Necesidad de la alegria en todos los hombres

No se podría exaltar de manera conveniente la alegría cristiana permaneciendo insensible al testimonio exterior e interior que Dios Creador da de sí mismo en el seno de la creación: «Y Dios vio que era bueno» (Gén 1,10.12.18.21.25.31). Poniendo al hombre en medio del universo, que es obra de su poder, de su sabiduría, de su amor, Dios dispone la inteligencia y el corazón de su criatura —aun antes de manifestarse personalmente mediante la revelación— al encuentro de la alegría y a la vez de la verdad. Hay que estar, pues, atento a la llamada que brota del corazón humano, desde la infancia hasta la ancianidad, como un presentimiento del misterio divino.

Al dirigir la mirada sobre el mundo ¿no experimenta el hombre un deseo natural de comprenderlo y dominarlo con su inteligencia, a la vez que aspira a lograr su realización y felicidad? Como es sabido, existen diversos grados en esta «felicidad». Su expresión más noble es la alegría o «felicidad» en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado. De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable. Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios.

Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. La experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo de infinito.

Esta paradoja y esta dificultad de alcanzar la alegría me parecen especialmente agudas en nuestros días. Y ésta es la razón de este mensaje. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tienen otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido? Por el contrario, en muchas regiones, y a veces bien cerca de nosotros, el cúmulo de sufrimientos físicos y morales se hace oprimente: ¡tantos hambrientos, tantas víctimas de combates estériles, tantos desplazados! Estas miserias no son quizá más graves que las del pasado, pero toman una dimensión planetaria; son mejor conocidas, al ser difundidas por los medios de comunicación social, al menos en la misma medida que las experiencias de felicidad; son miserias que abruman las conciencias, sin que con frecuencia pueda verse una solución humana adecuada.

Sin embargo, esta situación no debería impedirnos hablar de la alegría, esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto. Yo comparto profundamente la pena de aquellos sobre quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza. Pienso de modo especial en aquellos que se encuentran sin recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Están presentes más que nunca en mis oraciones y mi afecto.

[Pablo VI. Exhortación Apostólica Gaudete in Domino sobre la Alegría Cristiana, nn. 5-9].