Juan Pablo II da luces sobre el caso Galileo

Séame permitido, señores, presentar a vuestra atención y reflexión algunos puntos que me parecen importantes para volver a enfocar en su luz verdadera el asunto Galileo, en el que las concordancias entre religión y ciencia son más numerosas y, sobre todo, más importantes que las incomprensiones de las que surgió el conflicto áspero y doloroso, que se. prolongó en los siglos siguientes.

El hombre que con justo título ha sido calificado de fundador de la física moderna, declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás: «la Escritura santa y la naturaleza, al proceder ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios», según escribió en la carta al Hermano Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 (ed. nacional de. las obras de Galileo, t. 5 p.282-285). El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanes y las de la fe tienen origen en un mismo Dios» (Gaudium et spes 36).

En su investigación científica, Galileo siente la presencia del Creador, que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu. A propósito de la invención de la lente de aproximación, escribe al comienzo del Sidereus Nuncius, recordando algunos de sus descubrimientos astronómicos: «Quae omnia ope Perspicilli a me excogitati divina prius illuminante gratia, paucis abhinc diebus reperta, que observata fuerunt» (Sidereus Nuncius [Venetiis, apud Thomas Baglionum, MDCX] fol.4). «Todo esto se ha descubierto y observado estos días gracias al ‘telescopio’, que he inventado después de haber sido iluminado por la gracia divina»

La confesión galileica de la iluminación divina sobre el espíritu del científico encuentra eco en el texto ya citado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «Quien se esfuerza con perseverancia y humildad por penetrar en los secretos de la realidad, aun sin saberlo, está como llevado por la mano de Dios» (l.c.). La humildad en que insiste el texto conciliar es una virtud del espíritu tan necesaria en la investigación científica como en la adhesión a la fe. La humildad crea un clima favorable al diálogo entre el creyente y el científico y atrae la luz de Dios, conocido ya o todavía desconocido, pero amado tanto en un cave como en el otro por quien busca humildemente la verdad.

Galileo formuló normas importantes de carácter epistemológico que resultan indispensables pare poner de acuerdo la Sagrada Escritura y la ciencia. En su carta a la Gran Duquesa Madre de Toscana, Cristina de Lorena, reafirma la verdad de la Escritura: «La Sagrada Escritura no puede mentir jamás, pero a condición de penetrar en su sentido verdadero, el cual—no creo pueda negarse—está muchas veces escondido y es muy diferente de lo que parece indicar la mere significación de las palabras» (ea. nacional de las obras de Galileo, t.5 p.315). Galileo introdujo el principio de la interpretación de los Libros sagrados, que va más allá del significado literal y está de acuerdo con la intención y el estilo de exportar propios de cada uno de ellos. Es preciso, como él mismo afirma, que «los sabios que la exponen den a conocer el significado verdadero».

El Magisterio eclesiástico admite la pluralidad de reglas de interpretación de la Sagrada Escritura. En efecto, en la Encíclica Divino afflante Spiritu, de Pío XII, enseña la existencia de géneros literarios en los Libros sagrados, y de ahí la necesidad de interpretaciones acordes con el carácter de cada uno de ellos.

Las concordancias varias que he recordado no resuelven por sí solas todos los problemas del «caso Galileo», pero contribuyen a crear un punto de arranque favorable a la solución honrosa y un estado de ánimo propicio a la solución honrada y leal de los antiguos antagonismos.

La existencia de esta Pontificia Academia de las Ciencias, a la que de alguna manera estuvo vinculado Galileo a través de la institución antigua que precedió a ésta, y de la que hoy forman parte científicos eminentes, es un signo visible que muestra a los pueblos, sin forma alguna de discriminación racial o religiosa, la armonía profunda que puede existir entre las verdades de la ciencia y las verdades de la fe.

Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de Ciencias, nn. 7-8, 1 de octubre de 1979