Complejidades del asunto del “habito habitual”

La cacofónica expresión “hábito habitual” destaca en su repetición la paradoja del hábito de los religiosos (y religiosas) en nuestro tiempo. Por su misma designación, el “hábito” debería ser el vestido “habitual.” En el caso, por ejemplo, de nosotros los dominicos, ello implica el uso de la túnica, sujetada con cinturón y con un rosario; más el escapulario y la capucha. Nuestras Constituciones consideran que ese es el vestido natural (o sea, habitual) dentro del convento, mientras que para uso fuera del convento se supone que el Provincial debe decidir qué se hace, “respetando las leyes eclesiásticas.” (véase LCO 50 y 51).

A su vez, estas leyes eclesiásticas tienen su base ante todo en el canon 284 del Código de Derecho Canónico (CIC): “Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar.” Para los religiosos, específicamente leemos: “669 § 1. Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza. § 2. Los religiosos clérigos de un instituto que no tengan hábito propio, usarán el traje clerical, conforme a la norma del c. 284.

Hay varias cosas que anotar aquí. Empezando por lo más sencillo, nótese que los religiosos no clérigos, y en particular las religiosas, quedan en manos de su propia legislación. Es un dato de flexibilidad y autonomía que no debe pasarse inmediatamente por alto.

La motivación que da el Código para el uso permanente del hábito es que este es signo de consagración y testimonio de pobreza. Como esto segundo no es tan fácil de defender, es aquí donde se requiere un análisis que ayude a ver las dimensiones históricas, culturales, teológicas, apostólicas y práctias que se entrecruzan en algo que sé que mucha gente considera obvio o si no, trivial. Sin embargo, mi experiencia es que todos los que ven este tema como trivial u obvio tienen sustentaciones bastante pobres de su punto de vista.

Lo histórico tiene que ver con el origen. No es lo mismo vestirse de un modo adecuado que con el hábito que usó Santo Domingo.

Lo cultural tiene que ver con el sitio en que uno está. El hábito puede hablar de consagración o puede causar curiosidad, o indisposición, o puede lograr que el tema único de conversación sea el hábito mismo, y no Cristo.

Lo teológico tiene una serie de preguntas bastante incómodas: ¿Por qué singularizarse con un vestido particular, cosa que no hizo Cristo y sí sus adversarios, ya se trate de los fariseos o de los sumos sacerdotes? ¿Es señal de pobreza un hábito que vale tanto dinero en su confección precisamente porque se trata de ropa que no se hace en serie? ¿Es signo de una vida sencilla si sabemos que los pobres tienen que vestir con otras prendas más sencillas compradas en lugares más modestos? Pero también: ¿no es verdad que así como sucedía en tiempos de los Macabeos hay ocasiones en que resulta ventajoso para los sacerdotes o los religiosos disimular su consagración?

Lo apostólico tiene que ver con qué cosas se facilitan y cuáles se dificultan en la evangelización, por medio del uso del hábito. ¿Acerca o aleja a la gente? ¿Les habla de una entrega sublime, o de una barrera psicológica o sociológica que uno está poniendo para salvaguardar sus intereses? ¿Facilita acceder a más lugares o hace al religioso más vulnerable a ser él mismo “contra-evangelizado” con los criterios del mundo?

Lo práctico alude a cosas como estas: la realidad es que el hábito de los dominicos no es un vestido, sino un sobrevestido. Dicho de modo jocoso: si ves a un dominico con hábito y se lo quitas a la fuerza, no queda en ropa interior, sino en pantalón y camisa. Esto ya hace que, por definición el hábito no sea el verdadero vestido y por lo tanto no sea en realidad “habitual.” Lo habitual, en realidad de las cosas y el lenguaje, es tener camisa y pantalón. Esto hace que el hábito tenga que ser lavado con frecuencia, si uno realmente lo usa. En un clima cálido es pesadísimo tenerlo más de un rato. Hace que tu mente se enfoque solo en que te estás cocinando. En un clima templado es difícil usarlo de veras más de dos días sin que tengas que lavarlo o empieces a sentir que hueles mal. No en vano Erasmo se burlaba de lo mantecoso de los vestidos consagrados de los monjes de su época. Y de nuevo: está el tema de los costos.

