El Amor nos pone en Movimiento

Homilía en memoria de Patricia Villamarín,
para el día de Navidad de 2007

De acuerdo con mi aerolínea, he viajado algo más de 9000 kilómetros para dar un abrazo.

O digo mejor, varios abrazos: en especial a nuestra querida Mariana, a Saulo, y a Alicia, las personas que Patricia tuvo más cerca en esta tierra.

Esos 9000 kilómetros me han dado tiempo y sobre todo ocasión para pensar, y el resumen de lo que ha llegado a mi mente y corazón está en esta frase: el amor nos pone en movimiento. Estamos aquí, hemos venido a este lugar, en esta noche de Navidad, porque nos amamos y porque el amor nos ha puesto en movimiento.

Hace tres días estábamos en las exequias de Patricia. Fue una experiencia fuerte para todos, y en mi caso personal, con la circunstancia de hallarme precisamente a 9000 kilómetros. A semejante distancia, sin embargo, en nada podía pensar ni concentrarme, que no fueran los eventos graves pero cargados de amor y fe, que sucedían al mismo tiempo en Bogotá. El modo más perfecto que encontré de unirme a ese momento fue celebrar, allá en mi convento de Dublín, la misma Misa que se celebraba en la iglesia de Cristo Rey, ante el cuerpo de Patricia. Y digo bien: la misma Misa, porque así como no hay dos Cristos ni Cristo muere más de una vez, en realidad toda Misa válida se funda y se funde en la única y verdadera Misa, la que celebró Jesús en el cenáculo y que completó en el Calvario.

Cargado de llanto y de fe levanté, junto con la Hostia Santa, el corazón de nuestra querida Patricia, pidiéndole a Jesús que ella estuviera para siempre allí donde Él ya está, y vive, y reina.

El amor nos pone en movimiento: tanto pudo el amor en mi mente durante esa hora que yo me sentía más acá, junto a Alicia, Mariana y Saulo, que allá en Dublín. Estoy seguro que ustedes pueden narrar historias semejantes.

Si uno alcanza a mirar a la muerte como el paso último y definitivo, y como la peregrinación suprema, uno ve también que la muerte misma es un ponerse en movimiento hacia el lugar definitivo. Cuando terminó la Última Cena, nuestro Señor, sabiendo qué le esperaba en el huerto de los olivos, y luego en la muerte de Cruz, invitó a sus discípulos a ponerse en movimiento: “Vámonos de aquí” (Mateo 26,46).

En un primer momento es casi imposible reconocer la mano del amor en la hora de la muerte. Lo primero que vemos es nuestra horrible soledad y el doloroso vacío que deja la persona amada. El llanto nos anega y confunde. Pero con el llanto pasa que también nuestros ojos son como bautizados y es posible que junto con el dolor llegue la oración. Entonces recordamos algunas cosas que nos ha dicho Cristo y sobre todo la ternura con que quiso referirse al momento de la muerte.

De su muerte dijo “Me voy…” y de nuestra muerte dijo: “… a prepararles un lugar.” (Juan 14,2). Su dulzura es tan grande cuando añade: “Y cuando esté ese lugar, volveré para llevaros conmigo, de modo que donde yo esté, estéis también vosotros.” (Juan 14,3). Hay muchas maneras de responder a la pregunta “¿Dónde está Cristo?” No conozco respuesta más bella y más cierta que esta: “Cristo está preparando un lugar para mí, para que yo pueda estar con Él, y con todos sus amigos para siempre.”

Cristo estaba ocupado, hermosamente ocupado, preparando un lugar para Patricia. Seguramente nosotros no lo teníamos presente; es posible que ella misma no pensara demasiado en eso, y sin embargo, así como es cosa segura la muerte, es cosa segura que Cristo quiere que estemos para siempre con Él, y con todos los Santos.

El modo concreto de la muerte siempre será doloroso porque siempre conlleva un despojo. Pero ese modo concreto no es el mensaje profundo que debemos recibir hoy. Lo más importante, creo yo, es descubrir que a través de esa puerta misteriosa el amor nos pone en movimiento. Sí, yo me atrevo a afirmar que el amor de Dios puso a Patricia en movimiento y que ella no volverá donde nosotros pero nosotros seremos puestos un día en movimiento, para reunirnos con ella y con todos los amigos de Jesús.

