cuando, negado Dios, se profanaba todo en la sociedad, entonces se accedió, al fin, a que las separaciones conyugales fueran ratificadas por las leyes. Y muchos propugnan que esas mismas leyes sean restablecidas en nuestros tiempos, pues quieren apartar en absoluto a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal, pensando neciamente que el remedio más eficaz contra la creciente corrupción de las costumbres debe buscarse en semejantes leyes.

Males del divorcio

Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos, se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos. Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos los diques.

Conclusión

Estas enseñanzas y preceptos acerca del matrimonio cristiano, que por medio de esta carta hemos estimado oportuno tratar con vosotros, venerables hermanos, podéis ver fácilmente que interesan no menos para la conservación de la comunidad civil que para la salvación eterna de los hombres. Haga Dios, pues, que cuanto mayor es su importancia y gravedad, tanto más dóciles y dispuestos a obedecer encuentren por todas partes los ánimos. Imploremos para esto igualmente todos, con fervorosas oraciones, el auxilio de la Santísima Inmaculada Virgen María, la cual, inclinando las mentes a someterse a la fe, se muestre madre y protectora de los hombres. Y con no menor fervor supliquemos a los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, vencedores de la superstición y sembradores de la verdad, que defiendan al género humano con su poderoso patrocinio del aluvión desbordado de los errores.

Entretanto, como prenda de los dones celestiales y testimonio de nuestra singular benevolencia, os impartimos de corazón a todos vosotros, venerables hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra vigilancia, la bendición apostólica.

[León XIII, Carta Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae, del 10 de febrero de 1880, nn. 14-17.27-28]