Por lo demás, sé que la situación no es muy distinta si pensamos en otras comunidades con hábito religioso, el hábito que debería ser “habitual.” ¿Qué hacer?

Debo decir que a la vista de todos los factores planteados, yo no sueño con ver de modo ordinario los atuendos descritos en nuestras Constituciones por el metro de Madrid, o en la estación de Termini en verano, o en la primavera de Nápoles. No porque sean medievales, sino por lo que queda sugerido en las dimensiones ya dichas.

Como no quiero que todo quede en pregunta o cuestionamiento abierto, me permito arriesgarme a hacer una propuesta. Propongo que dejemos el hábito tradicional como un hábito-no-habitual, es decir un vestido propio para los actos de comunidad y algunos actos de apostolado, en particular, los que tienen una dimensión litúrgica. Y propongo que como hábito-habitual tomemos algo más sencillo, pobre, sin ninguna pretensión, algo tan elemental como el obrero que tiene todos sus pantalones pardos, y todas sus camisas gris claro. En el caso concreto de la Orden de Predicadores, yo propongo usar siempre pantalón negro, camisa blanca, y algún distintivo sencillo, propio de la Orden, como una cruz de calatrava.

La gente que te ve vestido siempre del mismo modo ve en ti a un pobre. La gente que ve que vistes con ropa de bajo precio ve que lo haces porque has encontrado otra clase de riqueza. La gente que se encuentra con esa sencillez extrema no tiene pretextos ni temas eclesiásticos que aplacen la urgencia del evangelio. La gente que viera todo un grupo de personas que viste con tan extrema sencillez reconocería a la vez la agilidad del apóstol y la solidez de una comunidad. Por supuesto, las dificultades climáticas, culturales, prácticas y teológicas se disuelven. Se pierde mucho en la historia, pero es una pérdida relativa: los que sena ganados por la predicación conocerán el convento, y con él la riqueza de su liturgia y la belleza de su hábito tradicional.

Actualización del 6 de Septiembre de 2008: Después de numerosos comentarios y un artículo enjundioso del P. Iraburu estimo conveniente agregar aquí lo que comenté en su página de opinión.

Ante todo: mi interés no es desechar el hábito religioso, sino hacer una distinción entre el hábito tradicional y la vestidura de uso diario, la cual también sería hábito, por supuesto, de uso continuo, con una notable y visible opción por la pobreza que los religiosos hemos descuidado tanto.

Esta propuesta mía no es inusual, aunque lo parece. Quienes conocen de la vida monástica saben que en muchos lugares, la mayoría, los monjes tienen varios “hábitos” si queremos usar el término, dependiendo de las varias actividades de su día. Las labores del campo, por ejemplo, reclaman un tipo de vestido que no es el mismo que se lleva al coro, en donde destaca la cogulla.

Algo así es lo que propongo, en nombre de la pobreza, y del retorno fiel a tradiciones que son imposibles cuando el hábito tradicional es un sobre-vestido–y eso es lo que es actualmente. San Agustín, por ejemplo, cuya regla es válida para nosotros los frailes predicadores, quería que hubiera “una sola ropería.” Ello es expresión de un espíritu de comunidad y es un testimonio público y muy notable de despojo y pobreza real. Resulta imposible, sin embargo, cuando el hábito tradicional es un sobre-vestido que implica una compra de todo tipo de trajes y ropas.

Mi propuesta quiere ser más fiel a Agustín, y la vez, más cercana a lo que hoy puede ser reconocido como comunidad y pobreza. El llevar un traje talar, tipo túnica no era llevar un vestido exótico en tiempos de Agustín o de Domingo. No es lo exótico lo que nos debe caracterizar, sino las intuiciones fundamentales de: pobreza y espíritu de comunidad.

Debo agregar, por si fuera necesario, que no es mi interés ni deseo apartarme de la obediencia a mi Madre, la Iglesia. Haya bendición en todos.

Fr. Nelson Medina, O.P.