La Verdad y la Humildad

“Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha., El estuvo echando cálculos: ¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla”. Y entonces se dijo: Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: “Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida”. Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quien será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico” (Lucas 12,16-21).

El hombre rico de esta parábola sin duda es inteligente, conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano; sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón.

Si se me consiente ampliar un tanto la parábola, podríamos decir que este hombre era con seguridad, demasiado inteligente para ser ateo, aunque ha vivido como un agnóstico: como si Dios no existiera.

Un hombre así no se preocupa por cosas inciertas, como la existencia de Un Dios. El trata con asuntos seguros, calculables: Por eso incluso la finalidad de su vida es muy de este mundo, tangible; el bienestar y la felicidad. Pero resulta que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios le habla y le manifiesta un suceso que había excluido totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y poco importante: Lo que le sucederá a su alma cuando se encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos. Esta noche te van a reclamar la vida.

El hombre que todos conocían como inteligente y afortunado es un idiota a los ojos de Dios. Insensato, le dice, y frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos había olvidada lo auténtico: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios; este inteligente necio, me parece una imagen muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna.

Con demasiada frecuencia los hombres se inclinan a quedarse tranquilos y esperar a ver si llegan a su casa pruebas de la realidad de la revelación, como si fueran árbitros y no personas que lo necesiten. Han decidido examinar al Omnipotente de una manera neutral y objetiva, con plena imparcialidad, con la cabeza clara. Pero el hombre que procede así se convierte en Señor de la verdad, se engaña. La verdad se cierra a estas personas y se abre únicamente a quien se le acerca con respeto y humildad reverente. “Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes.”

El hombre que se hace Señor de la verdad y la deja después de lado, cuando ella no se deja dominar, coloca el poder por encima de la verdad. Su norma se convierte en el poder. Pero precisamente así se pierde a sí mismo: el trono sobre el que se sitúa es un trono falso; su presunta ascensión al trono es ya en realidad, una caída.

El poder hacer no sirve para nada, si no sabemos para que hemos de utilizarlo, si no nos interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la verdad de las cosas. Hemos alcanzado el poder como norma única y así hemos traicionado nuestra auténtica vocación: la verdad. A una mentalidad crítica, con la que el hombre critica todo excepto a sí mismo, contraponemos la apertura hacia el Infinito, la vigilancia y la sensibilidad para la totalidad del ser, y una humildad de pensamiento preparada siempre a inclinarse ante la majestad de la verdad, ante la que no somos jueces sino pobres mendicantes.

La verdad sólo se muestra al corazón vigilante y humilde. “Y ensalzó a los humildes.” No se trata de un eslogan de lucha de clases, ni siquiera es un moralismo primitivo. Estamos frente a las primeras actitudes del hombre como tal. La dignidad de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza del hombre se abre únicamente a la percepción humilde; esta apertura hacia el Infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la credulidad; exige por el contrario la autocrítica más conciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma limitación del empírico, en cuyo caso el hombre hace de su voluntad de dominio el último criterio del conocimiento.

Estas son las actitudes que debemos de contraponer ante un agnosticismo contento de sí mismo. “Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mateo 5,8) El corazón limpio es el corazón abierto y humilde. El corazón impuro es, por el contrario, el corazón presuntuoso y cerrado, completamente lleno de sí mismo, incapaz de dar un lugar a la majestad de la verdad. La cual pide respeto y, al fin, adoración.

[Cardenal Joseph Ratzinger. Extraído de: “Mirar a Cristo” – Ejercicios espirituales para el Movimiento Comunión y Liberación (verano 1986)]