Yo tengo un motivo personal para creer que fue el amor quien la puso a ella en movimiento a través de los eventos que se desencadenaron el martes 18 de diciembre. Cuando supe la noticia inicial me puse muy nervioso y extremadamente preocupado. Eran algo así como las 3 AM en Irlanda y por supuesto yo no podía conciliar el sueño. Oré un poco y después se me ocurrió algo extraño. Precisamente porque el amor me había puesto en movimiento, mi corazón quería estar en esa clínica, al pie de la cama de ella. Empecé entonces a hablarle, porque es que de hecho me sentía ahí junto al lecho donde ella recibía algunos auxilios. Le dije muy despacio, muchas veces: “Tú vas a estar bien; tú vas a estar bien…” Tienen ustedes mi permiso para creer o no lo que sigue. La vi entonces a ella, en persona, frente a mí, y primero me sonrió, pero luego, sin dejar de sonreír, siguió mirando hacia otra parte mientras se alejaba muy despacio. Esa imagen, que llevaré grabada para siempre en mi alma, me infundió una paz y una fortaleza muy grandes. Lejos de toda angustia, mi corazón ha llorado muchísimo pero hay algo dentro de mí que me asegura que la buena semilla que su familia sembró en ella, y la manera como ella misma fue abriendo más y más espacio al amor, al perdón y a la generosidad en su ser, todo eso no se ha perdido: todo eso era la manera como Cristo la preparaba en el secreto de su amor, porque el amor nos pone en movimiento.

Mientras preparaba estas palabras pensaba mucho una cosa, la más difícil quizás para esta fecha: ¿Cómo decir “Feliz Navidad” hoy, después de lo que hemos vivido? De nuevo, nuestra primera y muy humana reacción es cancelar toda expresión de contento o de alegría. Es entendible, y yo jamás juzgaría a quien tomara esa actitud. Sin embargo, ¿puedo decir que creo que eso no es lo que dejaría más contenta a Patricia? Si un don tuvo ella fue el de la alegría, no sólo la suya personal, sino ese don de alegrarse de que otros estuvieran alegres.

Pero es que además hay algo: el amor nos pone en movimiento. Navidad es también la celebración de un movimiento: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Juan 1,14). ¿Por qué la Palabra de Dios, por qué el Hijo único de Dios viene a esta tierra, nace pobre en un establo, vive como un desconocido, desgasta luego sus horas sanando enfermos, acogiendo pecadores y predicando a las turbas? ¿Por qué viene, por qué llega a los extremos insondables de un amor sin fronteras? Por amor; es solamente porque el amor lo ha puesto en movimiento.

Hay un mismo amor que por una parte trajo a Cristo del cielo a la tierra, y por otra parte quiere llevarnos a nosotros de la tierra al cielo. Por eso los primeros cristianos cuando querían referirse a la fecha de la muerte de alguien, decían que esa era su “natividad,” su nacimiento, porque es solamente ahí cuando el misterio del amor de Navidad acontece en nosotros. Si esa visión es correcta, debo decir que no quedaron entonces muy separadas la natividad de Patricia y la navidad de Jesús, y como digo, un mismo amor ha tenido lugar en ambos casos.

El amor quiere también ponernos en movimiento a cada uno de nosotros. Dios nos regaló un mensaje de amor, unidad y alegría en Patricia, un ser tan profundamente humano, con defectos y virtudes, con luchas y sueños, como cada uno de nosotros. Hoy quiero acoger ese mensaje, para mí mismo, y para todos.

El movimiento del amor de Dios seguramente quiere algo más. San Pablo nos dice que los que se dejan mover por el Espíritu, que es el Amor de Dios, esos son hijos de Dios (Romanos 8,14). El gran reto para esta Navidad, y para toda nuestra vida, es dejarnos guiar por la sabiduría que sólo Dios da, y creer en el poder de Dios, que tan a menudo nos desborda o desconcierta. Y precisamente, porque tanto requerimos del movimiento que da ese amor que es el Espíritu, de una cosa estoy seguro: esta Navidad la celebraremos de modo más espiritual pero no dejaremos de celebrarla. En cada sonrisa, en cada abrazo, en cada detalle de amor habrá un poco de Patricia y habrá mucho de Jesús, el Recién Nacido. Así lo conceda Dios, que en su misericordia nos permite reunirnos hoy con fe, con esperanza y con amor. Amén.